Este texto es un extracto del artículo “Crisis y luchas a escala europea: internacionalismo y ecologismo social frente al capitalismo verde militar”, publicado en nuestra revista en papel: Cuadernos de Estrategia, núm. 2, 2024.
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La clave de bóveda de la salida europea de la crisis, en la década anterior, fue la adopción de políticas de austeridad. Consistió, como es conocido, en tirar del mismo guión que orientó las reformas neoliberales en la UE durante los últimos cuarenta años: flexibilización, privatización, mercantilización, socialización de pérdidas empresariales, contracción del gasto social. Y así la deuda, como en tantas otras crisis precedentes en las regiones periféricas, se volvió una forma de gobierno. «No debemos, no pagamos» fue el lema de los movimientos que exigían auditorías ciudadanas y se manifestaban frente al pago de la deuda ilegítima, que justamente en sentido contrario terminó adquiriendo rango constitucional.
Los años inmediatamente posteriores al crash global trajeron a Europa el volteo del sistema de partidos y el auge de los estallidos sociales, al alimón de las primaveras árabes. Del 15-M a la rebelión de los chalecos amarillos, del colapso de casi toda la socialdemocracia europea al gobierno de Syriza en Grecia, en buena parte del continente se reprodujeron las movilizaciones para enfrentar las imposiciones de las instituciones financieras. Cada experiencia tuvo sus propias características y recorrido —hasta llegar en la provincia España al «gobierno más progresista de la historia»—, pero cuando llegó la pandemia y se produjo la ruptura de las cadenas globales de valor y el frenazo de la economía mundial, la respuesta de los grandes poderes económico-financieros cambió el paso. En un giro de la Unión sobre sí misma, las políticas monetarias expansivas y el endeudamiento masivo aparecieron como los vectores clave para una salida neokeynesiana de la crisis que prometía «no dejar a nadie atrás».
Los techos de gasto y las limitaciones al déficit público, que habían sido intocables en la década anterior y operaron como una camisa de fuerza para doblegar a los «gobiernos del cambio», se dejaron en standby. La inyección masiva de fondos públicos al sector privado, que ya había tenido lugar en la década de 2010 con los programas de compra de deuda del BCE, se reactivó a toda máquina mediante las subvenciones de costes laborales y el despliegue de un amplio abanico de mecanismos estatales de rescate. Al principio, los recortes sociales se aplazaron, para aplicarse en diferido bajo formas de condicionalidad aparentemente light, caso de querer optar a los fondos europeos. Las nuevas reglas fiscales, resultado de la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, fueron finalmente aprobadas este año… pero aún no han entrado en vigor. El ajuste estructural, la recuperación de las políticas austeritarias en formatos renovados, sobrevuela los pasillos de las instituciones europeas; el miedo a sus posibles consecuencias, visto lo visto, también.
Hasta la fecha, aprendiendo de sus propios errores, las potencias europeas han tratado de cargar masivamente los costes de la crisis no tanto sobre los hombros de las mayorías sociales —que han seguido sufriendo procesos de devaluación salarial y extracción de rentas— como sobre los presupuestos públicos (vía deuda). La subida de los tipos de interés, no en vano, ha supuesto el rescate invisible de la banca. Mientras se continuaba con el discurso oficial de la no-austeridad, el incremento de los precios del dinero y la inflación se han convertido en la forma de repercutir los costes de la crisis sobre las poblaciones, a mayor gloria de los grandes propietarios. En los dos últimos años los seis grandes bancos españoles han ganado 52.193 millones de euros; con el impuesto extraordinario sobre márgenes y comisiones, en este mismo periodo, apenas han pagado 1.109,8 millones (el 4,2 % de sus beneficios).
Para impulsar la «recuperación, transformación y resiliencia» del european model, los Estados centrales han asumido la posición de mando en el sostenimiento de la economía, pilotando la transición hacia los nuevos nichos de negocio verdes y digitales
Para impulsar la «recuperación, transformación y resiliencia» del european model, los Estados centrales han asumido la posición de mando en el sostenimiento de la economía, pilotando la transición hacia los nuevos nichos de negocio verdes y digitales de la mano del capital transnacional. Los fondos Next Generation han sido la punta de lanza de un extenso paquete de subvenciones públicas destinadas al rescate de las grandes empresas. En el caso español, se trata de 140.000 millones de euros movilizados desde el sector público —mitad ayudas reembolsables, mitad préstamos condicionados—, que se han configurado como una potente inyección dirigida a sostener las cuentas de resultados de las grandes corporaciones. Las empresas españolas han recibido así el 47 % del presupuesto destinado a amortiguar los impactos de la crisis; si se suman las ayudas indirectas, la cifra asciende hasta el 68 % de la financiación pública. Hoy de nuevo, como escribía Miren Etxezarreta hace treinta años, «se concede toda la prioridad al capital privado como eje de la recuperación económica».
Parecería que el neoliberalismo hizo crack y que estuviéramos ante un retorno de la preeminencia del poder político sobre el poder económico, cuando la realidad es que los Estados centrales siempre han entrelazado sus intereses con los de las grandes corporaciones. Aquí y ahora, en la prolongada crisis estructural del capitalismo global, los aparatos estatales aparecen como la única posibilidad de salvación para el capital transnacional. El Estado, además de para seguir reforzando la arquitectura jurídica de la impunidad, se ha vuelto imprescindible para que no se venga abajo todo el andamiaje económico-financiero.
Gobernar la crisis
La pregunta fundamental, pospuesta por el momento la austeridad como botón nuclear para la resolución de la crisis económica ante el riesgo de estallidos sociales —no hay más que ver cómo los gobiernos se echaron atrás después de anunciar nuevos peajes en las carreteras o la eliminación de subvenciones al transporte público—, es sobre quiénes (más) se van a hacer recaer los costes de la crisis. Y es que el auge de la islamofobia y el racismo en Europa, más allá del eslogan «que viene la extrema derecha», con el que en las últimas campañas electorales ha tratado de difuminarse el hecho de que tanto progresistas como conservadores han llevado a cabo las mismas políticas en materia de defensa y migraciones, representa el actual intento de recomposición capitalista mediante un desplazamiento hacia abajo de las responsabilidades. Se trata aquí, por tanto, de anticipar la posibilidad de que puedan prender discursos xenófobos y pogromos racistas como los que tuvieron lugar en Reino Unido en el verano de 2024.
La tríada militarización-fronteras-extractivismo, enfocada especialmente hacia la acción exterior en el marco de la readaptación geopolítica de la UE, tiene derivadas inmediatas en la política interior
La tríada militarización-fronteras-extractivismo, enfocada especialmente hacia la acción exterior en el marco de la readaptación geopolítica de la UE, tiene derivadas inmediatas en la política interior: criminalización del derecho a la protesta, profundización de la lógica belicista en la resolución de conflictos, privilegio de los derechos de propiedad, extensión de las zonas de sacrificio. La Unión Europea se vuelve un territorio fortificado y militarizado que todavía garantiza ciertos derechos —cada vez más menguantes en el marco de los procesos de privatización y desmontaje del Estado social—, si bien únicamente a la ciudadanía que dispone de pasaporte europeo y cierto estatus económico. Gobernar la crisis, al estilo de la Inglaterra de los años setenta, pasa entonces por establecer un contexto político, mediático y jurídico propicio para certificar el establecimiento de distintos derechos en función de distintas categorías de personas. Una vez afianzados socialmente los pánicos morales, «en un movimiento de pinza automático e inmediato, la presión moral popular desde abajo y el empuje de la restricción y el control desde arriba se producen juntos».
Los valores de la civilización occidental siempre se han construido sobre la violencia, la dominación y el saqueo; ahora, la excepcionalidad colonial se vuelve norma también en territorio europeo, aún con notables diferencias de forma o grado entre las regiones periféricas y centrales. La militarización social y el blindaje de fronteras abonan este paradigma, liderado por las extremas derechas hasta permear todo el arco político que va de Marlaska a Macron. El presidente Sánchez, en su viaje de finales de verano a Mauritania, Gambia y Senegal para cerrar acuerdos de migración circular y cooperación público-privada —eufemismos para fortalecer el control de la ruta canaria y la ampliación de los negocios de las grandes empresas españolas, todo ello en el marco del Global Gateway—, da por asumido que «es imprescindible el retorno de quienes llegan a España irregularmente». En Alemania, tras la victoria de la extrema derecha en las elecciones en los estados de Sajonia y Turingia, el gobierno federal de socialistas, verdes y liberales ha decidido saltarse el Tratado de Schengen y fortificar sus fronteras. En Francia, donde el nuevo ministro del Interior ha prometido «restablecer el orden» en «calles y fronteras», lo llaman lepenización de los espíritus. En España, el «problema de la inmigración» ha ascendido rápidamente hasta la primera posición en las preocupaciones declaradas por la población.
En el caso español, la extrema derecha no tiene un proyecto alternativo a la Unión Europea. Su única apuesta, en realidad, pasa por reforzar el cierre autoritario. Sus discursos críticos con el globalismo y la multiculturalidad, revestidos de menciones encendidas contra los «burócratas de Bruselas» y las «élites de Davos», al final no entran nunca en colisión con los consensos fundamentales del capitalismo europeo. Sus reivindicaciones de mayor soberanía se traducen en subvencionar las industrias fósiles y dejar intactos los privilegios de las oligarquías nacionales. Sus apelaciones a los obreros y a las clases populares contradicen su subordinación a los intereses patronales y la extracción social de sus propias filas. Lejos del Brexit o de demandas proteccionistas, su mayor exigencia al reposicionamiento geoestratégico de la Unión Europea, en la práctica, vendría a ser que se produjera todavía con más fuerza.
Del otro lado de la teatralización parlamentaria, el curso 2024-2025 ha comenzado con el PSOE poniendo las políticas de vivienda en el centro de sus discursos para tratar de hegemonizar en torno a sí todo el campo de la izquierda institucional. «Que la vivienda sea un derecho de todos y no el negocio de unos pocos», ha anunciado el gobierno auto-enmendando su relato habitual sobre los bienes de mercado. Reindustrialización, fiscalidad progresiva, ampliación del parque público de vivienda, reequilibrio de la relación turistas-residentes, reducción de la jornada laboral, lucha contra la desigualdad, fomento de la paz… En un contraataque a campo abierto frente a las movilizaciones sociales de los últimos tiempos, que van desde los movimientos de vivienda a las manifestaciones a favor de Palestina pasando por las protestas contra la turistificación, las grandes prioridades (formales) del gobierno para los próximos meses se revisten ahora de una honda preocupación social; y sin embargo alineadas con las prioridades estratégicas establecidas por la Comisión Europea más derechizada de la historia.
El rescate permanente impulsado por el Estado-empresa garantiza, a corto plazo, una escenario de cierta paz social. Sin poner en cuestión los intereses de los grandes propietarios y asegurando en todo momento los márgenes empresariales, el gobierno ha comprado tiempo por medio de un amplio abanico de resortes estatales: fondos europeos, apoyo a la economía productiva vía PERTE, ofertas de empleo público, revisión salarial del funcionariado, reducción del IVA, subvenciones a la gasolina y al transporte público, ingreso mínimo vital, bono social eléctrico, garantía de suministro de energía y agua a población vulnerable, etc. La flexibilización del sistema de pensiones para compatibilizar jubilación y empleo, el cambio del periodo de cómputo para el cálculo de la pensión o el blindaje de la indemnización por despido aparecen, en esta coyuntura, si acaso como los elementos pragmáticos necesarios para la recepción de los siguientes tramos de los Next Generation. Y, como ha sucedido con todo el proceso de elaboración y concesión de los fondos europeos, prácticamente no han recibido contestación de la izquierda parlamentaria.
La frustración por el cierre del ciclo 15M-Podemos, tan lejos de las expectativas generadas en su momento con el «asalto institucional», ha devenido en una suerte de impotencia social que es incapaz de quebrar los marcos neoliberales
Las perspectivas de los movimientos, por otra parte, se han imbuido en buena medida de esta lógica del mal menor. La frustración por el cierre del ciclo 15M-Podemos, tan lejos de las expectativas generadas en su momento con el «asalto institucional», ha devenido en una suerte de impotencia social que es incapaz de quebrar los marcos neoliberales (progresistas o reaccionarios) establecidos como consenso dominante. En el Estado español, y en tan solo una década, hemos pasado de aspirar a derribar el régimen del 78 a situarnos en una posición netamente defensiva basada en discernir entre el menor de los males posibles. La imaginación política, en el plano europeo, apenas si logra escapar de esta disyuntiva: ¿capitalismo verde o extrema derecha?
Ecologismo, internacionalismo
Es un lugar común que, efectivamente, se ha producido un desplazamiento hacia la derecha de todo el marco político post 15M. Así se constata, para empezar, con los temas sobre los que se han articulado las agendas de los movimientos. No es solo que se haya volatilizado el cuestionamiento estratégico del proyecto europeo, sino que el propio internacionalismo se ha ausentado de la acción colectiva. Las dos décadas precedentes al crash global mostraron un potente despliegue de las luchas a escala europea: de las plataformas contra la Europa del capital y la guerra (Yugoslavia, Kosovo, Irak) a las movilizaciones contra el Tratado de Maastricht y la Constitución Europea, del movimiento antiglobalización a las diferentes ediciones del Foro Social Europeo. Pero a partir del disciplinamiento de Grecia en 2015, con la excepción de las manifestaciones por la justicia climática, se produjo el repliegue hacia los marcos locales, nacionales y estatales. Y sin una reactivación de las luchas sociales a nivel internacional, con un terreno de juego económico tan transnacionalizado, no podrán afianzarse alternativas socioecológicas viables.
Al mismo tiempo, se ha producido una cierta moderación de las prácticas movimentistas. De un repertorio de acciones que habitualmente solía incluir la desobediencia civil, la acción directa no violenta y la confrontación radical con la institucionalidad, proveniente de una tradición que entronca con el antimilitarismo, el movimiento antiglobalización y las revueltas en las plazas, se ha pasado a un modo de intervención que privilegia sobre todo las demandas al Estado. Puede decirse, en términos generales, que las continuas reclamaciones estadocéntricas (alegaciones jurídicas, trabajo de lobby en los ministerios, redacción de enmiendas y propuestas normativas) han pasado a ocupar el carril central de las reivindicaciones de muchos movimientos y organizaciones sociales. Frente a los gobiernos progresistas, las prácticas rupturistas se han atenuado. Y los resultados de la incidencia institucional, dicho sea de paso, han sido bastante magros.
En el capitalismo verde oliva y digital, la transición energética —en sentido amplio, la transición ecológica— ha devenido en justificación desde arriba para reforzar el sistema de dominación. La evolución del contexto global y de la emergencia climática ha llevado a que, en la Unión Europea, el ecologismo se haya transformado en ideología de gobierno. Frente al ecologismo de los pobres del que habla Martínez Alier para caracterizar las resistencias populares a los conflictos asociados a la expansión global de los megaproyectos, nos situamos ahora ante el ecologismo de los ricos: Blackrock, Ana Botín, Pedro Sánchez, la Comisión Europea y los grandes poderes económico-financieros tratando de convertir la crisis socioecológica en oportunidades de negocio, dejando fuera a todas aquellas personas que no son funcionales para la lógica de valorización del capital. Los debates sobre las oportunidades en torno al Green New Deal ilustran esta tendencia: el capitalismo verde, forzado por la crisis climática y la adaptación de los negocios empresariales, aparece como la única opción pragmática frente a la extrema derecha negacionista y fósil.
Todos los conflictos fundamentales de nuestro tiempo (agua, alimentación, energía, transporte, vivienda) son ecosociales, y en el marco de la crisis sistémica no es posible un arreglo capital-naturaleza
Todos los conflictos fundamentales de nuestro tiempo (agua, alimentación, energía, transporte, vivienda) son ecosociales, y en el marco de la crisis sistémica no es posible un arreglo capital-naturaleza. Las consecuencias de la crisis multidimensional que nos atraviesa van a tener un claro sesgo de clase: los costes del cambio climático, las necesidades de agua y alimentación, la traducción del capitalismo verde y digital en reformas ambientales, las pagarán sobre todo las clases populares, vía segregación y zonificación, represión frente a las contradicciones sistémicas, destrucción de derechos, acaparamiento de riqueza y recursos. En este contexto, en los conflictos ecosociales por venir, el ecologismo social tiene que confrontar radicalmente con los vectores centrales del proceso de acumulación capitalista —incluyendo a los Estados que les sirven de soporte— o corre el riesgo de ser demonizado.
El nombramiento de Teresa Ribera al frente de la vicepresidencia de la Comisión Europea, alineándose con las posiciones dominantes en el seno de la UE, termina de consolidar la actual hegemonía progresista sobre las posiciones de la izquierda institucional. Abrazar la lógica del mal menor y celebrar su puesto como comisaria de Transición y Competencia contribuye a identificar al ecologismo con posiciones de gobierno. Y eso puede hacer que, cuando estallen conflictos ecosociales, sea muy difícil desligarse de sus medidas antisociales, que usarán la transición ecológica como excusa para el ajuste verde militar. Frente a la extrema derecha, sin negar las dificultades de la actual correlación de fuerzas, se trata de salir de la esquina del tablero en donde nos arrincona la lógica del mal menor para dejar atrás el repliegue y jugar a la ofensiva.
Si hoy es difícil fiar todo el trabajo político y de transformación radical a unos movimientos sociales y unos espacios de contrapoder disminuidos y ciertamente desmovilizados, más lo es delegar en un Estado crecientemente autoritario y sometido a la lógica del poder corporativo. El gran desafío actual está en fortalecer los procesos de autoorganización desde la base, por fuera del Estado, sin renunciar a disputarle ciertos espacios. Construir experiencias, compartir vidas y afectos desde los que tejer alternativas a la telaraña del neofascismo global. Construir agendas propias y fomentar las prácticas rupturistas. Abandonar la lógica de sectorialización y parcialización de las luchas. Fortalecer alianzas amplias con organizaciones sociales, políticas y sindicales. Apostar por un nuevo internacionalismo ecoterritorial, pegado a las redes comunitarias y comprometido con el sabotaje de la lógica de guerra; compuesto por un sujeto diverso, enraizado en las luchas populares y que mire más allá de las fronteras del Estado nación como único marco posible de acción política.
Abrir paso a otras formas de organizar la economía y la vida en sociedad no pasa por el neokeynesianismo, ni por confiar en la buena voluntad de los propietarios de las grandes fortunas. Lejos del «diálogo social» y de los acuerdos interclasistas, se trata más bien de rearticular espacios globales, nacionales y locales donde confrontar la hegemonía de las élites político-empresariales, donde las mayorías sociales se transformen en nuevas formas de organización popular. El conflicto central de nuestro tiempo ya no se da entre los Estados y las grandes corporaciones; estos han demostrado ir de la mano a lo largo del último medio siglo y ahora redoblan la ofensiva capitalista por traspasar las penúltimas fronteras en busca de nichos de rentabilidad. El balance de la expansión global del poder corporativo deja un largo reguero de desastres ecológicos, desplazamientos forzados, destrucción de territorios y múltiples violaciones de los derechos humanos, y los Estados no pueden ser el único principio y fin del derecho internacional. Como ha dicho Angela Davis, «que este periodo también nos inspire para tener diferentes formas de imaginar el futuro fuera del marco del Estado nación, con su ejército y toda su policía y sus diversas formas de violencia».
Conjugar ecologismo y lucha de clases, siguiendo esta línea, pasa por aprovechar la potencia real de los movimientos que defienden sus territorios contra el avance de la depredación capitalista
Conjugar ecologismo y lucha de clases, siguiendo esta línea, pasa por aprovechar la potencia real de los movimientos que defienden sus territorios contra el avance de la depredación capitalista. Entendiendo que, como vimos en las marchas y bloqueos de los agricultores europeos que tuvieron lugar a principios de 2024 —o también en el caso de las plataformas ibéricas contra la expansión de megaproyectos de energías renovables—, van a producirse movilizaciones heterogéneas que combinarán posiciones reaccionarias y rupturistas, pero en las que, en cualquier caso, será fundamental intervenir. De las resistencias frente a las macrogranjas a las movilizaciones contra la turistificación, de la oposición a los megaproyectos minero-energéticos a los movimientos por una vivienda digna, de los levantamientos de la tierra al bloqueo de las infraestructuras que sostienen el capitalismo verde militar, de la pelea por los servicios públicos a la federación de luchas ecofeministas, antimilitaristas y antirracistas, de lo que se trata, al fin y al cabo, es de impugnar el modelo impulsando nuevas formas de articulación social. El horizonte del ecologismo social, como aprendimos con Ramón Fernández Durán, es «una nueva práctica política que tienda a transformar la ingobernabilidad en antagonismo, criticando las posturas reformistas que nos hacen creer que es posible la reforma del sistema desde dentro».
Los pueblos, las comunidades y los movimientos sociales han de convertirse en sujetos, no meros objetos de derecho, reconstruyendo formas de acción colectiva que trasciendan la visión clásica del Estado. El marco internacional de derechos humanos, adoptado al terminar la Segunda Guerra Mundial y hoy en curso de liquidación, requiere una completa reconfiguración desde abajo. Ante la necropolítica de la Unión Europea, se hace necesario retomar la conformación de alianzas a escala transnacional. Frente al avance del enfoque privatizador en la cooperación internacional, se vuelve estratégico repensar y reconstruir un nuevo internacionalismo que enfrente el engranaje jurídico, político y empresarial de esta huida hacia adelante del capitalismo en crisis permanente. Aunque haya podido encontrarse en un momento de repliegue, sigue siendo clave —como lo ha demostrado este año el movimiento global contra el genocidio en Palestina— una solidaridad internacionalista que articule las comunidades en lucha y los pueblos en resistencia para enfrentar el orden capitalista, heteropatriarcal, colonial y ecocida. La única salida justa de la crisis será con las personas y los colectivos que defienden sus territorios frente al poder corporativo, fortaleciendo propuestas alternativas y redes contrahegemónicas transnacionales que exijan y hagan efectivos los derechos de las mayorías sociales.