¿Los hombres son violadores en potencia? Esencialización y mandatos de género

por | Sep 5, 2024 | Feminismos/Disidencias

La “mujer víctima que necesita protección”, la “buena mujer” y la “madre abnegada” son también hijas sanas del patriarcado

Este artículo surge en relación al debate que se ha abierto tras la afirmación de la influencer Júlia Salander de que “todos los hombres son violadores en potencia”, en el pódcast El sentido de la birra.

Los feminismos han luchado toda su historia por deshacer los determinantes de sexo-género y por ello cabe reflexionar sobre el uso de identidades esencializadas como “los hombre son”, sea por cuestiones biológicas o socialización. Defendemos que “las mujeres” no son, ni siquiera de forma potencial, nada, porque eso sería asignarles una esencia transhistórica y transcultural. En los debates existentes se ha negado la asignación biologicista, de nacimiento, basada en los genitales, y se ha aludido a la socialización en sistemas patriarcales como elemento común a todos los “hombres”. Pero, aun así, “los hombres son algo en potencia” establece una identidad común basada en el hecho de “ser” –en vez de identificarse, adscribirse o estar socializados como hombres–; y en la preexistencia del sujeto sobre la acción –“los hombres violan”, en vez de “aquellos que violan son hombres”–. En línea con la idea de que son los mandatos de género y su performatividad los que dan existencia a los géneros, los hombres “se hacen” de la misma manera que las mujeres. Múltiples poderes nos enseñan que debemos ser de ciertas maneras según los dos sexos que esos mismos poderes han determinado.

Si se quiere señalar la socialización impuesta a los leídos como hombres desde su nacimiento, se puede hablar de “mandatos de masculinidad” y “masculinidades”, que además permiten identificar distintos sistemas patriarcales y no de un patriarcado transhistórico y transcultural, ya que hablamos de modelos de feminidad y no decimos “las mujeres son” (¿o es que también se afirma que “las mujeres son en potencia” algo?).

Nos parece que este caso refleja asunciones del feminismo actual y que nos llevan de vuelta a una esencialización de hombres y mujeres por la vía cultural

Nos parece que este caso refleja en buena medida asunciones que se van asentando en el feminismo actual y que nos llevan de vuelta a una esencialización de hombres y mujeres por la vía cultural. Esto sería equiparable al racismo hegemónico donde “los musulmanes son malísimos, pero no por motivos raciales, sino por su cultura”. Así, “los hombres serían agresivos y egoístas (incluso sin el “en potencia”) y, por contraste, las “mujeres”, siempre dulces, abnegadas y entregadas. Asumir las virtudes de la feminidad tradicional no parece muy liberador.

1. Los hombres y los mandatos de género

“Los hombres son en potencia” diluye también las diferencias entre los leídos y autoidentificados como hombres. ¿Todos los hombres negros son (en potencia) violadores? ¿O más bien los blancos ricos, o los blancos pobres también? ¿A qué edad se empieza a ser un violador en potencia? ¿Y los hombres trans son en potencia violadores? ¿Los refugiados? ¿Los hombres gazatíes bajo las bombas? ¿O todos los hombres-padres, hombres-abuelos y hombres-tíos? Incluso, ¿se es violador para toda la vida, una vez cometida una violación?

Si partimos de que la violación es una expresión de una relación de poder, no todos los hombres tienen el mismo poder ni entre ellos ni respecto a todas las mujeres

En el caso de que aceptásemos la premisa de la potencialidad de los hombres como agresores, habría que señalar que no todos los leídos y autoidentificados como hombres deberían considerarse igualmente potenciales violadores. Porque, si partimos de que la violación es una expresión de una relación de poder, no todos los hombres tienen el mismo poder ni entre ellos ni respecto a todas las mujeres. Y si consideramos que violación es un ejercicio de demostración de virilidad respecto al resto de hombres y de la sociedad, un acto de poder, tampoco todos los autoidentificados como hombres buscan el reconocimiento social a través de ese tipo de virilidad. Como señala la antropóloga, Rita Laura Segato, las violaciones no van de sexo y no son una cuestión interpersonal, están estrechamente ligadas con el poder y la obediencia a los mandatos sociales de género.

Los mandatos de género aprietan pero no nos determinan, y la idea de determinación, en cualquier grado, es opuesta a los objetivos feministas de liberación. Los hombres no son en potencia, sino que los sistemas patriarcales socializan en mandatos de masculinidad que se centran en la autoridad de los leídos como hombres –sobre las leídas como mujeres–, impuesta si hace falta por la violencia.

Si lo reducimos a una cuestión de sexo-género estamos simplificando peligrosamente todas las situaciones de violencia estructural

Pero en muchos contextos hay otras relaciones de poder más determinantes que las de sexo-género: las basadas en la clase, pero también en la raza, etnicidad, procedencia, diversidad funcional, salud mental… Podemos decir que en toda situación de desigualdad, el polo con poder puede hacer abuso del mismo: un empleador sobre su empleada, un policía respecto a una persona en situación irregular, un adulto en relación a un menor, un cuidador sobre la persona que atiende (y también las mujeres en esas posiciones respecto a sus empleados o empleadas, personas sin papeles, personas cuidadas…). Si lo reducimos a una cuestión de sexo-género estamos simplificando peligrosamente todas las situaciones de violencia estructural, y por lo tanto, las propuestas que podamos hacer desde este paradigma dejarán fuera muchas de estas violencias. Entonces, parece que las mujeres, para defendernos de las violaciones, tendremos que protegernos de todos los hombres, en vez de poner el foco en primer lugar en luchar por la autonomía económica y social que nos permita abolir las situaciones de violencia en las que nos encierra la pobreza y la desigualdad, el ámbito laboral y el racismo.

En segundo lugar, no todos los autoidentificados como hombres se adscriben al mandato de masculinidad dominante, entre ellos, de forma más que notoria, las disidencias sexuales. Además, señalar el peso de los mandatos sociales no puede eclipsar la agencia colectiva que tenemos para impugnarlos, de hecho tiene más valencia política decir “la mayoría de hombres no violan a pesar de los mandatos patriarcales” que esencializan y homogenizan a un grupo por el mandato al que se ve sometidos. Con esta frase, de todas las posibilidades de acción que tienen los hombres se escoge resaltar una destinada a definirlos, es decir, a encasillarlos en el imaginario como agresores.

Parece también que hablar de “sometimiento” a la masculinidad es invisibilizar los “privilegios” que se supone que tienen asociados. Pero tenemos que despatriarcalizar y descolonizar también esa idea de privilegio masculino. Ejerciendo violencia sobre otros, nos deshumanizamos, como dijo Aimé Césaire, “ni todos los bienes del mundo pueden ocultar la podredumbre de aquellos que abusan de su poder”. Por mucho dolor que infrinjan, esas posiciones no son privilegiadas ni deben ser reconocidas como tales. Lo primero que tenemos que hacer es dejar de llamarlas privilegios como si tuvieran algo bueno. Vivir abusando de la posición y el poder social que se tiene, ha de ser colocado en el imaginario social como algo deleznable. Compensar una vida de mierda con poder sobre otros grupos tampoco es un privilegio, es una trampa.

Si queremos abolir el género, no tiene sentido que el feminismo no se preocupe por la mitad de la población que es leída como “hombre” desde su nacimiento. Los hombres importan mucho a las feministas y no por la violencia que puedan ejercer, sino porque les necesitamos como compañeros en la impugnación del sistema abusivo en que vivimos.

La masculinidad hegemónica también es perjudicial para los leídos o autoidentificados como hombres

La masculinidad hegemónica también es perjudicial para los leídos o autoidentificados como hombres. Entre otros efectos dañinos, en la niñez y la adolescencia se les exige cumplir con lo que se espera de los “hombres”, lo que desemboca en que asumen más situaciones de riesgo –ya sea en cuestión de consumo de drogas, conducción peligrosa o exposición a peligros–, también son asesinados y matan en mayor medida y suponen también la mayoría de encarcelados; y una parte de los que son socializados en esta masculinidad tradicional tienen vidas afectivas muy limitadas, o con ansiedad permanente por demostrar su valía / virilidad.

Porque si esencializamos y homogeneizamos a los hombres, no estamos afrontando los modelos de masculinidad, diversos que ya se están produciendo. Ya se están produciendo disidencias de la masculinidad hegemónica y las necesitamos. Ni siquiera masculinidades perfectamente antipatriarcales, como a veces parece que se exige –aunque en el caso de las mujeres al menos hayamos debatido sobre la posibilidad de ser “malas feministas”–. Necesitamos traidores al orden patriarcal de muchos tipos.

2. “Las mujeres” y las trampas de la victimización

Esencializar y homogeneizar a los hombres tiene además el efecto de esencializar y homogeneizar a las “mujeres”. Atribuimos características a un grupo a partir de un binarismo, lo que implica definir al otro por oposición. Si se afirma que “los hombres son violadores en potencia” se establece que “todas las mujeres son víctimas en potencia”.

El racismo culturalista en el que vivimos debe alertarnos sobre este tipo de afirmaciones

Aunque se base en motivos culturales, de socialización, no deja de ser menos peligrosa porque homogeniza grupos enteros, como cuando se utiliza un mecanismo parecido en el caso de los musulmanes o los gitanos en España, de los negros en EEUU y Brasil, crecidos en los guetos o favelas, o de los indígenas en Mexico o Bolivia. La pertenencia a un grupo se convierte en un absoluto del que es imposible escapar: el otro radical, inasimilable, que solo puede ser expulsado –o cuando se lleva al límite, exterminado–. El racismo culturalista en el que vivimos debe alertarnos sobre este tipo de afirmaciones.

Además, este tipo de homogenización de las mujeres aplana y obvia, a veces de manera interesada, las diferencias de clase/racialización. La violencia que sufren las mujeres de clase media y alta puede ser fundamentalmente de carácter machista, lo que hace que se ignoren otro tipo de violencias policiales, económicas o sistémicas que reciben otras mujeres que están más abajo. Si tomamos todos los tipos de violencia, en particular la económica, vemos muchas mujeres que ejercen y permiten que se ejerzan violencias sobre aquellos hombres y mujeres con los que mantienen una relación de poder o de dominio. Basta recordar la posición de muchas feministas que apoyaron la colonización o las guerras nacionalistas, pero también hoy a las que niegan hoy la libertad de movimiento a las personas que huyen de situaciones de guerra y hambre. Con respecto a los niños, señalaba también bell hooks: “Las pensadoras feministas reformistas con frecuencia retratan a las mujeres única y exclusivamente como víctimas […] El hecho de que también algunas mujeres ejerzan violencia sobre los niños y niñas no se resalta igual, ni se percibe como otra expresión de la violencia patriarcal”.

Esta identificación de las mujeres con la víctima tiene además efectos muy negativos para nuestra liberación. La posición de víctima afirma una situación de vulnerabilidad desde la que se exige protección del Estado y no puede ser el lugar desde donde construir autodefensa colectiva. La figura absoluta de “víctima” parece negar que las víctimas de una violencia pueden ejercer otras violencias en otros casos y circunstancias y crean una posición de bondad absoluta, que refuerza las atribuciones clásicas a la feminidad.

A día de hoy, hay muchas mujeres se creen más bondadosas, cuidadoras y altruistas que “los hombres” y están orgullosas de ello

Parece que muchas mujeres han aceptado de forma poco crítica esta atribución de “estar del lado del bien” que les atribuye la posición de “potencial” víctima de violencias. A día de hoy, hay muchas mujeres se creen más bondadosas, cuidadoras y altruistas que “los hombres” y están orgullosas de ello. Es una trampa bien descrita por los feminismos desde el siglo XIX ya que es la base del “ángel del hogar” que sirvió para justificar la división sexual del trabajo donde la mujer sería asociada a los cuidados –no pagados–. Esta ha sido también la base de estereotipos sobre una afectividad o sexualidad diferencial: la “superioridad moral de las mujeres” frente a las pulsiones de los “hombres”.

La socialización en los mandatos de género femeninos en torno al cuidado, en la matriz capitalista y heterosexual en la que vivimos, produce, tal y como describe Amaia Orozco una “ética reaccionaria del cuidado”: “una ética de inmolación y sacrificio que da lugar a sujetos dañados; una ética que solo se preocupa por el bienestar en los estrechos márgenes de la familia; y una ética que solo sirve para acallar el conflicto capital-vida”, como dice Amaya Orozco. No podemos aceptar acríticamente lo que se presenta como virtudes comunes que refuerzan los mandatos de género impuestos, injustos en cuanto a su distribución y efectos. Si es que se quiere poner en valor atributos tradicionalmente asignados a las mujeres que nos parecen positivos para alimentar un orden más justo, es imprescindible desesencializarlos y complejizarlos. La “mujer víctima que necesita protección”, la “buena mujer” y la “madre abnegada” son también hijas sanas del patriarcado.

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