La hegemonía de la clase media en el último ciclo feminista

por | Ene 12, 2024 | Cuadernos de estrategia, Feminismos

Este texto plantea un análisis de la última oleada de movilización feminista desde un marco político que apuesta por un cierto feminismo como herramienta de transformación radical de la sociedad.

Aquí nos preguntamos qué factores han incidido para que, a pesar de haberse producido las movilizaciones más masivas de las últimas décadas, no se hayan obtenido conquistas a la altura de las mismas, al menos desde la perspectiva de un feminismo de clase. Este feminismo implica que solo en el marco de una transformación social anticapitalista se podrá mejorar la situación de las mujeres y de las personas más empobrecidas material y simbólicamente. Y en este sentido consideramos que en los últimos años no ha habido avances significativos en la redistribución de los ingresos y la propiedad, en la desmercantilización de las condiciones de vida —aunque sea parcialmente en relación a bienes básicos como la vivienda—, así como tampoco cambios destacados en el ámbito del trabajo asalariado o en el de la reproducción social. Con reproducción social nos referimos tanto al trabajo no pagado, como al avance o refuerzo significativo de los servicios públicos que puedan socializar estas tareas, sobre todo teniendo en cuenta que este es uno de los elementos centrales de las reivindicaciones feministas.

En este artículo vamos a comenzar revisando lo que han sido los hitos y logros fundamentales del último gran ciclo de movilizaciones a escala estatal e internacional, para después proponer algunos elementos que nos permitan profundizar en el análisis. Para este propósito, vamos a considerar también lo que pensamos son algunos de los límites de este ciclo de movilización: por un lado, la hegemonía de un feminismo de clase media en el campo feminista en disputa; por otro, la centralidad de la cuestión de la violencia —sobre todo sexual— y las consecuencias que ha acarreado en el refuerzo del populismo punitivo. Igualmente, vamos a considerar la cuestión de la autonomía de los movimientos y el proceso de institucionalización del feminismo, para terminar con algunas propuestas para la discusión colectiva.1

Entendemos el feminismo como un campo en conflicto con distintas posiciones internas y a veces con proyectos políticos enfrentados

Queremos señalar, además, una dificultad a la que se enfrenta este tipo de perspectivas, así como la propia acción política feminista. Esta dificultad reside en cómo se define al «movimiento feminista». A veces este se emplea como si se tratase de un sujeto con agencia consciente y unívoca —«el movimiento feminista demanda, dice»—, lo que resulta a su instrumentalización, sobre todo por el ámbito de la política institucional. En este artículo entendemos el feminismo como un campo en conflicto con distintas posiciones internas y a veces con proyectos políticos enfrentados. Así, en el espacio público se negocian significados y se posicionan demandas que responden a muy distintos intereses, en la medida en que este mismo campo viene producido —discursiva y políticamente— por agentes diversos: tanto mujeres de la élite económica, como feministas de Estado; tanto asociaciones feministas de profesionales liberales, expertas en género o periodistas feministas como aquellas que militan en colectivos feministas de base —como trabajadoras sexuales, domésticas o jornaleras— o también aquellas feministas que militan en la PAH, en el antirracismo u otras luchas. La cuestión es: ¿pueden compartir agenda y objetivos todas estas mujeres con intereses de clase y espacios ideológicos tan dispares? Por eso, nos referiremos en la medida de lo posible al movimiento feminista en plural —«movilizaciones feministas», «feminismos»—, o intentamos adjetivar para definir mejor a qué tipo de feminismo nos estamos refiriendo.

2016-2020. El auge de las movilizaciones feministas

La extraordinaria irrupción feminista de estos años tuvo su inicio en Polonia y su epicentro en América Latina. A finales del 2016, el feminismo polaco se movilizó masivamente en Varsovia y otras ciudades contra los intentos del gobierno de extrema derecha de endurecer la ya muy restrictiva ley del aborto. Este fue el primer paro feminista de la década. Poco después, el asesinato de una joven en Argentina sacó a miles de personas a la calle, en la estela de las manifestaciones convocadas por Ni Una Menos (2015 y 2016) contra la violencia machista y los feminicidios. De hecho, estos dos elementos, la lucha por los derechos sexuales y reproductivos y la batalla contra la violencia —por la libertad sexual y el acceso al espacio público sin peligro para la integridad física de las mujeres—, son definitorios de esta nueva ola de movilización internacional. Igualmente, en estas movilizaciones se ha compartido cierto marco común de oposición a los discursos de las nuevas extremas derechas y su apoyo al orden de género tradicional.

El 8 de marzo de 2017 se convocó la primera huelga feminista global. En esta acto participaron más de treinta países, lo que a su vez tuvo réplicas importantes en los dos años siguientes. Estas movilizaciones —masivas e intergeneracionales— sacudieron sus sociedades respectivas a una escala sin precedentes. La huelga permitió, además, generar una especie de «identidad común feminista» o, si se prefiere, una capilarización de un sentido común antisexista. También fue importante para transformar elementos culturales de la relación entre los géneros, reclamar derechos aún pendientes de conquistar y reforzar la capacidad de lucha y autonomía de las mujeres atravesadas por esta marea. En conjunto, se produjo una visibilización generalizada, mediática y pública de las movilizaciones y sus demandas que se expresó en una suerte de «internacionalismo feminista».2 De forma genérica y sin detenernos en las diferencias sustanciales entre países, entre otros efectos de estas movilizaciones, resulta importante mencionar: la visibilización de las mujeres feministas en todos los ámbitos de la producción cultural; la multiplicación de las expertas en género, así como de autoridades —académicas, judiciales, etc.— y de personas en posiciones de poder que se autodenominan feministas; la multiplicación de los debates feministas en medios de comunicación tradicionales y una mayor influencia de los paradigmas feministas en las luchas y prácticas de transformación social —entre los que Rojava constituye uno de los ejemplos más destacados—.

Los feminismos latinoamericanos consiguieron conectar la lucha contra las violencias machistas con el resto de las violencias estructurales e institucionales

En algunos lugares como América latina, el nuevo ciclo de movilización desbordó completamente la agenda de paridad liberal (o neoliberal) que había impulsado el feminismo mainstream a nivel internacional y que había devaluado la potencia transformadora de los feminismos tras la ola de 1960 y 1970. En este continente, las movilizaciones autónomas tuvieron un fuerte componente que procedía de los feminismos comunitarios, decoloniales y populares3 (aunque algunos de estos países, como Chile y Argentina, también se enfrentan actualmente a sus propios procesos de institucionalización). En cierta medida, estos feminismos renovados consiguieron «superar» la cuestión sexual, o al menos no quedar atrapados en el pánico moral, la victimización y la posición de demandante de protección estatal. En otras palabras, consiguieron conectar la lucha contra las violencias machistas con el resto de las violencias estructurales e institucionales (de los Estados) con las que sufren por ser pobres o estar en prisión, además de aquellas producidas por el extractivismo y la explotación neocolonial de los territorios.

En España, creemos que algunos de estos componentes también han estado presentes en los primeros años de este ciclo en las movilizaciones de base. Por ejemplo, se hizo un trabajo de visibilización de las violencias patriarcales no únicamente como las agresiones de «hombres» a «mujeres», sino como consecuencia de la relación de dominio estructural que coloca a los cuerpos feminizados4 en una posición de subordinación que atraviesa a toda la sociedad. Estos componentes estuvieron presentes en las huelgas feministas de 2018 y 2019, que también lograron visibilizar el impacto de la división sexual del trabajo en las condiciones materiales. En este sentido, se convocaron huelgas de cuidados —que evidenciaban la organización generizada de la reproducción social—, laborales —con el fin de señalar la feminización de la precariedad y los techos de cristal—, de consumo —como denuncia de la mercantilización de cada vez más esferas de la vida— y educativa —en defensa de la educación pública, laica y no heteronormativa—.5 Muchos de estos elementos traspasaron además los discursos activistas y se vieron reflejados en los medios mainstream. Por tanto, si en los primeros años de este ciclo encontramos elementos que apuntaban a un cambio en las condiciones materiales de vida de las mujeres más afectadas por el patriarcado, ¿por qué estos contenidos no se han traducido en cambios sustantivos? ¿Qué factores están limitando la potencial agencia transformadora de las movilizaciones?

Queremos matizar que las transformaciones subjetivas a las que han dado lugar las movilizaciones también han producido cambios materiales. Nos referimos principalmente a la percepción del incremento de la propia potencia y capacidad de lucha —el llamado «empoderamiento»— y al apoyo social que los feminismos proporcionan a las mujeres a la hora de enfrentar la subordinación de género en sus propias vidas; pero también a los cambios que se producen en infinidad de gestos cotidianos en un sentido feminista emancipador. Todo ello ha dado lugar a transformaciones en la performatividad de los géneros además de empujar ciertas mejoras materiales. Sin embargo, estas herramientas feministas parecen haber resultado útiles principalmente en aquellas posiciones sociales más desahogadas, es decir, menos atrapadas en la precariedad y las dependencias que esta supone. Para las mujeres sin papeles, sin estudios, sin carrera profesional, sin redes familiares o de amistad, estigmatizadas, con familiares a cargo, etc., el cambio material exige un abordaje colectivo y estructural de mucho mayor calado. El empoderamiento individual no es suficiente en situaciones de precariedad económica, falta de acceso a los bienes básicos y elevadas responsabilidades de cuidado.

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En lo que sigue de este artículo vamos a considerar lo que consideramos son los tres principales límites para el despliegue de un feminismo transformador. El primer límite reside, en efecto, en la cuestión de la clase. Nuestra hipótesis es que el feminismo en España está construido como un campo que se presenta como interclasista, pero en el que la hegemonía está definida por los intereses y la agenda de las mujeres de clase media —al igual que sucede en otros movimientos—. Un segundo límite está en cómo la violencia sexual (y las diferentes formas de enfrentarla) se ha convertido en el principal tema en la agenda feminista, soslayando otras preocupaciones y con consecuencias tanto en la creación de un clima de pánico moral, como en la promulgación de leyes de carácter punitivista, como es la ley del solo sí es sí. Por último, vamos a considerar, en tanto tercer límite, la institucionalización del feminismo y su utilización por parte de gobiernos o representantes políticas que dicen hablar en nombre «del movimiento». Entendemos también la institucionalización como la asunción de la agenda institucional por parte de los movimientos de base, o de los horizontes legales o estatales en tanto espacios privilegiados para la acción política.

Primer límite: la hegemonía de clase media en el campo feminista

El feminismo hegemónico es hoy una ideología liberal y/o de clase media, con la capacidad de determinar la agenda sobre la base de sus propias prioridades. El interclasismo feminista opera como una herramienta de las mujeres de las clases medias y altas a la hora de instrumentalizar el feminismo al servicio de sus propios intereses. Por contra, desde un feminismo de clase, los mandatos políticos deberían provenir de las necesidades de las de abajo y de los imperativos de distribución de la riqueza y de la disolución de todo poder.

¿Las mujeres, una sola clase?

El feminismo como campo opera de manera interclasista, ocultando las diferencias de intereses entre las mujeres. Determinadas teorías feministas han descrito, en efecto, la subordinación de las mujeres como algo que afecta a todas por igual, independientemente de su pertenencia de clase —y sin tener en cuenta otras segmentaciones sociales como son la clase o la racialización / origen migratorio—. Es cierto que la construcción histórica del género ha fijado dos posiciones: la masculina y la femenina, y ha establecido una relación de poder entre ellas, si bien esta relación de subalternidad no solo afecta a las mujeres, sino muchas veces también a las personas que no conjugan con el sistema sexo-género patriarcal occidental: personas trans, disidentes de género, queer, homosexuales, etc. Una larga tradición de feminismos —anarquistas, socialistas, marxistas, negros, antimperialistas y descoloniales— ha producido desde hace siglos un legado de acción y pensamiento político,6 que demuestra que no se puede luchar contra las subordinaciones de género al margen de su constitución con la clase y la raza.

El feminismo cultural se basa en la concepción de la opresión femenina como originada en la cuestión sexual

De esta tradición hemos aprendido que las mujeres con mejor posición social disponen del poder de imponer sus prioridades y su agenda política. Precisamente porque no están racializadas y su posición en las relaciones de producción no resulta tan opresiva, estas mujeres identifican la subordinación de género como su principal problema. Buscan la igualdad con los hombres de su clase, dentro de su estrato social e identifican el machismo como un límite para su ascenso social, al tiempo que generalizan sus intereses como si fuesen los de todas. El resultado es la mistificación de un sujeto «mujeres» homogeneizado, no exento de esencialismo biologicista —como hemos visto en las violencias desplegadas por el feminismo transexcluyente— o cultural.7 El feminismo cultural se basa en la concepción de la opresión femenina en tanto originada, y a la vez expresada, en la cuestión sexual que fija una representación de los hombres como seres violentos y de las mujeres como víctimas. El sexo es así contemplado únicamente como un ámbito de subordinación. Para estos feminismos, el universalismo abstracto —«las mujeres son una misma clase porque están todas igualmente oprimidas por la violencia sexual»— acaba ocultando las diferencias sociales, raciales y de estatus entre las propias mujeres.

¿En qué se ha materializado este poder del feminismo hegemónico? Si analizamos tanto las principales medidas políticas como los contenidos que ocupan más espacio mediático y social vemos que lo que se identifica como los principales logros feministas de este ciclo se han centrado en las preocupaciones de las mujeres de clase media y alta. Cabe señalar, no obstante, a este respecto, que el feminismo no constituye una excepción, la mayoría de políticas que se aprueban están pensadas para estos sectores sociales.

Por una parte, la cuestión sexual ha centrado la mayor parte de los debates públicos y a nivel institucional se ha materializado en la conocida como ley del solo sí es sí. Una de las derivaciones de esta preocupación es la prostitución, en torno a la cual se han intentado aprobar medidas que criminalizan el trabajo sexual. De otra parte, otro de los elementos centrales de la agenda feminista ha estado en la cuestión de la representación y los techos de cristal, es decir, de todas aquellas propuestas destinadas a facilitar la igualación de las mujeres mejor posicionadas socialmente con los varones de su clase, en vez de promover una distribución de la riqueza capaz de mejorar las condiciones de vida de las mujeres más precarizadas. Cabría citar aquí, por ejemplo, la propuesta de ley de paridad del PSOE, como medida estrella dentro del paradigma de la discriminación positiva. Esta ley fija cuotas de mujeres en los consejos de administración, colegios profesionales, gobiernos y listas electorales.

Para muchas de estas mujeres, su principal problema no es el de la desigualdad que mantienen con los hombres de su clase, sino la explotación, el racismo o la precariedad

Otras medidas aprobadas, como las bajas por reglas dolorosas o la ampliación de los permisos parentales, pueden resultar interesantes y valiosas. Pero estas solo benefician a mujeres con contratos laborales estables y con garantías, así como a aquellas con relaciones sexoafectivas encuadradas en el orden familiar con reconocimiento legal.8 En cualquier caso, estas propuestas difícilmente pueden mejorar las condiciones de vida de las trabajadoras que se encuentran en los sectores con mayores niveles de explotación, o las mujeres en situación de subempleo, las internas, las trabajadoras indocumentadas o las mujeres que crían solas. Para muchas de estas mujeres, su principal problema no es el de la desigualdad que mantienen con los hombres de su clase, sino la explotación, el racismo o la precariedad existencial. Por otra parte, en un mercado laboral crecientemente dualizado —entre trabajos relativamente seguros y con derechos y otros precarizados con contratos temporales o parciales y con más dificultades de hacer valer los derechos laborales—, cualquier medida asociada al empleo formal tendrá dificultades para extenderse a estas mujeres precarias.

Podemos decir, por tanto, que el feminismo hegemónico no representa a las mujeres más afectadas por el capitalismo patriarcal. No se preocupa por ejemplo de la ley de extranjería, que deja a las mujeres en situación de vulnerabilidad extrema, falta de derechos y existencia social, expuestas tanto a la explotación como a las violencias —en los trabajos invisibilizados como la prostitución o el trabajo doméstico—. Por otra parte, ha habido algunos avances relacionados con la reproducción social, como la ampliación de los permisos parentales para los varones y la aprobación de nuevos permisos para el cuidado de menores o personas a cargo, así como algunas leves mejoras de la ley de dependencia —si bien su implementación depende en buena parte de las comunidades autónomas—. Sin embargo, la universalización y gratuidad de las escuelas infantiles —una medida que cambiaría radicalmente la vida a muchas mujeres, sobre todo a las más precarias sin red social— ha quedado olvidada, así como cuestiones como la gratuidad de los comedores escolares. Más allá del ámbito laboral, el feminismo hegemónico tampoco se ha ocupado de problemas como el acceso a la vivienda, una de las principales vías de expropiación de renta a las trabajadoras, pero también uno de los elementos que más dificultan la autonomía de las mujeres a la hora de salir de una relación donde se produce violencia de género.

Hubiese sido fundamental el reconocimiento de las numerosas enfermedades laborales propias de los sectores feminizados

Otro de los grandes olvidos de este feminismo preocupado por los techos de cristal es la mejora de las condiciones laborales de los trabajos feminizados de cuidados —cuidadoras y limpiadoras en general—, o de otros sectores como las jornaleras agrícolas —muchas de ellas trabajadoras extranjeras por contingentes— o de las obreras de la industria textil o el turismo. En este sentido, además de centrarse en las bajas por reglas dolorosas, hubiese sido fundamental el reconocimiento de las numerosas enfermedades laborales propias de estos sectores. Esta es una de las principales reivindicaciones del sindicalismo feminista que apenas consigue atención por parte del feminismo mainstream.

Respecto de las condiciones laborales del sector de cuidados, durante este ciclo de movilización tampoco se han conseguido avances radicales en la mayoría de empleos feminizados. Podemos rescatar la victoria obtenida por las trabajadoras del hogar y de cuidados en 2022, incorporada a una nueva ley que recoge importantes mejoras. Pero lo cierto, es que estas demandas no tuvieron hueco en la agenda del gobierno hasta que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) dictaminó —en febrero de 2022— que su exclusión de la prestación de desempleo es contraria a la legislación de la Unión, en sintonía con las presiones de numerosas organizaciones de trabajadoras del hogar y de los cuidados y la aparición de sus reivindicaciones en los medios —en parte gracias a las huelgas feministas—. Después de este fallo del TJUE, se reformó el estatuto de estas trabajadoras con mejoras importantes, si bien sin llegar a equipararlas al resto de trabajadores.9 En este ámbito trabajan además muchas mujeres sin papeles, una situación que no solo se ha naturalizado, sino que se ha convertido en una forma de regularización para muchas mujeres recién llegadas a España.

La reforma laboral terminó consolidando y legitimando las externalizaciones de servicios esenciales dentro de las empresas

Hay que señalar aquí también, que en estos años se han producido numerosos conflictos laborales en el sector de los cuidados. Es el caso de las trabajadoras de las residencias de ancianos o del Servicio de Atención a Domicilio, colectivos que en general presentan condiciones laborales deplorables y que han conseguido escasas victorias, a pesar de su relevancia social patente sobre todo durante la pandemia de Covid-19. También importantes han sido los conflictos laborales que se han producido en estos sectores, con algunas victorias como la de la limpieza en el País Vasco. De hecho, en noviembre de 2023 se convocó una huelga general feminista en esta comunidad centrada en la cuestión de los cuidados. Sin embargo, en lo que se refiere a la situación de una de las luchas más simbólicas del sindicalismo feminista de los últimos tiempos, la de las camareras de piso, la reforma laboral terminó consolidando y legitimando las externalizaciones de servicios esenciales dentro de las empresas, confirmando así una de las vías de precarización laboral femenina más importantes.

La defensa de los intereses del feminismo de clase media

Si bien la precariedad es masiva entre mujeres y disidencias sexuales, en el otro extremo, la presencia de mujeres con estudios universitarios en la mayoría de ámbitos profesionales de relevancia social ha crecido de forma ininterrumpida a lo largo de las últimas décadas. Esta presencia no se corresponde, sin embargo, con un peso similar en los lugares de poder: el famoso techo de cristal.10 De ahí que hayan tomado tanta relevancia la política de cuotas, la consideración de los «techos de cristal» o medidas puramente simbólicas Actualmente, las mujeres de clase media o alta son mayoría en muchos ámbitos, en los que sin embargo no han obtenido un poder equiparable. Esta composición social, hecha principalmente de mujeres que ven sus posibilidades de ascenso social coartadas por el machismo estructural, es una de las bases materiales que han empujado el feminismo en los últimos años en España. Sus prioridades se han colocado así en el centro de la agenda feminista.

El hecho de que haya más mujeres en los puestos más elevados no repercute en los cambios estructurales necesarios para mejorar las condiciones materiales de vida de las mujeres

Como era de esperar, no obstante, esta lucha por la igualdad de género en las posiciones medias y altas de las jerarquías profesionales, no modifica la vida de la mayoría de mujeres, sobre todo de aquellas que no tienen ninguna posibilidad de plantearse una carrera profesional. De una parte, estas posiciones de mando y prestigio requieren de fuertes insumos de trabajo, materiales, energía, etc., que sostienen todas las jerarquías y niveles de explotación conocidos. De forma correlativa, el hecho de que haya más mujeres en los puestos más elevados de las jerarquías gubernamentales, académicas, profesionales, militares o empresariales no repercute en los cambios estructurales necesarios para mejorar las condiciones materiales de vida de las mujeres de las clases populares. Tampoco incide en reducir las desigualdades generadas por la división sexual del trabajo: las mujeres profesionales salen de casa dejando a otras mujeres en su lugar. Por eso, desde la perspectiva de un feminismo de clase o de transformación, el poder necesario para cambiar las cosas no se encuentra del lado del mando —capitalista o estatal—, sino en la construcción de una capacidad propia que nos permita luchar contra la producción y reproducción de las desigualdades.

En este sentido, el feminismo hegemónico no solo instrumentaliza la representación de las movilizaciones en favor de sus propios intereses, sino que invisibiliza o incluso bloquea los conflictos protagonizados por otras mujeres. La principal consecuencia de un feminismo hegemónico de clase media disfrazado de feminismo universal es la pacificación de la capacidad subversiva de los feminismos de clase y su utilización como una herramienta de gobierno. Las luchas de las trabajadoras domésticas y de las trabajadoras sexuales son dos ejemplos que nos permiten vislumbrar el funcionamiento pacificador e integrador del feminismo hegemónico de clase media.

La pacificación de la crisis de los cuidados11

La cuestión de los cuidados, es decir, la cuestión de cómo reproducimos la vida en el capitalismo actual es también una cuestión de clase / raza. Ciertamente, lo que permite que muchas mujeres tengan la posibilidad de acceder a puestos profesionales bien remunerados —que es lo que principalmente constituye la clase media— es que puedan externalizarlos a otras trabajadoras. En esto consiste la solución europea a la crisis de los cuidados: son las mujeres migrantes quienes se hacen cargo de estas tareas que, a falta de socializarse, siguen dependiendo de la división internacional del trabajo feminizado, hoy declinada en las cadenas globales de cuidados.12 Según datos de 2019, de todas las trabajadoras del hogar de la UE, 2,5 millones son trabajadoras domésticas. El 28 % de las mismas trabajan en España, el 88% son mujeres y el 72,2 % proceden de la migración (fundamentalmente de América Latina y de Europa). En el caso del 11 % de trabajadoras internas, nueve de cada diez son extranjeras y la propia existencia de este tipo de empleos se asienta, sin duda, en el régimen de fronteras y la ley de extranjería.13

Se están impulsando políticas de conciliación basadas en destinar dinero público a abaratar la contratación de trabajadoras del hogar

Como hemos comentado, el conflicto de décadas sostenido por las trabajadoras domésticas ha logrado arrancar recientemente la ratificación del Convenio 189 de la OIT y el derecho al subsidio por desempleo (Real Decreto Ley 16/2022). Pero no olvidemos que junto a estas mejoras en las condiciones laborales, también se están impulsando políticas de conciliación basadas en destinar dinero público a abaratar la contratación de trabajadoras del hogar a aquellas familias que pueden permitirse este tipo de empleadas. De este modo, se han implementado una serie de bonificaciones y reducciones en las cuotas para las personas empleadoras dirigidas a compensar el aumento de las cotizaciones. Este abaratamiento del empleo del hogar sobre la base de aumentar el gasto público lleva tiempo realizándose a nivel de las comunidades autónomas; así por ejemplo la Comunidad de Madrid aprobó en el 2023 ayudas directas de hasta 4.000 euros para sufragar los costes laborales de las empleadas domésticas.14

La realidad es que muchas mujeres de clase media no pueden renunciar a la externalización del trabajo doméstico sobre otras mujeres con sueldos bajos y menos derechos laborales, si no quieren alterar sustancialmente ni sus equilibrios familiares, ni sus estándares de consumo. Como hemos visto, lo que se conoce como conciliación familiar, otra demanda clave del feminismo hegemónico, es la facilitación, vía dinero público, de la emancipación de las mujeres de clase media mediante el encierro de las mujeres de las clases populares en las tareas de reproducción. Si tenemos en cuenta, además, los mecanismos de explotación y apropiación sancionados por la ley de extranjería, lo que finalmente se promueve mediante estas políticas de conciliación es una condena de las mujeres de origen migrante, extranjeras y/o racializadas al sector laboral de los cuidados.15

Desde un feminismo de clase deberíamos preguntarnos por tanto sobre cómo luchar por la socialización de las tareas reproductivas —y su desfeminización—, al tiempo que lo hacemos contra la división sexual e internacional del trabajo. También habría que recuperar las discusiones y prácticas en torno a formas de convivencia, crianzas y atenciones a la enfermedad, diversidad funcional o vejez fuera del ámbito de las soluciones individuales dentro de la familia. Por eso, es pertinente resucitar las discusiones sobre la familia que tan ricas fueron en los feminismos liberacionistas de las décadas de 1960 y 1970.

La línea roja del trabajo sexual

Asistimos a un ataque redoblado de un feminismo abolicionista que pretende criminalizar el trabajo sexual

Dentro de los trabajos feminizados en el campo de «los cuidados», la prostitución constituye una línea roja para el feminismo hegemónico de clase media. Si la lucha de las trabajadoras domésticas o de los sectores de cuidados puede encontrar cierto apoyo en un sector pequeño del feminismo de gobierno, las trabajadoras sexuales rara vez reciben el mismo trato, aunque se encuentren igualmente atravesadas por las opresiones de clase, raza y género. En estos últimos años hemos asistido a un ataque redoblado de un feminismo abolicionista que pretende criminalizar el trabajo sexual. Este feminismo niega sistemáticamente el poder de decisión de las trabajadoras sexuales y su capacidad de agencia —no serían «prostitutas», sino «prostituidas»—, su fuerza organizativa —no serían trabajadoras en lucha, sino víctimas que necesitan ser salvadas— y la perspectiva feminista de su batalla —no serían activistas sino «asalariadas del lobby proxeneta»—. Incluso la ley del solo sí es sí, que dice colocar el «consentimiento en el centro», en un primer momento introducía dos propuestas que implicaban volver a códigos penales del pasado: perseguir lo que se conoce como proxenetismo no coactivo —recibir dinero de alguien que se prostituye de manera voluntaria— y castigar a quienes alquilan locales o pisos para ejercer la prostitución —tercería locativa—, este último caso retirado del Código Penal en 1995 por el propio PSOE. Las trabajadoras sexuales organizadas explicaron cómo este giro abolicionista de la ley iba a criminalizar y dificultar su trabajo, dando más poder a jueces y policías sobre sus vidas. Y de hecho solo su movilización ha logrado evitar una penalización que hubiera precarizado, aún más, las condiciones de vida de las mujeres en este sector. Sin embargo, no lograron impedir que la ley terminara incluyendo la prohibición de los anuncios de prostitución, una medida que pone trabas al trabajo autónomo en el sector. De hecho, las perspectivas a corto plazo para las trabajadoras sexuales no son prometedoras. En esta próxima legislatura de PSOE-Sumar, es previsible que se reanude el proyecto de ley abolicionista impulsada por los socialistas, que en la pasada legislatura no hubo tiempo de tramitar.

Se trata de acabar con la prostitución ofreciendo como alternativa trabajos mal pagados en el sector de los cuidados

En conjunto, no solo el feminismo hegemónico, sino también una parte del feminismo abanderado por el campo de las llamadas «izquierdas» —desde comunistas a socialdemócratas, pasando por algunos sectores del feminismo de base y la autonomía—, están comprometidos en una cruzada por la «salvación» de estas mujeres, en su mayor parte empobrecidas, migrantes, racializadas y trans. Este «rescate moral»16 consiste, en la práctica, en tratar de acabar con la prostitución —siempre de la mano del Estado— ofreciendo como alternativa trabajos en el sector de los cuidados —en general peor remunerados y con menos autonomía— y por los que muchas de estas trabajadoras ya han pasado y han abandonado por su baja remuneración y sus altos niveles de explotación.

Segundo límite: la centralidad de las violencias sexuales y la deriva punitivista

Indudablemente, este ciclo feminista ha obtenido parte de su impulso de la denuncia de las violencias que se ejercen sobre los cuerpos feminizados —los abusos en el ámbito del trabajo o las violencias en las familias, en el ámbito de la pareja o exparejas—, pero sobre todo aquellas de carácter sexual. Como ya hemos señalado, los debates sobre la cuestión y el cambio cultural que se ha producido al respecto es quizás el mayor logro de estas luchas. Sin embargo, su traslación legislativa, a partir de los pánicos morales y la sensación de alarma espoleados por los medios ha tenido también algunas consecuencias indeseadas. La más evidente es una deriva punitivista: en el imaginario social se ha acabado instalando que las causas penales y la cárcel pueden ser una solución para las agresiones —incluso las más leves—, que el castigo es la mejor manera de proteger a las mujeres. Así lo podemos percibir tanto en los intentos de criminalización del trabajo sexual, como en la ya citada ley del solo sí es sí.

El sistema penal, el sistema de encarcelamiento, policial y represivo ha salido reforzado bajo la bandera de la lucha contra la violencia machista

Aunque en principio la nueva norma no se anunció en un marco de endurecimiento penal —de hecho contenía medidas destinadas a la prevención, a la protección de las víctimas, ayudas económicas y laborales, servicios de asistencia especializada y otros elementos importantes como la posibilidad de recibir esta asistencia sin necesidad de denunciar—, esta contenía diversos elementos punitivistas: incluía nuevos delitos como el acoso callejero, establecía nuevas penas accesorias como las inhabilitaciones, medidas cautelares más duras y dificultaba el acceso a beneficios penitenciarios como el tercer grado.17 Además, prohibía la mediación —a imagen de la ley de violencia de género—, reduciendo la agencia y las posibilidades de las personas agredidas, sobre la base de una imagen de estas como seres impotentes y frágiles, dificultando también los procesos de justicia restaurativa.18 De esta manera, aunque el debate sobre el consentimiento y su significado ha sido fundamental para el cambio cultural, cuando se ha llevado al terreno de la ley penal, el sistema de encarcelamiento, policial y represivo ha salido reforzado bajo la bandera de la lucha contra la violencia machista y en nombre del feminismo.

De forma definitoria, cuando estalló la polémica mediática instrumentalizada por las derechas, porque la nueva ley estaba provocando rebajas de penas e incluso excarcelaciones, el Ministerio de Igualdad no defendió públicamente que más penas no sirven para proteger a las mujeres o que, de hecho, las penas son excesivamente altas en España. Tampoco lo hicieron ni el feminismo hegemónico ni el feminismo de base. En los días de la polémica, al menos en Madrid, se llegaron a convocar concentraciones y a difundir manifiestos de apoyo desde una óptica que no se desmarcaba de los aspectos punitivos de la ley. En ese momento, a muchas les pareció que, frente a los ataques de la derecha, había que cerrar filas y defender a toda costa una ley penal. Fueron pocas las voces que hicieron notar que, desde una perspectiva antipunitiva y de justicia social, el feminismo no se puede apoyar en el sistema penal, al menos no de una manera acrítica.

El derecho penal sexual ha pasado a ser uno de los principales campos de experimentación del populismo penal

En las últimas dos décadas, el derecho penal sexual ha pasado a ser uno de los principales campos de experimentación del populismo penal. Como señalan muchos juristas, cada reforma endurece sistemáticamente las respuestas y las aproxima peligrosamente a los derechos penales excepcionales de los delitos de terrorismo. Todo ello en un país que tiene una de las poblaciones carcelarias más numerosas de Europa, mientras mantiene índices de criminalidad relativos muy bajos. De hecho, las penas por este tipo de delito ya son muy altas, mucho más que en los países de nuestro entorno. Así, por ejemplo, se puede imponer la misma pena (15 años) por un homicidio y por una violación. Pero como prueban todas las investigaciones criminológicas, más cárcel no sirve para evitar los delitos, porque su principal función es la de castigar, concretamente, castigar a los pobres.19

Respecto del feminismo de clase, parece claro que la discusión de los tecnicismos legales del sistema penal no debería ser una prioridad, al igual que tampoco tendríamos que ignorar las subidas de penas que se están produciendo en nuestro nombre. En realidad, las cárceles y las fuerzas de seguridad del Estado salen caras si se piensa en todo el dinero que se deja de invertir en derechos sociales —también para las mujeres—. Del mismo modo, deberíamos discutir si tiene sentido privilegiar la violencia sexual por encima de otras violencias, como la de ser desahuciada, o de que te quiten a tus hijos por no tener casa o con quién dejarlos cuando trabajas. O por qué se tendría que condicionar el acceso a derechos que deberían ser universales —vivienda, renta, etc.—, al hecho de ser categorizada primero como víctima.

Es más fácil que los gobiernos ofrezcan como solución una reforma penal o la tipificación de nuevos delitos a que intervengan sobre sus causas

Por tanto, y aunque el #MeeToo ha producido cambios culturales imprescindibles, también ha terminado legitimando el sistema penal y carcelario, y abonando el populismo punitivo. El punitivismo está ligado además al feminismo de clase media —a una sociedad de clases medias— por la forma compartida de entender el Estado y sus aparatos judicial, policial y penal. Una de las críticas fundamentales al sistema penal es que individualiza el comportamiento «delictivo» y actúa sobre sus efectos a posteriori —es decir, solo castiga, no previene— de manera que no afronta las razones estructurales de los «delitos». Es más fácil que los gobiernos ofrezcan como solución una reforma penal o la tipificación de nuevos delitos a que intervengan sobre las causas que están detrás de las conductas tipificadas como criminales, las cuales normalmente son inseparables de los factores económicos, políticos y sociales generadores de desigualdad.

Sabemos que la violencia sexual tiene una función de sujeción de las mujeres a los roles establecidos. En este sentido, un feminismo que pone en el centro únicamente esta cuestión —por muy importante que sea luchar contra todas sus manifestaciones— y se olvida de la desigualdad económica o del resto de violencias vinculadas a ella, jamás será un feminismo emancipador. En las revueltas de América Latina, el Estado y sus instituciones policiales y judiciales son percibidas de manera más clara como parte del problema. Por eso, deberíamos poner el foco en el hecho de que muchas mujeres —gitanas, sin papeles y migrantes sin recursos, pobres, desahuciadas, etc.— no esperan protección de las fuerzas del orden o reparación en los juzgados por las violencias patriarcales que padecen. De hecho, para muchas de ellas ese mismo Estado puede ser el principal origen de la violencia que sufren. También que, en el caso de las mujeres empobrecidas, las estrategias de acompañamiento, protección y defensa que pasan por las instituciones policiales y judiciales no siempre son las mejores o las que ellas escogerían.

Esta representación de la violencia sexual como la mayor violencia o sufrimiento que viven las mujeres —como un todo—, obviando las desigualdades económicas y de poder, tiene que ver con un feminismo hegemónico de clase media de mujeres que no están atravesadas por las dificultades vitales que impone la pobreza o muchas experiencias migratorias. También está relacionada con la extensión social de identidades homogeneizadas y polarizadas mujeres / hombres y sus correlativos papeles de víctimas / agresores, que naturaliza la construcción cultural de las posiciones de género, convirtiendo las jerarquías patriarcales en un problema de relaciones interpersonales.20

En España existe un feminismo de base que, desde hace años, trabaja en una línea antipunitiva

El feminismo de clase tiene la tarea de explicar cómo el género atraviesa las violencias institucionales, las que se derivan de ser pobres o de estar en prisión, de no tener papeles o de quedarse en la calle. Un feminismo emancipador debe asumir el reto de enfrentar todas estas manifestaciones de la violencia en su declinación «de género» y también de relacionarlas con las luchas por las condiciones de vida. Este feminismo también tendría que apostar por el abolicionismo de las cárceles, teniendo en cuenta que estas encierran de forma desproporcionada a hombres racializados y pobres, y que perjudican gravemente a las mujeres de sus entornos familiares y comunitarios. De hecho, en España existe un feminismo de base que, desde hace años, trabaja en una línea antipunitiva a la que le queda todavía mucho camino para imaginar y construir otras lógicas, para lograr introducir en el debate público cuestiones como qué significa la justicia feminista —transformativa o restaurativa— y cómo evitar reforzar el sistema penal en nombre del feminismo.

El sentido emancipador contenido en las movilizaciones que se produjeron durante el juicio de la manada —libertad sexual para las mujeres— y de las movilizaciones feministas de este periodo —huelga feminista del 2018 contra los efectos de la división sexual del trabajo y sus cruces con el sistema de extranjería— quedó despotenciado en este ciclo por la sobredeterminación de un debate copado por el feminismo hegemónico y sus intereses de clase, así como por la cuestión de la violencia desde un marco punitivo. La ley de paridad —y otras lógicas similares de discriminación positiva— y la ley del sí es sí son, por eso, dos caras de una misma forma de gobierno que opera a través de la integración diferenciada —las que pueden llegar— y la exclusión selectiva —el refuerzo del sistema penal siempre va en detrimento de las de abajo—.

Para futuros desarrollos dejamos un tema que creemos central para los movimientos de base en un sentido amplio: el cuestionamiento de si también hemos asumido estas lógicas punitivas en la gestión de las violencias machistas de nuestros espacios políticos y cómo abordarlas desde otras lógicas. Un cuestionamiento que percibimos creciente y que está llevando a numerosas reflexiones por todo el territorio.

Tercer límite: una nueva oleada de institucionalización de los feminismos

Cuando hablamos de institucionalización nos referimos al proceso de incorporación de personas y demandas de los movimientos sociales a las instituciones de gobierno,21 así como a la instrumentalización que se hace de estos movimientos para legitimar a gobiernos, líderes o políticas de todo tipo. Igualmente, la institucionalización comprende también la asunción por parte de los movimientos o las organizaciones de base de la agenda institucional —y mediática—, y el horizonte estatal y legislativo como el espacio privilegiado al que acaban dirigiendo sus esfuerzos.

En España, después de la Transición se produjo un proceso de institucionalización de la ola feminista de los años setenta, con la incorporación de decenas de mujeres a puestos políticos e institucionales, y la creación de instituciones propias como el Instituto de la Mujer (1983) y el desarrollo de los primeros Estudios de Género en las universidades. También se produjo la «estatalización» de algunos proyectos autogestionados de los movimientos como los centros de salud reproductiva. Existe un paralelismo entre este proceso que produjo una pérdida de potencia y radicalidad del movimiento después de la Transición y lo que está sucediendo en el presente. La institucionalización a la que nos enfrentamos hoy es la del 15M, la del movimiento de las plazas, que tuvo su reflejo en las configuraciones masivas de los 8M a partir de 2018.22

Hoy, la «crisis de régimen», que identificamos con los procesos políticos abiertos por las movilizaciones del 15M de 2011, se ha cerrado completamente. De ese magma surgieron apuestas electorales —Podemos, las confluencias y los municipalismos—, que pretendieron convertir esa contestación en poder institucional. Podemos, que se presentó como el gran partido de la protesta contra el bipartidismo, integró el primer gobierno de coalición con el PSOE (2020-2023) y gestionó el Ministerio de Igualdad encabezado por Irene Montero, una de sus principales líderes. Sin embargo, ni en el actual Podemos, ni en lo queda de la «nueva política» podemos encontrar ni rastro del impulso democratizador que salió de la impugnación quincemayista; ni en las formas —limitación de mandatos, control de salarios, reflexiones sobre la democracia interna y la participación—, ni en el proyecto —«transformar las instituciones» y «democracia real»—.

El feminismo se ha visto continuamente instrumentalizado en la configuración de las confluencias de izquierdas

Durante la pasada legislatura (2019-2023), hemos visto como el «gobierno progresista» se ha apoyado en el feminismo para legitimar sus políticas con el discurso de ser «el gobierno más feminista de la historia», poniendo el acento en la gran cantidad de mujeres ministras y en una inflación de la retórica feminista. Por otra parte, hemos asistido también a disputas partidarias entre el PSOE y Podemos por hacerse con el capital político de las movilizaciones. El episodio más evidente ha sido la disputa de la ley trans, donde las socialistas se han apoyado en el sector del feminismo transexcluyente contrario a la ley de autodeterminación de género impulsada por Podemos. Estos encendidos debates han formado parte de la guerra interna de la izquierda institucional por tratar de representar al feminismo. El feminismo se ha visto así continuamente instrumentalizado en la configuración de las confluencias de izquierdas.23

Igualmente durante esta legislatura, al menos en Madrid, se ha producido una aparente identificación de una parte del feminismo de base con este Ministerio y sus objetivos.24 Por un lado, las guerras culturales y los ataques lanzados por la extrema derecha de Vox han polarizado el espectro político, han urgido a posicionarse y han vuelto muy difícil articular un discurso propio al margen de la política institucional. El resultado ha sido el cierre del campo de la crítica al gobierno «para no dar armas al enemigo». Por otro lado, la identificación de algunos movimientos de base con muchas de las representantes de Podemos tiene también su razón de ser en el hecho de que muchos de los cargos y asesoras del Ministerio de Igualdad o del Instituto de las Mujeres han formado parte o tienen visibilidad dentro de los movimientos feministas, esto es, son «una de nosotras». La cercanía y el conocimiento directo, «a golpe de teléfono», ha podido influir en la asunción de la agenda institucional y del marco político de la producción de leyes como el espacio privilegiado para la acción feminista, dificultando así la autonomía de los movimientos de base.

La falta de capacidad para establecer agenda y crear conflictos a la altura ha terminado derivando en un repliegue a los tiempos institucionales

Los movimientos han quedado así atrapados en demandas estado-céntricas y en la producción de leyes, además de supeditados a la relación que se consiga establecer con la ministra de turno, en vez de a la capacidad de organización y de generación de conflicto que permiten conquistas gracias a la fuerza de la movilización. La consecuencia es que ha acabado por entender la ley y la producción de políticas públicas como forma primordial o casi única de transformación social y de acción posible para los movimientos. Se observa así una cierta pérdida de la capacidad de establecer una agenda propia, tal y como ocurrió en el ciclo 2018-2019 con la huelga feminista y la discusión pública abierta en relación con la cuestión de la reproducción social. La falta de capacidad para establecer agenda y crear conflictos a la altura ha terminado derivando en un repliegue a los tiempos institucionales, a los eventos calendarizados y a las disputas internas por sus contenidos (8M y 25N).

La identificación del gobierno con el feminismo y la de los movimientos con la agenda gubernamental ha permitido la recuperación de sus discursos, y con ello el vaciamiento de su potencia política. Los conceptos, como «cuidado» o «violencia machista», han perdido también sentido como instrumentos a la hora de pensar e impulsar los conflictos en marcha. Mientras que las representantes políticas dicen hablar o legislar en nombre del feminismo, retiran agencia política a los movimientos de base y les hacen perder su sentido impugnador.

Se olvida que la posición de los políticos es el resultado de las negociaciones con otros actores institucionales o grupos de poder

Por otra parte, la identificación con el gobierno, considerado aliado, lleva a no criticar las limitaciones de sus políticas. Así, debido a la confianza «delegada» —«son de las nuestras»— se considera que la acción del gobierno «es la mejor política posible» y, debido los ataques de la derecha, se considera negativo dar argumentos críticos. En ambos casos, se termina olvidando que los políticos se deben a otros intereses, que su posición es el resultado de las negociaciones con otros actores institucionales o grupos de poder, más que de su alianza con determinados sectores de movimiento.

El peligro está en que si las leyes resultantes son tibias o directamente contraproducentes, y los movimientos de base se presentan como alineados con el gobierno, esto puede provocar el alejamiento de una parte de los sectores de movimiento —que pueden dejar de ver en los feminismos una herramienta efectiva de cambio—. Además, cuando el feminismo se identifica con las posiciones de poder, especialmente en momentos de creciente desafección política, este se vuelve vulnerable frente a la reacción antifeminista, especialmente entre los más jóvenes. El alineamiento de los movimientos con los políticos progresistas —con estándares de consumo de clase alta, identificados con el poder y desconocedores de los problemas de los sectores más excluidos— implica, en definitiva, una cierta alienación respecto de los sectores más empobrecidos.

Para seguir con el debate

En este artículo hemos analizado algunos problemas que pueden explicar la relativa ausencia de efectos de la última oleada feminista en las condiciones estructurales en las que viven las mujeres. Hemos hablado del poder del feminismo hegemónico de clase media a la hora de universalizar sus demandas y de los efectos de la institucionalización en la determinación de la agenda y los horizontes de las movilizaciones feministas. Que se generalicen los intereses de las feministas de clase media como los de «todas las mujeres» limita las potencialidades políticas de un feminismo de clase o de transformación, que busque la redistribución radical de la riqueza y del poder.

La apropiación del feminismo se vuelve más difícil cuando el feminismo es capaz de construirse en términos materiales

Nuestro feminismo se propugna «de clase», o en otros términos: anticapitalista, sindicalista, feminismo de los sures o de las de abajo. Creemos que la apropiación e instrumentalización del capital político del feminismo, al modo en que hace el feminismo hegemónico de clase media, se vuelve más difícil cuando el feminismo es capaz de construirse en términos materiales. En este sentido, no queremos cuotas en los consejos de administración, sino acabar con las diferencias radicales de salario y en las condiciones de trabajos, en última instancia, abolir el trabajo asalariado y la propiedad privada. De otra parte, solo desde un «feminismo situado» y desde los conflictos concretos —en el sindicalismo social, en las luchas de vivienda, en las luchas laborales, etc.— podremos preservar nuestra autonomía como movimiento, dejar de trabajar para el feminismo hegemónico y adoptar su agenda como propia.

Por tanto, una de las grandes cuestiones a las que nos enfrentamos desde un feminismo de clase es cómo podemos construir un movimiento interclasista, una herramienta útil para la transformación que sitúe los intereses de las que están más abajo en el centro, sean pobres, putas, trans o migrantes. Esto nos lleva a interrogarnos por nuestra propia composición social, ¿cómo trabajar políticamente con las mujeres más pobres o precarias? Aunque este tipo de alianzas ya se están produciendo en algunas asambleas, donde se juntan trabajadoras domésticas organizadas o trabajadoras sexuales y otras formas de sindicalismo feminista, el feminismo sigue siendo mayoritariamente de clase media —y urbano—.

Las respuestas no son fáciles. Por un lado, desde una mirada de clase, la cuestión de reproducción social sigue siendo un lugar político central desde el que impulsar propuestas transformadoras. La pregunta sería ¿cómo romper la sororidad abstracta entre mujeres —es decir, el falso interclasismo feminista— para poner en el centro el apoyo mutuo entre las de abajo? O por lo menos ¿cómo dar lugar a alianzas políticas que consigan situar esos intereses y esa mirada de clase en la agenda política? Sin duda, compartir espacios de militancia con mujeres que tienen otras preocupaciones distintas a las mujeres de clase media puede ayudar a centrar los discursos y las propuestas políticas. Si el feminismo de transformación quiere avanzar, tiene que consolidarse en este tipo de organizaciones existentes u otras nuevas, dotarse de instituciones propias que sean capaces de lanzar y sostener conflictos, y de mantener posiciones autónomas que no asuman ni defiendan la agenda impuesta desde los medios y desde los ministerios.

La agenda y las prioridades tienen que partir desde abajo

Creemos en la necesidad de dotarnos de instituciones propias desde las que generar el poder necesario para, si creemos necesario hacer demandas al Estado, aunque sepamos que no es la única vía de transformación social ni de mejora de nuestras vidas, pueda hacerse gracias a nuestra propia fuerza y no como «concesiones» a las políticas de turno que dicen hablar en nuestro nombre y que están sujetas a equilibrios institucionales frágiles y contingentes. La agenda y las prioridades tienen que partir desde abajo. Por otra parte, para enfrentar los discursos de las extremas derechas e incluso para evaluar con exactitud a qué peligros nos enfrentamos y cómo combatirlos mejor, será necesaria también una organización autónoma capaz de lanzar acciones de protesta o desobediencia.

Porque la política no pasa solo por hacer demandas de derechos al Estado, sino que tiene que dar lugar a un mundo propio. De aquí se desprende también el reto de articular un proyecto con vocación universalista. Si no queremos estar subordinadas es porque queremos un mundo donde nadie tenga que estarlo. Desde este lugar, es posible cuestionar toda la organización social. Del mismo modo, nuestra preocupación por la situación de las mujeres no puede construirse al margen del cuestionamiento de la explotación y el sufrimiento de los hombres de clase trabajadora. Nos importa que no haya trata con fines de prostitución forzada, porque no queremos que exista ningún tipo de trabajo forzado. No creemos en la explotación reproductiva porque no queremos ningún tipo de explotación. Por tanto, ¿cómo construir a partir de la posición de subordinación de las mujeres una propuesta emancipadora asociada a un proyecto de carácter universal que también pueda hacer más fuerte nuestra lucha? Probablemente solo desde estos planteamientos podremos desmarcarnos del falso interclasismo feminista y avanzar en una agenda propia del feminismo de las de abajo que vaya más allá de las leyes de paridad y de las leyes penales, y que cortocircuite la apropiación de nuestra capacidad de enunciación política con el objetivo de gobernarnos mejor.

Otra de las dificultades a la hora de construir este feminismo de clase tiene que ver con la cuestión de la identidad. Partimos de que la identidad colectiva nos constituye y es algo imprescindible en las luchas, pero de una manera táctica y contextual, esto es, siempre que no quede esencializada y seamos capaces de pasar de la pregunta del «quiénes somos» al «quiénes podemos llegar a ser»; siempre que no se «corporativice» y nos quedemos ancladas en demandas parciales; es decir, siempre que no se convierta en una barrera a la hora de establecer frentes amplios que nos permitan generar organizaciones colectivas, espacios de apoyo mutuo y los conflictos necesarios para avanzar.

La «liberación» de algunas mujeres de clase media se hace a costa de otras que son explotadas en las tareas de reproducción social

El problema de las demandas parciales es, como hemos visto, que los intereses de una determinada capa social se identifican como «los intereses de todas», pero también que con demandas parciales solo conseguiremos mejoras parciales para ciertos grupos. Muchas veces además, estos se corresponden con políticas de integración de determinadas minorías o capas sociales y no con conquistas que puedan dar lugar a avances para quienes están más oprimidas, o incluso para una mayoría de mujeres. Tal y como hemos avanzado, la «liberación» de algunas mujeres de clase media se hace a costa de otras que son explotadas en las tareas de reproducción social.

Además, tenemos un reto enorme a la hora de imaginar líneas políticas y propuestas que se desmarquen frontalmente del clima punitivista imperante. El feminismo no debería quedar atrapado en la cuestión sexual cuando no hay una mirada de clase, centrar nuestras luchas en la cuestión de la violencia, si no forman parte de un proceso de transformación más amplio, nos enreda en debates que nos despotencian. Estas luchas pueden acabar incluso siendo instrumentalizadas para la aprobación de leyes que van en contra de nuestros objetivos. El feminismo antipunitivo pone el foco en eliminar aquello que causa violencia y busca alternativas al modelo existente, acordando y fortaleciendo otras formas de comprender y practicar la justicia. La justicia transformativa no consiste únicamente en reparar el daño que la violencia ha causado a la víctima, sino en influir sobre las condiciones (materiales y simbólicas, culturales, sociales, políticas, económicas…) que han posibilitado la violencia misma, con el fin de transformarlas. Esto implica un cuestionamiento de la cárcel y la cultura del castigo, pero también de las condiciones de vida. Un objetivo prioritario debería ser pues la mejora de la autonomía económica de las mujeres —sobre todo de las que más lo necesitan—, en tanto aquí convergen la lucha contra las violencias y contra la opresión. Ampliar esta autonomía posibilita tener más posibilidades de huir de la situación de violencia o enfrentarla con mayor capacidad, también incrementa las posibilidades de organización y de impulsar nuestras luchas contra la propia violencia del sistema. Tendríamos que apuntar así a las políticas de vivienda, de redistribución de la renta, de ampliación de la democracia e incluso de protección de los derechos civiles, como es el caso de la impugnación de la llamada ley mordaza.

Esperamos que este artículo forme parte de un camino que nos permita generar debates colectivos donde poder elaborar líneas estratégicas y organizativas de un feminismo de clase.

Esperamos que este artículo forme parte de un camino que nos permita generar debates colectivos donde poder elaborar líneas estratégicas y organizativas de un feminismo de clase. Por supuesto, sin miedo a criticar al feminismo de clase media ni a las políticas gubernamentales, porque la fuerza que hemos conseguido priorizando la unidad se ha demostrado inútil en tanto buena parte del movimiento, cooptado por arriba, prioriza hoy demandas que no son las centrales para la mayoría y que incluso se vuelven en nuestra contra esencializando imágenes victimizadoras que no ayudan a nuestra emancipación. Pongamos en el centro nuestras condiciones materiales e imaginemos luchas y estructuras colectivas que desafíen la división sexual e internacional del trabajo

  1. Señalamos estos límites como tendencias generales, pero queremos destacar que este texto está escrito desde Madrid y que por tanto no puede ni pretende reflejar los diferentes procesos de institucionalización de los movimientos feministas que se puedan dar en las distintas partes del Estado, así como tampoco los procesos de resistencia a la misma por parte de los movimientos de base. ↩︎
  2. Hablamos de internacionalismo feminista o de feminismos globales en la medida en que en contextos políticos muy diferentes las movilizaciones feministas han alcanzado un poder de influencia política significativo. Este poder de interpelación se tradujo, por ejemplo, en la capacidad de arrancar derechos como la legalización del aborto en Argentina en diciembre de 2020. Igualmente se convocaron manifestaciones multitudinarias contra candidaturas presidenciales de corte radicalmente reaccionario, como el movimientos #EleNão en Brasil en 2018 o las Marchas de Mujeres organizadas en diferentes países a partir de la victoria electoral de Trump en 2017. De hecho, en algunos de estos lugares como Brasil o Polonia, las movilizaciones feministas adquirieron gran transversalidad y se convirtieron en el punto más visible de oposición a los regímenes autoritarios imperantes. Estos feminismos también lucharon por avances legislativos en la libertad sexual de las mujeres y consiguieron poner el foco político y social sobre las agresiones sexuales y los feminicidios, así como reclamar el espacio público —como el #MeetToSleep en la India o el movimientos #NiUnaMenos desde 2016 en México—. Para profundizar sobre esta cuestión véase, por ejemplo, Gago, Malo de Molina y Caballero (eds.), Internacional feminista. Lucha en los territorios contra el neoliberalismo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2020. ↩︎
  3. Para un desarrollo de esta perspectiva véase Raquel Gutiérrez Aguilar, «Rebelión feminista, horizontes de transformación y amenazas fascistas en América Latina» en Vimeo, s./f., https://vimeo.com/366604329. Sobre la relación entre el proceso de globalización capitalista, el nuevo proceso de acumulación por desposesión y la escalada histórica de la violencia contra las mujeres, véase S. Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Madrid, Traficantes de Sueños, 2004 o M. Mies, Patriarcado y acumulación a escala global, Madrid, Traficantes de Sueños, 2019, p. 95. ↩︎
  4. Entendemos que la posición femenina en el orden de género puede estar ocupada tanto por mujeres cis, como trans, y en ocasiones, también por determinadas expresiones de las disidencias sexuales. ↩︎
  5. Véase por ejemplo el argumentario de la Comisión Feminista del 8M de Madrid. ¿Qué quiere el movimiento feminista? Reivindicaciones y razones, Madrid, Traficantes de Sueños, 2019. ↩︎
  6. Entre muchas otras que podrían figurar aquí, destacamos: el manifiesto del Combahee River Collective (1982); Hazel Carby, «¡Mujeres blancas, escuchad! El feminismo negro y los límites de la hermandad femenina» en Jabardo (ed.), Feminismos negros. Una antología, Traficantes de Sueños, 2012 [1982]; bell hooks, Teoría feminista: de los márgenes al centro, Madrid, Traficantes de Sueños, 2020 [1984]; Angela Davis, Mujeres, raza y clase, Madrid, Akal, 2004; Ana de Miguel y Rosalía Romero (ed.), Feminismo y socialismo. Antología Flora Tristán, Madrid, Catarata, 2022; Emma Goldman, Feminismo y anarquismo, Madrid, Enclave de Libros, 2017. ↩︎
  7. Se llama feminismo cultural al resultado de la evolución del feminismo radical de las décadas de 1960 y 1970. Este feminismo dejó atrás el contenido de liberación sexual y las reivindicaciones relacionadas con la reproducción social del feminismo radical, para centrarse únicamente en la cuestión sexual como opresión, desde posicionamientos netamente conservadores. Hoy buena parte de las que se reivindican como seguidoras de las radicales han derivado en un feminismo de carácter esencialista o identitario, que les sirve para oponerse a los derechos de las personas trans o de las trabajadoras sexuales y que llega a cuestionar la revolución sexual como un logro «que solo sirve a los hombres». Para ampliar estas ideas véase por ejemplo Paloma Uría, El feminismo que no llegó al poder: Trayectoria de un feminismo crítico, Donostia, Thalasa, 2009 o R. Osborne, La construcción sexual de la realidad, Madrid, Cátedra, 2002. ↩︎
  8. Respecto a las medidas gubernamentales queremos destacar algunos avances como la ley de autodeterminación de género o ley trans o la nueva Ley del Aborto que incluye mejoras en la salud sexual y reproductiva como es la reducción a los 16 años de la edad para decidir abortar. Cabría citar también la subida del Salario Mínimo Interprofesional que, aunque no podemos decir que haya sido expuesta como un avance feminista, es una medida que favorece a las mujeres de bajos salarios. ↩︎
  9. Real Decreto Ley 16/2022, para la mejora de las condiciones de trabajo y de Seguridad Social de las personas trabajadoras al servicio del hogar. ↩︎
  10. En la Administración pública española, por ejemplo, si bien existe ya una mayoría de mujeres (el 57,7 %), su número disminuye a medida que se asciende de categoría profesional. Así, mientras las mujeres ocupan de forma mayoritaria los puestos de auxiliares y personal de servicio, solo representan el 37,8% entre los altos cargos y las direcciones. Esta misma desigualdad se repite en la carrera judicial donde las mujeres ya son mayoría entre los jueces (el 54 %) pero aún son minoría en casi todos los estratos superiores: 12,34 % en el Tribunal Supremo, 34,5 % en las Audiencias Provinciales o 44,4 % en la Audiencia Nacional. La misma situación se produce en la carrera sanitaria, con un 54,2% de mujeres entre los médicos colegiados y solo un 32,7 % entre los cargos directivos en el sistema público de salud en España. La universidad no arroja resultados diferentes. Así, aunque en la actualidad la mayor parte de las alumnas son mujeres y sus resultados académicos son mejores que los de los hombres, solo un 26 % de ellas son catedráticas. Esta desigualdad de poder es mucho más acusada en el sector privado, sobre todo en los consejos de administración y en la alta dirección de empresas, donde las mujeres solo ocupan el 27,7 % de los cargos según un informe de la Comisión Nacional del Mercado de Valores del 2021. ↩︎
  11. Aunque utilizamos el concepto de crisis de los cuidados, tal y como se ha generalizado en la última década, entendemos que los cuidados —la reproducción social— siempre ha estado en crisis bajo el capitalismo. Este no sería, por tanto, un fenómeno nuevo que tiene como principal causa la entrada de las mujeres —de clase media— en el mercado laboral a partir de las décadas de 1960 y 1970, según la caracterización habitual. ↩︎
  12. «Cuidados globalizados», en Precarias a la Deriva, A la deriva. Por los circuitos de la precariedad femenina, Madrid, Traficantes de Sueños, 2004, pp. 217-248. ↩︎
  13. Datos extraídos del informe «Esenciales y sin derechos. O cómo implementar el Convenio 189 de la OIT para las trabajadoras del hogar», de marzo de 2021, disponible on line. ↩︎
  14. «La Comunidad de Madrid aprueba nuevas ayudas directas para contratar personas empleadas de hogar y facilitar la conciliación», Portal de la Comunidad de Madrid, 30 de mayo de 2023. ↩︎
  15. Se puede aquí nombrar el trabajo de Sara Farris sobre las mujeres musulmanas. Farris ha estudiado extensamente la alianza que se produce en Europa entre neoliberales, extrema derecha y feministas de Estado (que ella denomina «feminacionalismo») en el uso de estereotipos racistas sexualizados sobre las «culturas no occidentales». El mínimo común de esta alianza reside en animar a estas mujeres racializadas, entendidas como víctimas, a abandonar sus «culturas patriarcales» y abrazar el empleo asalariado en el sector infrarremunerado de los trabajos de limpieza y cuidados. Este tipo de posiciones engancha con una larga tradición del feminismo europeo, que ha entendido el trabajo asalariado como liberador, trasponiendo esta asunción a las migrantes, al tiempo que las empuja a los trabajos mal retribuidos, que vienen precisamente a cubrir la salida de las profesionales al mercado laboral. Todo ello viene facilitado mediante políticas migratorias neoliberales de regularización e integración, así como de empleabilidad que, de facto, exigen la formación y puesta a disposición de las mujeres extranjeras en este sector. ↩︎
  16. A este trabajo de reconversión se dedican las llamadas «industrias del rescate». La antropóloga Laura Agustín acuñó la expresión «industria del rescate» hace más de una década, con el fin de «resaltar el desarrollo de un sector social y económico que prolifera en proyectos no solo de carácter caritativo sino gubernamental, policial, médico, psicológico y comercial. Tiene ramas educativas y jurídicas. Algunos gobiernos tienen departamentos dedicados al problema. Provee muchos miles de empleos en todas partes del mundo y ha creado un sinfín de expertas y expertos en la materia» y, sin embargo, «ha continuado durante 200 años sin que la situación de la prostituta misma mejorara». Véase Laura M. Agustín, Sexo y marginalidad. Emigración, mercado de trabajo e industria del rescate, Madrid, Editorial Popular, 2009. ↩︎
  17. La ley presentada por el Ministerio de Igualdad de la mano de Unidas Podemos unificaba los antiguos delitos de abuso —sin violencia— y agresión —con violencia o intimidación— en un solo tipo penal. Muchos juristas advirtieron de que esta unificación otorgaba más poder a los jueces a la hora de imponer penas y disponer de mayor discrecionalidad. Esto se debía a que en el mismo tipo penal entraban ahora actos muy dispares —desde tocar el culo en un bus a violar a punta de cuchillo—. En conjunto, la ley podía dar lugar a mayor arbitrariedad, de tal modo que se impusiesen penas más altas o bajas por el mismo hecho, según fuera el perpetrador. En cualquier caso, es cierto que la reforma rebajó algunas de las penas mínimas y dio lugar a algunas revisiones de condena. Estas, a su vez, fueron instrumentalizadas por la derecha y los medios de comunicación para atacar al gobierno y crear alarma social. Finalmente, la ley fue reformada a propuesta del PSOE recuperando parte de la estructura anterior, aunque con diferentes denominaciones. Las penas previstas siguen siendo tan elevadas como antes. ↩︎
  18. La justicia restaurativa es una forma de resolución de conflictos basada en el diálogo, el acuerdo y la reparación del daño causado. Uno de sus métodos más conocidos es la mediación, que ofrece a víctimas y autores de los delitos un espacio de encuentro voluntario —físico o a través de mediadores profesionales— donde poder conversar. En ocasiones, esta mediación se puede utilizar por parte de la justicia ordinaria, en forma de acuerdos que pueden ser tenidos en cuenta por los jueces. También pueden darse después del proceso judicial, independientemente de que haya sentencia condenatoria o no, siempre que ambas partes estén de acuerdo en participar. ↩︎
  19. Existe una extensa bibliografía sobre el sistema penal y carcelario, que va desde el libro ya clásico de Foucault, Vigilar y castigar, a todo lo producido por el movimientos abolicionista de las cárceles en Estados Unidos. Estos trabajos señalan que el objetivo del sistema penal y penitenciario no es evitar la comisión de delitos, sino (en términos muy simplificados) poner a producir a la población en los canales establecidos para ello, al tiempo que se encierra a aquellos más reacios. En estos tiempos de convivencia del Estado con los aparatos criminales, esta lectura se confirma y refuerza, tal y como han destacado algunas activistas latinoamericanas cuando se refieren al sistema penal como un artefacto de control, pero también de eliminación física de población no deseada, así como de producción de beneficios económicos mediante la externalización estatal. ↩︎
  20. Una parte del feminismo crítico con el sistema penal ha incidido también en la representación que la propia ley establece sobre las mujeres que han sufrido una agresión. Estas son presentadas como víctimas, esencializadas como débiles e incapaces de proteger o negociar sus propios intereses. Como se ha señalado, la ley prohíbe los procesos de mediación a imagen de la ley integral de violencia de género del año 2004. También se obvia aquí la cuestión de clase y las consecuencias de los procesos de racialización, ya que muchas mujeres no pueden prescindir de esas negociaciones, en la misma medida en que necesitan seguir formando parte de su comunidad con el fin de protegerse del racismo o la violencia institucional y policial. Para un desarrollo de esta crítica, véase por ejemplo Laura Macaya, «El antipunitivismo es más favorable para las víctimas», ctxt.es, 27 de noviembre de 2022. ↩︎
  21. Podríamos así hablar del proceso de institucionalización de la oleada feminista de las décadas de 1960 y 1970, en lo que se llamó la «Década de la Mujer de la ONU» (1976-1985). En esos años, las campañas de sensibilización y «desarrollo» de las mujeres se multiplicaron por todo el «Tercer Mundo», pagadas por diversos organismos internacionales y desplegadas por las ONG, que se multiplicaron en paralelo a la represión y crisis de la militancia de los años setenta. Este proceso de onegeización, y en particular su vertiente neocolonial y neoliberal, ha sido analizado por distintas activistas, véase por ejemplo Graciela Toro, La pobreza: un gran negocio, La Paz, Mujeres Creando, 2010 y S. Watkins, «Qué feminismos» en New Left Review, núm. 134, 2018. ↩︎
  22. Frente al tópico sobre el 15M que dice que el feminismo fue rechazado frontalmente en las plazas, en realidad fue la tradición política que más presencia tuvo en aquellas movilizaciones. Las comisiones de feminismos estuvieron entre los espacios más potentes y perdurables del 15M. Estas consiguieron conectar las enseñanzas de este movimiento con la nueva revuelta. Ese sustrato permaneció y se potenció en los años posteriores —sobre todo como reacción a los intentos de reforma de la ley del aborto de Gallardón—. Este legado, sumado tanto a luchas históricas como a factores nuevos, daría lugar a la eclosión posterior del movimiento feminista. ↩︎
  23. Por ejemplo, a la negativa de Sumar (el nuevo partido que quiere ser hegemónico dentro de la confluencia de los principales sectores a la izquierda del PSOE) a incluir a Irene Montero en las listas electorales para las elecciones de julio de 2023, Podemos respondió tratando de identificar a Montero con el propio movimiento feminista. El rechazo de la ministra aparecía así como un rechazo a las políticas feministas. La disputa funcionaba, una vez más, en clave de competición interna de los espacios políticos y de visibilidad entre los líderes respectivos. ↩︎
  24. Así se pudo ver en la celebración del Encuentro Feminista organizado por el Ministerio de Igualdad en Madrid en febrero de 2023, que muchas vivieron como un espacio de «debate» feminista, cuando no dejaba de ser un ejercicio de autolegitimación del propio Ministerio y de la figura de la ministra, Irene Montero, de cara a la negociación de las listas en la confluencia con Sumar para las elecciones de julio del mismo año. Esta identificación se evidenció también en las concentraciones y manifiestos que fueron firmados en apoyo a la ley del solo sí es sí cuando estalló la citada polémica sobre la rebaja de penas. ↩︎

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