La oportunidad de la Función pública

por | Jul 1, 2024 | Análisis

Texto de respuesta al artículo de Pablo Carmona: ‘El dilema del opositor. La reproducción de las clases medias en tiempos de crisis’

No vivimos afuera: vivimos al límite, en el borde (…)

¿No es lógico que busquemos “algo firme” de donde agarrarnos?

Tamara Tenenbaum

El 4 de junio, Pablo Carmona publicó un oportuno artículo: ‘El dilema del opositor. La reproducción de las clases medias en tiempos de crisis’. Allí planteaba que la avalancha de plazas que van a salir en los siguientes ocho o diez años (al punto que El Mundo Today ha bromeado diciendo que opositar es un reto viral) servirán de “refugio frente a la precariedad” a los miles de personas que logren sacarlas.

Yo pienso igual que él.

Al fin y al cabo, la promesa de la Función pública es la satisfacción de unas condiciones suficientes que, en función del puesto, facilitan una mayor o menor comodidad. Sin embargo, es preciso hacer una salvedad: la Función pública cumple su promesa, sobre todo, si pensamos en el funcionariado de carrera y en los Grupos o Subgrupos más altos, ya que dentro de la Administración hay sectores (que son mayoría) que no gozan de las mismas ventajas que los sectores más privilegiados. Valga pensar en el personal interino o en los Grupos y Subgrupos más bajos.

Carmona fue capaz de identificar sagazmente varios de los posibles riesgos asociados al hecho de que una elevada cantidad de personas pasen a depender laboralmente del Estado, las Comunidades Autónomas o las Entidades Locales. Y el primero sería la ligazón con las estructuras públicas, una vez que las mismas alientan a caminar una senda ya dibujada: la clasemediana. A la luz de sus palabras, ello serviría principalmente a la continuidad, voluntaria o no, del statu quo estatal.

El presente artículo es una lectura de la Función pública cuyo fin es complementar las observaciones hechas por Carmona. Solo que ahora será la visión de un Técnico Superior que aboga por que la misma, más que un dilema, es una oportunidad.

Un límite

La crítica de Carmona venía formulada desde una posición ideológica específica, la misma que le hace sospechar de la idoneidad de adherirnos al empleo público si a la vez aspiramos a cambiar los aspectos más lesivos de la realidad en la que vivimos.

No obstante, los principales embates han venido desde la posición contraria. Y los argumentos que se esgrimen son de sobra conocidos: desde el gasto que supone el pago de los salarios públicos hasta el lamento por la falta de ambición de las personas que aspiran a sacar una plaza, pasando por el afeamiento (cuando no regañina) de la comodidad que vendría asociada a un puesto en la Función pública.

El primer gesto del capitalismo fue privatizarla, a resultas de lo cual las personas que vivían de ella se vieron obligadas a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario

Quizás sea oportuno preguntarse a qué se debe dicha animadversión. Una posible respuesta surge a la luz del capítulo XXIV del primer volumen de El capital. En él, Marx cuenta que las gentes de la Edad Media vivían del medio de subsistencia par excellence: la tierra. Por ello, el primer gesto del capitalismo fue privatizarla, a resultas de lo cual las personas que vivían de ella se vieron obligadas a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Fue un gigantesco proceso de creación de “escasez artificial”, en expresión de Amador Fernández-Savater.

Quinientos años después, el proceso ha alcanzado, de facto, a todo el mundo. Al punto que hoy en día cualquiera es un activo potencial para que el capitalismo siga alimentándose. Sin embargo, hay situaciones que suavizan dicha lógica. Y ser funcionario o funcionaria es una de ellas. Ello se debe a que la Función pública usurpa del mercado laboral a los y las agentes que el capitalismo debió crear en sus orígenes para alzar el vuelo. Y si digo parcialmente es porque las personas al servicio de las Administraciones Públicas siguen viéndose obligadas a trabajar para ganarse la vida (una expresión cruel pero ilustrativa), con dos salvedades clave, a saber: no son susceptibles de perder sus empleos más que por una serie de casos reglados, y además su salario no viene establecido por el mercado sino por los presupuestos.

El punto es que, con el empleo público, el capitalismo pierde recursos a explotar en el sector privado, con lo que no nos sorprenden los vituperios de quienes le dan voz

El punto es que, con el empleo público, el capitalismo pierde recursos a explotar en el sector privado, con lo que no nos sorprenden los vituperios de quienes le dan voz. (Sobra decirlo, pero ello no obsta para que el capitalismo se cobre su debida venganza conservando al personal público dentro de sus patrones de consumo, siendo a veces protagonistas excepcionales de ellos gracias a su estabilidad salarial).

Que la Función pública limita la voracidad del mercado laboral lo ilustra el sistema de Clases pasivas del Estado, un Régimen Especial de Seguridad Social regulado por el Real Decreto Legislativo 670/1987, de 30 de abril. A pesar de que su sola denominación es suficientemente expresiva, cabe agregar que una de las ventajas de dicho Régimen es la jubilación voluntaria del funcionario o de la funcionaria, siempre que hubiera prestado treinta años de servicio, una vez cumplidos los sesenta años de edad, con el cien por cien del haber regulador. Después de varios intentos de eliminarlo, fue suprimido al cabo de más de ochenta años por el Real Decreto-ley 13/2010, cuyo artículo 20 exigió que desde el 1 de enero de 2011 el personal que se sumara a la Administración del Estado se encuadrase ya en el Régimen General.

El capital no exige clases pasivas, sino agentes activos a los que someter y de los que extraer ganancia. Y cuanto más se alargue, mejor. Es una cuestión que nos permite levantar un puente con el siguiente aspecto que vamos a estudiar: el tiempo.

Fuera del trabajo

Hace unos días la prensa adelantó que, a partir del 1 de enero de 2025, las horas de trabajo pasarían de cuarenta a treinta y siete y media a la semana. A falta de saber cuál es la forma en la que cristalizará finalmente la medida, ahora nos sirve de excusa para abordar la cuestión del tiempo de trabajo y del tiempo por fuera del trabajo, una de las más frecuentes cuando se compara al sector privado con el sector público.

El capital no exige clases pasivas, sino agentes activos a los que someter y de los que extraer ganancia

Desde la Atenas del siglo VI antes de Cristo sabemos que un gobierno democrático exige de sus protagonistas la capacidad de responsabilizarse personalmente de ella. No es casualidad que durante el gobierno de Pericles se instaurara un salario (el misthós) que fue clave para que los ciudadanos pobres evitaran el peligro de ruina cuando asumían una magistratura pública. Hoy la situación ha variado, sobre todo porque ahora la democracia es representativa y porque el sorteo ciudadano presente en Atenas ya no existe. A pesar de ello, si el trabajo asalariado no admite una esfera por fuera de sí mismo seguirá sin darse siquiera la posibilidad de organizarse.

Hannah Arendt lo pensaba a partir de la oposición entre dos grandes conceptos: la libertad de la esfera política, en la que nos hacemos cargo de lo que es común; y la necesidad de la esfera económica, en la que nos hacemos cargo de lo que es propio.

Los funcionarios y las funcionarias del Ayuntamiento de la capital trabajan treinta y cinco horas a la semana, es decir: siete horas al día.

Una vez más, da la sensación de que el empleo público saca varios cuerpos de ventaja al privado. No en vano, hay Administraciones Públicas que ya funcionan con la jornada que el Ministerio de Trabajo y Economía Social se ha propuesto aplicar a partir del año que viene: es el caso de la Comunidad de Madrid. Y las hay que operan con una aún más corta: los funcionarios y las funcionarias del Ayuntamiento de la capital trabajan treinta y cinco horas a la semana, es decir: siete horas al día.

Ahora bien, ¿es solo una sensación o la brecha es real?

En el Estatuto de los Trabajadores y en el Estatuto Básico del Empleado Público se contemplan por igual el derecho de empleados y empleadas, sean privadas o públicas, a adoptar medidas que favorezcan la conciliación de la vida laboral y personal, de la misma forma que se establece el derecho a la desconexión digital.

Además, según el Instituto Nacional de Estadística las horas efectivas de trabajo son prácticamente las mismas: 34’8 en el sector público y 35,1 en el privado, una paridad altamente estable desde el año 2012, en lo más crudo de la Gran Recesión.

Una cuestión distinta es la del teletrabajo, donde la Administración Pública gana por mucho a la empresa privada, en especial si consideramos la Administración General del Estado, en la que un 48% del personal trabaja a distancia. Sin embargo, en el sector privado solo el 14% de trabajadores y trabajadoras goza del mismo.

La estabilidad del puesto es un factor de seguridad a veces esencial para las personas que hacen activismo

La cuestión del trabajo en remoto es significativa, pero posiblemente no sea suficiente para vencer la balanza a favor de la Administración Pública en lo que respecta al tiempo. Quizás un elemento de más peso sería averiguar el grado de fidelidad con el que se observan los citados derechos del Estatuto de los Trabajadores en comparación con sus pares del Estatuto Básico del Empleado Público. Sin perder de vista que la estabilidad del puesto (que admite la posibilidad de solicitar múltiples excedencias) es un factor de seguridad a veces esencial para las personas que hacen activismo o militan en según qué organizaciones y causas.

No obstante, no deberíamos limitarnos a pensar en lo que sucede por fuera del trabajo, sino que es preciso hacerlo igualmente en lo que sucede dentro del mismo.

Herejes

En varias ocasiones, César Rendueles ha planteado la idoneidad de animar a las personas más comprometidas a ocupar los cargos más altos de la Administración. Valga pensar en la Abogacía del Estado, la Carrera Diplomática o la Judicatura.

El autor de Sociofobia lo dice a sabiendas de que las oposiciones de más largo aliento (en principio, claro) presentan un fuerte sesgo económico, ya que la dedicación que exigen se soporta con más facilidad cuando los recursos económicos son más elevados. El resultado es que el espectro ideológico del ámbito público, sobre todo en sus Cuerpos de élite, se vuelve hacia posiciones “netamente conservadoras”, por emplear una expresión que Carmona usó en su artículo.

Después de todo, ¿no se presta a ser conservada una plaza pública ganada con esmero, además de los privilegios asociados a la misma: comodidad, estatus, salario?

La pregunta que me surge ahora probablemente sea la misma que le surgió a Rendueles: ¿ahí hay una situación que admite una segunda lectura, más favorable?

¿No se presta a ser conservada una plaza pública ganada con esmero, además de los privilegios asociados a la misma: comodidad, estatus, salario?

En su célebre y extenso artículo “Hofmannsthal y su tiempo”, Hermann Broch planteaba que “el hereje sólo dentro de la iglesia cumple una función coherente”. Al autor austriaco se le podría oponer que, fruto de los placeres presentes en la misma, existe la posibilidad de que el hereje cambie de opinión y se pase a la ortodoxia. Aún más, es igualmente posible que la iglesia expulse al hereje con el objeto de protegerse contra un agente capaz de contagiar ideas peligrosas en su seno.

Sin embargo, si el hereje logra afianzarse allí dentro, con suerte podrá abrir grietas.

En relación con ello, una de las grandes problemáticas con las que habrá de lidiar cualquier hereje que consiga asentarse en la Administración Pública es la asunción de que ha logrado dar una respuesta personal a un reto que es, a todas luces, colectivo: la precariedad. El refugio al que aludíamos al principio no carece de aristas, porque admitirá a unas cuantas personas, pero rechazará a muchas más.

Yayo Herrero lo expresó con claridad, casualmente cuando aludía al activismo:

“Si las condiciones de vida dignas no son generalizadas, podemos encontrarnos incluso con contextos en los que la alimentación, la vivienda o las relaciones se resuelvan de forma colectiva, pero privadamente, en pequeños grupos, generando una especie de elitismo (…) inalcanzable para la gente más empobrecida en todos los sentidos”.

A partir de las palabras de Yayo, concluiría que la labor del o de la hereje que se cuela en el empleo público es, sin subestimarlo, seguir siéndolo. De forma que sepa sacar partido del límite que el mismo presenta contra la voracidad del mercado laboral y del tiempo que su plaza le concede con el fin de hacer de su privilegio una oportunidad para ayudar a que la respuesta siga siendo colectiva, ya no privada.

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