Mucha teoría y poca emancipación: un error

por | Ene 29, 2025 | Análisis, Cultura

Los intereses económicos se han acabado imponiendo en la Universidad de Goldsmiths, una institución que fue referente del pensamiento crítico y cultural europeo. ¿Qué nos dice esto de la relación entre la neoliberalización del conocimiento y la deriva identitaria e individualista del sector artístico?

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Goldsmiths, una universidad londinense de renombre se ha forjado una reputación como uno de los centros educativos más radicales y transgresores de la escena europea. Durante años, fue pionera en acoger e impulsar el pensamiento crítico, y logró reunir y formar a algunos de los pensadores, artistas y agentes culturales más influyentes de las últimas décadas. Entre sus filas destacaron académicos como Stuart Hall, Angela McRobbie, Sara Ahmed, Yuk Hui, Eyal Weizman, Paul Gilroy, Mark Fisher, David Graeber, Kodwo Eshun o François Vergès, por nombrar solo a unos pocos. También albergó a críticos de arte, artistas y agentes culturales como Irit Rogoff, Sarah Lucas, Blake Morrison, Liam Gillick, Gillian Wearing, Steve McQueen, Damon Albarn, Vivienne Westwood, Damien Hirst, Kae Tempest, o Yinka Shonibare. También es una universidad que está atravesando una profunda crisis de modelo y de valores.

La universidad como negocio empezaba a ganar claramente sobre la universidad como aprendizaje

Tras cinco largos años de conflictos laborales, huelgas, negociaciones y tensiones entre el equipo directivo, sindicatos y el claustro académico, el curso que comenzaba en otoño de 2024 lo hacía con un amargo sabor a derrota. Finalmente, los intereses económicos y corporativos se habían impuesto en una institución que, durante décadas, fue uno de los referentes más notables del pensamiento crítico y cultural en Europa. Una parte de Goldsmiths terminó claudicando, los despidos se sucedieron, los recortes se consolidaron, y el goteo constante de perfiles académicos que abandonaban silenciosamente la institución fue incesante. Solo en 2024 se realizaron 62 despidos de los 130 propuestos, y programas como el máster en Historia Queer fueron clausurados, mientras que el máster en Historia Negra quedó pospuesto indefinidamente. La administración marcó como objetivo reducir los presupuestos de todos los departamentos en un 15%, al tiempo que buscaba aumentar el número de estudiantes internacionales que pagaran una matrícula anual. La universidad como negocio empezaba a ganar claramente sobre la universidad como aprendizaje.

En los museos y centros de arte europeos, donde los debates teóricos parecen haberse convertido en el fin último, eclipsando en ocasiones a las propias prácticas creativas

La legitimidad de Goldsmiths se había construido sobre su capacidad para formar generaciones de creadores capaces de integrar teoría y práctica, siendo un espacio fértil para el intercambio interdisciplinar. Estudiantes de arte, teatro o literatura podían participar en debates y asistir a asignaturas de filosofía contemporánea, sociología, antropología y pensamiento crítico, mientras que seminarios teóricos acogían a artistas y agentes culturales que sumaban así nuevos registros y lenguajes. Con esto la teoría empezó a habitar nuevos contextos y espacios. Ha sido tan importante el efecto Goldsmiths que lo que antes era un modelo admirado de transdisciplinariedad ha derivado en una estética hegemónica en los museos y centros de arte europeos, donde los debates teóricos parecen haberse convertido en el fin último, eclipsando en ocasiones a las propias prácticas creativas. Ya no se acepta la práctica sin teoría; exposición, sin su respectivo seminario; proyecto, sin discurso.

La progresiva privatización de universidades y centros educativos no es un fenómeno aislado. En las últimas décadas, la entrada de intereses privados y la progresiva integración de los intereses financieros en espacios educativos ha terminado por imponerse como modelo de futuro. De forma concreta, en el Reino Unido esto se vio agravado tras los recortes del gobierno conservador a las universidades públicas y de forma más específica, a centros que impartían ciencias sociales, artes o humanidades. Por otra parte, los avisos de que la teoría crítica estaba empezando a perder capacidad transformadora tampoco son nuevos. Ya en 2004 Bruno Latour se mostraba muy crítico con la profesionalización de la teoría crítica y su incapacidad para tener impacto más allá del entorno académico. En ese sentido, esta doble dinámica, la neoliberalización de las instituciones y el repliegue de la teoría sobre sí misma es un fenómeno que se viene dando desde hace tiempo. Goldsmiths constituye tan sólo un ejemplo llamativo, puesto que, durante muchos años, ha sido el buque insignia de la teoría crítica contemporánea.

La tensión entre lo que se dice y lo que se hace

Theodor Adorno y Max Horkheimer, en su célebre crítica a la industria cultural, afirmaban que la verdadera política de la cultura residía en el modelo productivo que la sustentaba, más que en los mensajes de sus productos. Algo similar ha ocurrido con Goldsmiths: mientras el foco estaba puesto en los contenidos críticos que surgían de sus aulas -como el realismo especulativo, la ontología orientada a objetos, la arquitectura forense o los estudios decoloniales, feministas y queer-, en las sombras se consolidaba una política de precarización laboral, recortes presupuestarios y mercantilización. Paradójicamente, cuanto más radical parecía Goldsmiths desde fuera, más neoliberal se volvía desde dentro. Los debates y análisis teóricos más sofisticados pasaban de espaldas a la institución en los que tenían lugar. Fondo y forma se iban distanciando paulatinamente.

Ha sido tan grande el distanciamiento y las contradicciones entre lo que enunciaba y el funcionamiento real de la universidad, que al final ha terminado por romperse cualquier atisbo de coherencia

Un artículo aparecido en noviembre de 2024 concluía con una poderosa imagen. Tras la muerte de Mark Fisher, los estudiantes realizaron un mural conmemorativo con una de sus frases: «la política emancipatoria nos pide que destruyamos la apariencia de todo ‘orden natural’, que revelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se revele accesible». En la actualidad se encuentra ocultado en parte por los buzones que ha instalado Amazon. Y es que la tensión entre los discursos y posicionamientos críticos que ha promovido la institución, poco tienen que ver con el modelo económico y las condiciones materiales que la sustentan. Ha sido tan grande el distanciamiento y las contradicciones entre lo que enunciaba y el funcionamiento real de la universidad, que al final ha terminado por romperse cualquier atisbo de coherencia.

Es en este contexto en el que es importante preguntarse para qué sirve en la actualidad la teoría crítica y hasta qué punto su proliferación y transformación en un producto de consumo general ha contribuido a que poco a poco haya perdido su capacidad de transformar o poner en crisis las instituciones y los modelos económicos sobre los que se sustenta. Hasta qué punto es útil una forma de pensamiento que permite disociar lo que se dice de lo que se hace.

Cuando no se puede pegar hacia arriba

La teoría se está convirtiendo en una suerte de atributo unipersonal, una propiedad privada de la persona

El entorno académico no es el único entorno en el que la teoría crítica anda desnortada. Paradójicamente, hoy resulta difícil encontrar un sector económico en el que la teoría crítica sea tan preponderante y a la vez en el que la brecha entre los discursos que se enuncian y la realidad de su funcionamiento sea tan amplia como en el sector artístico. Es llamativo cómo en este entorno, la teoría está sucumbiendo a un proceso de privatización ligeramente distinto al descrito hasta ahora. La teoría se está convirtiendo en una suerte de atributo unipersonal, una propiedad privada de la persona.

No es ningún secreto que este sector se encuentra completamente subordinado a intereses financieros, inmobiliarios y corporativos, y ha asumido sin reservas su rol como productor de objetos de lujo destinados a un coleccionismo exclusivo, accesible únicamente para una élite desvinculada de quienes los crean. Además, es cómplice, aunque sea por omisión, de grandes planes de urbanismo y rediseño urbano que priorizan la implementación de museos y centros de arte, desplazando así a los habitantes originales de ciertos barrios.

El sector artístico y cultural, en términos generales, es profundamente clasista y está sostenido por una red de intereses financieros y corporativos

Asimismo, el sector ha normalizado que muchas de sus instituciones estén dirigidas por patronatos anacrónicos, integrados por miembros de familias con apellidos notables y linajes burgueses. Las prácticas de contratación en estas instituciones suelen ser alegales, y las condiciones laborales del sector, en general, se sustentan en la explotación y precarización de los trabajadores. La desigualdad entre la visibilidad y el capital simbólico que pueden alcanzar los artistas y creadores, y las precarias condiciones materiales en las que sustentan sus vidas, es tan marcada que las personas provenientes de entornos humildes son una rareza en este ámbito. Por mucho que cueste aceptarlo, pese a ser el portavoz principal de teorías críticas y supuestos mensajes políticos, el sector artístico y cultural, en términos generales, es profundamente clasista y está sostenido por una red de intereses financieros y corporativos.

Precisamente son tan evidentes y aplastantes las condiciones estructurales que dominan el sector artístico que no resulta sorprendente que en lugar de confrontar y transformar estas condiciones, artistas y creativos han tendido a volcarse hacia sí mismos, abandonando la política que nos articula en torno a horizontes de emancipación colectiva, para dedicarse a las políticas de lo personal y de lo íntimo. Ante la magnitud del «enemigo externo», parece más sencillo buscar o fabricar un enemigo disponible, a menudo en el propio entorno cercano. Esta dinámica explica, en parte, por qué el realismo pesimista que ha impregnado el sector ha dado lugar a un aumento de conflictos y acusaciones entre los propios agentes culturales en vez de servir de detonante para enfrentarse a las causas del malestar colectivo. Siempre es más fácil apuntar hacia abajo que pegar hacia arriba. En un curioso ejercicio de transmutación la teoría crítica ha pasado de ser una herramienta destinada al análisis de las estructuras que condicionan la vida colectiva con el objetivo de transformarlas, para pasar a ser un asidero identitario que valida y legitima el malestar particular.

Cuando se abandona el deseo de luchar por erradicar las desigualdades estructurales, el único refugio que queda es lo íntimo, lo personal o lo abstracto

De forma paralela, frente a la desmovilización y falta de conexión del sector artístico con otros movimientos políticos, los debates y propuestas de la teoría crítica han terminado por transformarse en propuestas formales o contenidos. En ningún otro ámbito social se observan tantos discursos y artefactos que versan sobre género, decolonialidad, precariedad, extractivismo, disidencias sexuales o neoliberalismo, al tiempo que se encuentran tan pocas organizaciones o estructuras dedicadas a transformar colectivamente esos ejes de opresión. Se ha puesto un exceso de énfasis en trabajar en lo simbólico olvidando completamente la dimensión material de las desigualdades (cuando ambas dimensiones coexisten y se refuerzan entre sí). Esta desconexión ha desplazado la política del ámbito colectivo al terreno individual. Conceptos, enfoques y teorías que debían conducir a la emancipación se leen y articulan en clave moralista. No resulta extraño que en este tipo de contextos la lista de posibles agravios sea interminable, de la misma forma que proliferan los conflictos interpersonales, que, como ha desarrollado con acierto Laura Macaya, no son siempre sinónimo de abuso.

La doble privatización de la teoría

Así, el sector, aunque haya desarrollado léxicos muy sofisticados y contribuido a popularizar discursos en torno a la importancia de los cuidados, la comunidad y los vínculos, se presenta como un entorno hostil en el que los ataques y las acusaciones son la norma, y la acumulación de visibilidad se logra con frecuencia desprestigiando a los demás. Cuando se abandona el deseo de luchar por erradicar las desigualdades estructurales, el único refugio que queda es lo íntimo, lo personal o lo abstracto. Así, nuestras instituciones y organizaciones culturales se van desmoronando desde dentro; capaces de articular los discursos más sofisticados, se muestran completamente incapaces de transformar los modelos productivos sobre los que se sustentan. Y mientras las comunidades creativas se consumen en conflictos internos, el poder financiero, los intereses inmobiliarios y las políticas reaccionarias no hacen sino consolidarse y expandirse. Pensar y hacer parecen haberse divorciado, mientras la militancia se vacía y los activismos unipersonales proliferan. El pensamiento crítico se ha encerrado en sí mismo, se ha vuelto un asunto privado, del mismo modo en que lo hicieron en su día el arte autónomo o las prácticas estéticas intimistas.

Como si de una extraña colección de medallas se tratara, hay que mostrar que uno es anticolonial, antiespecista, anticapacitista, antichovinista, antiesencialista, etc. A la par es importante señalar quien no lo es.

En este clima de desafección y repliegue hacia lo íntimo, la desarticulación entre modelos de producción y contenidos está a la orden del día. Y cuando todas las acciones se someten a lógicas de visibilidad, reconocimiento público, captación de likes y se ponen al servicio de la acumulación incesante de capital simbólico; la teoría crítica deja de ser una herramienta de emancipación colectiva para transformarse en una suerte de capital identitario. En este contexto la teoría se privatiza, se individualiza y se transforma en un indicador de valor público. Hay que tenerla, hay que manifestarla, hay que exhibirla, pese a que hacerlo no conduzca a cambiar modos de hacer. Como si de una extraña colección de medallas se tratara, hay que mostrar en público que uno es anticolonial, antiespecista, anticapacitista, antichovinista, antiesencialista, etc. A la par es importante, en un gesto de virtuosismo público, señalar quien no lo es. Así la capacidad crítica se va transformando en una suerte de cualidad personal y no en el elemento que desvela injusticias, desigualdades o formas de opresión. Es una forma diferente de privatización, en este caso, lo común se hace particular. Las luchas identitarias, tan relevantes y necesarias históricamente, se acaban transformando en identitarismos. Bajo la guisa de la crítica se acaban legitimando posturas individualistas, punitivas y neoreaccionarias. Así, la teoría crítica está sucumbiendo a un doble proceso de privatización. Por un lado, se está transformado en contenidos, en objeto de mercado con el que ha aprendido a convivir. Por otro lado, se ha transformado en capital humano. En signo de distinción. En un rasgo particular de la identidad de las personas que compiten entre ellas para demostrar que son las que más legitimidad tienen para sostener el bastión del pensamiento crítico.

A tu calle le sobra teoría

Los piquetes han desaparecido de la entrada del edificio central de Goldsmiths que curiosamente lleva el nombre de uno de los precursores de los Estudios Culturales, Richard Hoggart. La batalla laboral parece perdida. El profesorado que no ha sido despedido busca con resignación otras universidades en las que el pensamiento crítico no esté completamente doblegado frente a los intereses comerciales. Y es que la crisis de la teoría llega en mal momento. Con la extrema derecha rearmándose, con un sistema inmobiliario más voraz que nunca y una crisis climática sin paragón que enseña sus uñas y dientes. Llega en un momento en el que las prácticas simbólicas y las prácticas materiales deberían estar firmemente alineadas y no terminan de estarlo. Un momento en el que hay que tener cuidado para que las críticas a la izquierda no sirvan para alimentar el rojipardismo o los movimientos reaccionarios que nos rodean por doquier. Y aun así, es importante preguntarnos qué podemos hacer con la teoría crítica y sus legados y si es posible liberar la crítica de la lucha particular, para volver a articularla con lo colectivo; si lo que tenemos delante es un problema de mal uso o si realmente a estas alturas es inevitable asumir la relación tóxica en la que han entrado teoría y práctica. Es lícito preguntarse si es la hora de pedir una tregua, recalibrar nuestras armas, y volver a apuntar hacia arriba. Es el momento de reconsiderar si tiene sentido seguir utilizando una herramienta diseñada para evidenciar las injusticias inscritas en los sistemas sociales para evaluar la conducta individual de las personas.

¿Cómo pueden las prácticas artísticas y culturales ayudar a conjurar horizontes de emancipación y no acabar siendo los guardianes de la moral contemporánea?

Y frente a esta desvirtuación de la teoría, y siguiendo la pregunta que nos lanzaba Mark Fisher, es importante interrogarnos también sobre ¿cómo articular las prácticas creativas con formas de pensamiento que conduzcan a la emancipación?¿Cómo lograr que la estética sea una preocupación de la política y la política un eje que articule la estética? ¿Cómo volver a pensar, a crear y a pelear colectivamente por vidas más justas sin entrar en lógicas de visibilidad, representación y captación de seguidores?¿Cómo pueden las prácticas artísticas y culturales ayudar a conjurar horizontes de emancipación y no acabar siendo los guardianes de la moral contemporánea? Sin duda, debates de calado a los que en la actualidad no debería ser ajena cualquier organización cultural, artística o educativa preocupada por la equidad, la justicia o la transformación ecosocial.

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