La falacia securitaria: sobre la situación en las cárceles

por | Mar 27, 2024 | Análisis

Existe una alternativa para atajar la conflictividad en prisiones: convertir el régimen abierto en el nuevo régimen “ordinario”.

A raíz del trágico asesinato de Nuria López, empleada como cocinera en la cárcel de Mas d’Enric (Tarragona), a manos de Iulian Odriste, preso que cumplía condena de 11 años por haber matado a otra mujer en el 2016, las prisiones catalanas arden. Ambos trabajaban para el Centro de Iniciativas para la Reinserción (CIRE), empresa pública del Departamento de Justicia cuyo objetivo es “dar segundas oportunidades a las personas privadas de libertad, a través de la formación y el trabajo”.

Es este un hecho sin precedentes, tal y como ha subrayado Gemma Ubasart, Consellera de Justicia: es la primera vez que un trabajador penitenciario ha sido asesinado por una persona presa. Siendo comprensible la inquietud de los sindicatos de prisiones, no parece haber motivos suficientes para pensar este suceso como el primero de una serie.

La ocasión ha sido utilizada para insistir en reivindicaciones de larga data, de manera que se han aprobado una serie de medidas para “mejorar la seguridad”: jubilaciones anticipadas, ampliación de plantilla, creación de la escuela de ejecución penal, consolidación de nuevos efectivos especializados en gestión de conflictos y creación de unidades de intervención especializadas en conductas disruptivas.

Ni convertir la excepción en regla, dejándonos colonizar por el pánico, ni creer en la existencia del riesgo cero son respuestas adecuadas.

Pero ni convertir la excepción en regla, dejándonos colonizar por el pánico, ni creer en la existencia del riesgo cero son respuestas adecuadas. Si revisamos las principales demandas de los sindicatos de prisiones podemos señalar también algunos inconvenientes a tener en cuenta. Se piden pistolas eléctricas y sprays de defensa –los llamados “reductores”, pero ¿no podrían ser utilizados contra los propios trabajadores? En realidad, cuantas menos armas en el interior de las prisiones, mejor para todos. También exigen un mayor margen de utilización de las contenciones mecánicas –el uso de un dispositivo físico que sirve para inmovilizar a los internos–. Precisamente, durante el año pasado, casi tres de cada cuatro contenciones de este tipo se aplicaron en la cárceles catalanas, sin embargo esto no consiguió evitar el trágico suceso del pasado 13 de marzo. Estas prácticas no solo tendrían que ser de último recurso, habría que tender a su abolición tal y como recomiendan instituciones y organismos internacionales de derechos humanos. Deberían ser sustituidas además por prácticas respetuosas con los derechos humanos que se han demostrado más eficaces. Las contenciones, que pueden causar graves daños, incluso la muerte, también repercuten negativamente en el personal que las practica.

Convertir a los funcionarios de prisiones en trabajadores civiles fue un avance de la primera ley de la democracia

Otra demanda de los funcionarios es que se les equipare con los agentes de autoridad. Convertir a los funcionarios de prisiones en trabajadores civiles fue un avance de la primera ley de la democracia –la Ley Orgánica General Penitenciaria de 1979–. La pérdida de este estatus constituiría en realidad, un retroceso democrático. Además, las personas privadas de libertad podrían ser doblemente sancionadas por hechos leves, pues a la sanción disciplinaria que ya reciben por vía administrativa, se podría añadir sanción penal ya que estos hechos pasarían a ser delitos de atentado, resistencia o desobediencia a agentes de la autoridad. Hay que señalar que cuando los incidentes son de gravedad, en mayor o menor grado, ya se traducen en la imposición de penas, lamentablemente, estas sentencias suelen recaer en las personas más vulnerables, con muchas dificultades de adaptación al régimen penitenciario por su discapacidad intelectual, enfermedad mental grave o sufrimiento psíquico intenso, malestares que se agravan por el propio encierro.

Hay también aspectos específicos del tratamiento penitenciario que no están exentos de un cierto riesgo, en definitiva, el modelo rehabilitador no sólo es puesto en cuestión por las demandas del cuerpo encargado de la vigilancia y custodia de la población reclusa. Si los equipos técnicos, compuestos por trabajadores sociales, educadores penitenciarios, psicólogos y juristas, en lugar de centrarse en el futuro, en la preparación para la vida en libertad, focalizan su intervención en el pasado, que no puede cambiarse, desvirtúan de hecho la tarea que la ley les encomienda, a saber, la reinserción social, que según el artículo 25.2 de la Constitución constituye el fin de las penas y medidas de seguridad. Si sus prácticas quedan capturadas por la lógica de la gestión de riesgos, el riesgo que verdaderamente se corre es que más gente cumpla sus condenas entre rejas, pero sin reducir la reincidencia. La Tabla de Variables de Riesgo (TVR), instrumento de la administración penitenciaria para decidir sobre la concesión de permisos, el RisCanvi, protocolo de evaluación y gestión del riesgo de violencia con población penitenciaria, herramienta del Departamento de Justicia de Cataluña para intentar predecir qué interno tiene un alto riesgo de reincidencia, son algoritmos más o menos complejos que contribuyen a realizar pronósticos, y que fallan tanto en esta tarea imposible como el juicio clínico, la intuición o la experiencia. En una institución como la penitenciaria es muy difícil que los algoritmos adelanten la salida de los internos con “bajo riesgo”, y muy fácil que retrasen la de aquellos que presenten algún factor de riesgo.

Las cárceles son instrumentos de gestión de la pobreza, lugares en los que se encierra e invisibiliza la desigualdad y la injusticia

Las cárceles son instrumentos de gestión de la pobreza, lugares en los que se encierra e invisibiliza la desigualdad y la injusticia. Sin negar que pueden funcionar también como ocasión para el cambio de las personas, no conviene prolongar la estancia en este medio más allá de lo estrictamente necesario: el aislamiento al que se les somete a los presos quiebra sus vínculos, daña y acaba por desresponsabilizarles. Si tienes menos vínculos que te sostengan es más probable que se cometan más delitos. Además de resultar tremendamente caro, encarcelar impide que las personas reparen el daño causado, aporten a la comunidad y contribuyan a su sostenimiento, única vía para restañar el lazo social roto por el delito.

Hay que aspirar a que el 80% de la población que cumple una pena privativa de libertad lo haga en un entorno menos restrictivo

A la contra del discurso hegemónico, se impone otra alternativa para atajar la conflictividad en prisiones: hacer del régimen abierto el nuevo régimen “ordinario”, invertir la situación actual y aspirar a que el 80% de la población que cumple una pena privativa de libertad lo haga en Tercer Grado, en un Centro de Inserción Social o bajo control telemático. De esta forma, no sería necesario aumentar las plantillas de vigilancia, solo los casos más complejos permanecerían encerrados, se reduciría la masificación, la práctica totalidad de los internos podrían acceder a unos recursos que hoy son escasos y los equipos técnicos podrían dedicar más tiempo a la intervención que a las burocráticas tareas clasificatorias. Los externos, es decir, aquellas personas que cumpliesen la pena en régimen abierto, accederían a los recursos comunitarios existentes para el resto de la población paralelamente al cumplimiento del castigo impuesto, lo que contribuiría a normalizar su situación, a prevenir el estigma, y lo más importante, a reducir el riesgo de exclusión social.

Los que mueren habitualmente son los presos

Hoy por hoy, los centros penitenciarios son enclaves de riesgo para las personas privadas de libertad. La tasa de suicidios es significativamente superior a la de la población general. La incidencia alarmantemente alta de muertes por sobredosis dentro de las prisiones se ve exacerbada por la distribución masiva y, a menudo, insuficientemente supervisada de fármacos, especialmente benzodiacepinas. El consumo de estupefacientes, frecuentemente un hábito adquirido antes del ingreso en prisión, se convierte en un modo de soportar las duras condiciones del encierro. El grueso de las agresiones que se producen en prisión se dan entre los propios presos, que puede acabar en muertes en los módulos especialmente conflictivos. A esto se suma una prevalencia desproporcionada de enfermedades infecciosas y mentales entre la población penitenciaria, en comparación con el resto de la sociedad. Este panorama no es ajeno al deterioro progresivo de la sanidad penitenciaria debido a la negativa de las Comunidades Autónomas para asumir las competencias en este ámbito.

Hoy por hoy, los centros penitenciarios son enclaves de riesgo para las personas privadas de libertad.

Ahora mismo se está incumpliendo la Ley 16/2003, de 28 de Mayo, que preveía que los servicios sanitarios que dependían de Instituciones Penitenciarias fueran transferidos a las autonomías. Esta es la causa de la falta de facultativos: no se cubren las plazas de médicos de prisiones, funcionarios de la Administración Central del Estado cuyas funciones se regulan por la LOGP, porque nadie quiere trabajar en las condiciones ofertadas; no hay relevo generacional entre los facultativos de las cárceles porque las retribuciones económicas son inferiores a las del Sistema Nacional de Salud. No hay atisbo de duda: la población reclusa no da rédito electoral, son ciudadanos de segunda. El derecho universal a la salud se ve limitado por la privación de libertad.

La población reclusa no da rédito electoral, son ciudadanos de segunda.

El régimen cerrado, el primer grado de tratamiento penitenciario, especialmente cuando se prolonga durante años, constituye un modo de cumplimiento de la pena inhumano y degradante. Se puede considerar una tortura legalizada. El Comité Europeo para la Prevención de la Tortura (CPT) del Consejo de Europa documenta casos de malos tratos en las cárceles españolas e insta a las autoridades a tomar medidas para investigarlos y prevenirlos.

Su informe del 2020 propone también mejorar la situación de los pacientes recluidos en los dos hospitales psiquiátricos penitenciarios; conviene recordar que hay medidas de seguridad que no se cumplen en estos hospitales, sobre todo en aquellos casos en los que no siempre el sujeto ha sido considerado inimputable, es decir, que aunque padezca enfermedad mental, se ha enfrentado a juicios en los que se le ha considerado capaz de comprender la ilicitud del hecho realizado y de comportarse de forma distinta a como lo ha hecho. Aunque formalmente la medida de seguridad privativa de libertad tenga una finalidad preventiva y no suponga sanción penal, en la práctica acaban cumpliéndose íntegramente en centros penitenciarios.

Para las personas con discapacidad intelectual, especialmente vulnerables, los centros penitenciarios son campos minados. Si, se garantiza las custodia, es difícil fugarse de una cárcel, debe ser esta la razón por la que los jueces dictan autos de prisión a pesar de los peligros del internamiento para estas personas.

La violencia institucional dentro de las prisiones convierte estos espacios en zonas donde, demasiado a menudo, los derechos se ven eclipsados y suspendidos

Estas violencias institucionales hacen de la prisiones no solo enclaves de riesgo para la vida, son también zonas de penumbra y excepción en las que los derechos quedan suspendidos en muchas más ocasiones que las denunciadas. Por tanto, un hecho excepcional como el asesinato en prisión de una trabajadora, no puede ser excusa para introducir medidas que no van a redundar en la seguridad, ni la de los trabajadores ni la de la población reclusa. Potenciar el acceso al régimen abierto y transferir la sanidad penitenciaria a las Comunidades Autónomas pueden ser dos medidas que preserven la vida y sirvan mejor a una sociedad más justa e igualitaria.

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