La izquierda post-15M: pilar de la Restauración

por | Ene 12, 2024 | Cuadernos de estrategia

Análisis de la transformación de la izquierda española tras el 15M y su institucionalización como "nueva izquierda". ¿Cómo reconstruir hoy una política de la autonomía?

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Partamos de una premisa más o menos sencilla. Estamos todavía en el radio de acción del 15M y sus vidas posteriores. Seguimos, por tanto, dentro de las inercias generadas en la maduración de ese ciclo, que pasó de la fase insurreccional o de movimiento (2011-2013) a la articulación de una «nueva política» institucional (2014-2016) y de esta a lo que llamamos «reconstrucción de la izquierda» (consagrada en la entrada al gobierno de Podemos en 2019), en tanto polo funcional al turnismo político de la democracia española.

Que estemos todavía dentro de la órbita de ese ciclo político no implica, sin embargo, que este ciclo esté vivo. Caso de suponer que existe una reserva de creatividad contenida en los elementos que impulsaron lo ocurrido en 2011 y que todavía podría actualizarse a través de alguna forma de movilización o invocación, caeríamos en una autoengaño seguramente con consecuencias políticas letales. El ciclo 15M acabó con la llegada de las candidaturas locales a los gobiernos municipales de 2015 o si se prefiere con las grandes movilizaciones feministas de 2018 y 2019. Desde entonces, no se ha presentado ninguna otra gran etapa que, cultural o socialmente, tuviera su arranque en 2011. De forma muy resumida, seguimos aquí esta secuencia en tres fases: (1) la emergencia de una generación/espacio político que nace en y después del acontecimiento-15M, (2) la asunción de este espacio/generación del reto político de la institucionalización y (3) su integración dentro los marcos políticos y culturales de un régimen apenas reformado. En la fecha de publicación de este artículo, asistíamos al momento terminal de la última fase, un estadio de aparente normalidad, así como agotamiento definitivo de las fuerzas que surgieron tras el 15M.

El objetivo de este trabajo es, por tanto, analizar este recorrido a partir de su conclusión, dando toda la centralidad a los mecanismos de «integración», que damos el nombre de «nueva izquierda». Bajo esta perspectiva, la recomposición de la izquierda —en extremo paradójica cuando se considera como consecuencia, aunque sea involuntaria, de un movimiento que había nacido de la total desconfianza hacia la misma— constituye el final de la fase de movilizaciones e innovaciones abierta en 2011, así como la entrada en una nueva etapa de estabilización de la política española. En términos más generales, la renovación interna del PSOE y la formación de la «nueva política», con todas sus miserias internas, ha reordenado este polo nuclear de la representación política (la izquierda), empujando a su vez la fragmentación y posterior renovación del polo opuesto (la derecha), tal y como se manifiesta en los cambios internos del PP, el auge y caída de Ciudadanos (2012-2019) y la emergencia y consolidación de Vox (a partir de 2018).

Por medio de estas operaciones sucesivas, la política española ha adquirido de nuevo simetría, y a pesar de la dramatización de la polarización política y de los peligros anunciados (y que van desde la ruptura de España hasta la llegada del comunismo o el fascismo), estabilidad y gobernabilidad. Toda apariencia contraintuitiva que trate de contrastar esta afirmación debiera simplemente comparar la situación actual —cada vez más sometida a la letanía de rituales políticos consolidados— y los años 2011-2013, en medio de una crisis económica que amenazaba con la bancarrota del país y de una ola de protestas que entonces llegó a alcanzar incluso a los cuerpos del núcleo duro del Estado (como la policía y la judicatura). En 2023, hay ya poca duda de que lo que convencionalmente llamamos política se ha volcado, una vez más, sobre el Parlamento, los partidos y la polaridad izquierda / derecha. Hemos vuelto así a la normalidad, por novedosa que esta parezca.

La paradoja de esta restauración reside en que su pieza maestra coincide con la recomposición de la izquierda

De hecho, desde cierta perspectiva podría afirmarse que la política ha vuelto a los tiempos pre-15M. Y en efecto, esta aparece hoy, una vez más, relegada y encauzada en espacios y canales bien establecidos: la clase política consolidada de nuevo como la «representación» del país, sus debates confirmados como ejes de la opinión pública y su monopolio político tan naturalizado que ya no es cuestionado. La paradoja de esta restauración —que lo es en más de un sentido— reside en que su pieza maestra coincide con la recomposición de la izquierda.

En último término, la cuestión es si este régimen de Estado que llamamos democracia, organizado en torno a la polaridad izquierda / derecha va a tener una capacidad suficiente de representación de las instancias sociales cada vez más complejas y opacas, en el marco de una crisis que se arrastra desde 2008. Dicho de un modo más claro, ¿tiene esta «nueva izquierda» capacidad suficiente para consolidarse como un espacio de representación e identificación suficiente de las instancias sociales, que poco a poco se ven consolidando y que amenazan con estallar? ¿Estamos condenados a confirmar, en forma de «restauración», un nuevo «efecto Izquierda Unida», que combine mayor radicalismo verbal, o alternativamente «mayor responsabilidad institucional», en una degeneración autorreferencial? En términos más explícitamente políticos ¿podemos declarar ya, sin ambages y sin los chantajes habituales (de que «viene la derecha», «que esto es lo que hay», etc.), que la izquierda existente se ha convertido en una eficaz forma de bloqueo y captura de toda energía política mínimamente creativa?

Al considerar este espacio que llamamos izquierda, debemos descomponerla tanto en los elementos que la constituyen, como analizar su consistencia y su pendiente de degeneración. Estos elementos se pueden comprender, de una forma muy resumida, en: (1) la consolidación de una nueva clase política; (2) la constitución una esfera mediática de izquierdas con una doble base en una nueva generación de medios digitales y en redes sociales; (3) la articulación de un nuevo marco ideológico para esta izquierda, que damos el nombre de «neoprogre»; y (4) la progresiva integración de los «movimientos sociales» en esta izquierda. En este análisis resulta, de nuevo imprescindible, remitirse al 15M como hecho fundante —aunque sea de forma imprevista y de nuevo contradictoria— de la nueva izquierda.

Una nueva clase política

El 15M fue tan explosivo como ambicioso en su potencia de impugnación, que abarcó desde la Constitución española hasta la propia de Europa, desde la ley electoral hasta la misma forma partido como instancia privilegiada de representación. En su capacidad, no obstante, para «durar», para cuajar en una serie de instituciones de matriz popular, en las que acumular fuerza, inteligencia y capacidad de maniobra fue muchísimo más parco. Al 15M no siguió, en efecto, una nueva generación de centros sociales —aunque se constituyeran algunos—, de organizaciones políticas y culturales que galvanizasen el nuevo impulso político o de emergencias contraculturales que expresaran algo así como una nueva antropología.1 En otras palabras, el 15M no generó los espacios sociales capaces de cristalizar las relaciones políticas que prometió aquel «acontecimiento».2 A modo de excepción, incluso la explosión de la PAH y del movimiento de vivienda, que constituyen el intento más significativo de construir una organización de movimiento adaptada a la crisis, no pudo compensar la realidad de un proceso complejo de movilización que no supo o no pudo construir sus propias organizaciones e instituciones, esto es, no logró dotarse de duración.

En esas condiciones, apenas sorprende que el «techo de cristal»,3 manifiesto en la asimetría de una enorme capacidad de movilización y una débil potencia de impacto sobre el Estado, se presentase pronto (hablamos de 2013-2014) como el principal reto del movimiento. Y que lo hiciese justo en el lado contrario sobre el que se había construido el 15M. De hecho, el éxito inicial de Podemos solo puede explicarse por la creciente angustia de dos años y medio de movilización continua, pero menguante. En este contexto de creciente falta de horizonte político, Podemos cubrió la necesidad de articular un punto de eficacia y de organización. Reduplicando de nuevo las contradicciones internas del periodo, el tan característico desprecio de Podemos a construir una organización política de movimiento o de masas (por viejo que suene tal concepto), se explica tanto por el celo de su grupo promotor, psicóticamente alérgico a cualquier forma de contrapeso interno, como por la desconfianza hacia la forma «organizada» que tomó desde el principio el 15M.4

Paradójicamente, la debilidad organizativa (y a la postre política) del 15M está en el origen de la concentración del poder político interno en un grupo de parvenus, esto es, de advenedizos que carecían de todo salvo de ambición y de la inteligencia para llevar a cabo su propia apuesta. En este punto, está seguramente contenida la vuelta a la izquierda de aquel movimiento que no se definía como «ni de izquierdas ni de derechas», y que consideraba acabados el proyecto histórico que todavía el PSOE, IU o los sindicatos encarnaban.

Bajo esta perspectiva, la «nueva política» es continuadora del 15M, pero de un modo propiamente negativo: se construye a partir del vacío político que este crea, pero que es incapaz colmar. La construcción de una nueva clase política, entendida como un sector que vive de la representación —y que en sentido lato no se limita al partido, sino que se extiende a los ámbitos del periodismo, la cultura, la academia—, se sigue de la capacidad de los miembros de esa generación para saturar ese vacío, de mostrarse útiles como «solución» a la distorsión desvelada por el 15M, esto es, al hecho de una generación desahuciada, «precarizada», «exiliada», etc., pero que fue explícitamente educada en la promesa de elevarse a clase profesional del país, cuando no a constituirse en su propia élite. En última instancia, la propia condición generacional de esta clase política ha resultado suficiente, por su mera «presencia» —por su encarnación como parte de una generación excluida y ahora incorporada / integrada—, para servir a este marco de representación restaurado.

La formación de Podemos y de la candidaturas municipales en 2015 abrió un boquete en la política institucional para la entrada de una generación que quería hacer política «seria»

De otra parte, la emergencia de Podemos, y luego de los llamados municipalismos, adquirió pronto la condición de fuerza material en la construcción de la nueva izquierda. La entrada en ayuntamientos y comunidades autónomas en 2015 generó, por primera vez, un cuerpo amplio de «políticos profesionales», que viven de la «representación», incrustada en la jerarquía correspondiente de los aparatos de Estado. Para un partido prácticamente improvisado, así como para la vasta constelación de candidaturas municipales articuladas pocos meses antes, el éxito electoral tuvo algo así como la condición de hecho fundador. Si se recuerdan aquellos años, se podrá reconocer el mismo perfil social simplificado en un/una joven o postjoven que o bien acaba de terminar sus estudios universitarios o lleva poco más de una década en una trayectoria laboral insegura y que no tiene grandes visos de consolidar en «carrera». La diferencia a partir de 2015, es que estos jóvenes conforman la carne y el cerebro la llamada «nueva política». Un nuevo ejército de concejales, diputados autonómicos, asesores, directores de campaña, comunicadores, etc.5 En sentido lato, la formación de Podemos y de la candidaturas municipales en 2015 abrió un boquete en la política institucional para la entrada en tropel, improvisada y casi caótica, de una generación que quería hacer política «seria», pero que en ocasiones ni siquiera tenía experiencia laboral.6

La condición de parvenus y la selección de este nuevo cuerpo de representantes por criterios prácticamente azarosos (sin excluir lo que propiamente deberíamos llamar nepotismo7) vino acompañada no tanto de una reivindicación del amateurismo en política, condición sustancial de todo movimiento democrático, como de justamente lo contrario. La urgencia de su consolidación como polo de representación, a todas las escalas, se impuso como prioridad de esta nueva clase política. Dentro del grupo promotor de Podemos, esta necesidad quedó establecida alrededor de su monopolio sobre la presencia en las tertulias políticas de las grandes cadenas de televisión y en el control de la dirección del nuevo partido; así como en la justificación de su nueva posición pública sobre la base del ideal meritocrático consustancial a todas las formas de democracia oligárquica. Para todos los demás (la tropa de segundones, contratados, asesores y huestes leales), el único criterio fue la consolidación, y a ser posible el progreso, dentro de la nueva «carrera política» que tan improvisadamente se les había abierto.

De forma congruente, cualquier idea de que esta nueva izquierda tuviera una expresión orgánica en espacios organizados, con estructuras internas relativamente democráticas,8 al modo en el que lo fueron los viejos partidos obreros de matriz no leninista, quedó inmediatamente excluida por la laguna organizativa que dejó el 15M, y que Podemos, principalmente, evitó por todos los medios a su disposición. El contenido último del congreso fundacional del partido, la llamada Asamblea Ciudadana, celebrada en el palacio de Vistalegre de Carabanchel, fue fundamentalmente este: el partido iba a ser patrimonio de una estrecha camarilla organizada en torno a Pablo Iglesias e Iñigo Errejón, con un margen mínimo para la representación de las minorías (por tanto para la diversidad interna) y, sobre todo, con un desprecio absoluto a la formación y consolidación de una base militante «de masas» —por emplear un viejo término—.

El sistema de elección de cargos basado en un mecanismo pleibiscitario que daba sistemáticamente la totalidad de los mismos a la lista oficial y la extensión de este sistema hasta al último pueblo donde existiera un núcleo del partido, no tardó en disipar el entusiasmo inicial por la participación en las asambleas locales (los llamados círculos). En dos o tres años de luchas internas, lo que había de participación genuinamente popular en el proyecto fue radicalmente extirpado. De hecho, este modelo organizativo acentuó la lógica cainita por el reparto de cargos y posiciones de visibilidad, según un esquema más propio de los departamentos universitarios —en el que se había formado materialmente la principal camarilla de la organización—, que de un partido al uso.9

En el segmento profesionalizado, la diferencia de posiciones políticas derivó así pronto en una continua disputa interna. De hecho, la división de Podemos en tres alas —que se podría resumir en una derecha (Errejón), un centro (Iglesias) y una izquierda (anticapitalistas)10— es solo el capítulo más relevante de un proceso que se repetía a todos los niveles y en casi todas las candidaturas. La única forma de solución al mismo, descartados los mecanismos formales de una organización amplia, plural y mínimamente democrática, eran las escisiones sucesivas y la organización por camarillas en torno a liderazgos carismáticos que exigían lealtad incondicional, incluso en los niveles más bajos de organizaciones que irremisiblemente quedaron reducidas a los cargos institucionales. Los liderazgos de Iglesias, Colau, Carmena o Errejón, dentro o fuera de Podemos, fueron solo los más eficaces a la hora de estabilizar este tipo de candidaturas caudillistas, sostenidas por medio de la distribución de cargos y salarios, así como de una aquiescencia casi servil.

Podemos fue pronto abandonado por los sectores menos comprometidos o menos dependientes de la «carrera política»

Resultado inevitable de este tipo de organización carismática / pleibiscitaria fue la progresiva destrucción del debate interno reducido a una lucha psicótica por el poder o la mera supervivencia dentro de la organización. Como se ha señalado, Podemos fue pronto abandonado por los sectores menos comprometidos o menos dependientes de la «carrera política». Y entre los que quedaron se impuso pronto un criterio de «selección negativa», alrededor de los jefes solo quedaron quienes no tenían posibilidad alguna de hacerles sombra.

Por abajo, entre las decenas de miles que se sumaron a los círculos o las candidaturas municipales, el efecto fue todavía más dramático. Desde este primer gran congreso en Vistalegre, los círculos quedaron reducidos a ser una comparsa de la verdadera organización en torno al secretario general y su consejo de fieles impuestos de forma pleibiscitaria en las elecciones internas, las cuales, en la práctica, no reconocían ningún derecho a la disidencia. En términos políticos, se podría decir que el proceso de activación de masas que operó el 15M terminó aquí: cuando la inmensa mayoría se volvió a su casa a curarse las heridas de las interminables luchas fraccionales o a asumir el nuevo papel de «votante consciente».

El carrusel de declaraciones cruzadas entre los distintos líderes de la nueva política, que ha proseguido de forma ininterrumpida desde 2015 hasta 2024 con independencia del nombre de las formaciones (Podemos, Unidas Podemos, Sumar), es solo el registro público de esta feroz lucha fraccional, que es constitutiva de la nueva clase política. Del mismo modo, la actitud expectante y nerviosa del «votante consciente» que anhela la «unidad», o que por el contrario se posiciona con uno u otra de las fracciones, es también el resultado de nuestra adaptación a este papel pasivo y delegado que en 2011 o incluso todavía en 2014 hubiera resultado impensable.

En la reducción de la complejidad del 15M al precipitado de la nueva izquierda, la constitución de «su» clase política actuó como el verdadero catalizador de tal reacción química. La clase política ha operado como un compuesto altamente reactivo, capaz de descomponer y simplificar todo aquello que tocaba. La prueba más evidente de esta continua simplificación del debate está en la reducción de los contenidos de la política a ganar elecciones, representar a la «gente» y hacer políticas públicas «progresistas» —cualquier cosa que esto signifique—; y del mismo modo, en la consideración del contenido político como un «problema de relato» —según la neolengua de los comunicólogos— y de disputa por la hegemonía. Por si esto fuera poco, tras la entrada de Vox en 2018-2019, el lenguaje político de esta nueva izquierda ha tendido a simplificarse todavía más, costrificado en la polaridad izquierda / derecha y centrado en la «única política posible» que consiste en votar para frenar a la ultraderecha.

Destruida así toda forma de reserva estratégica interna —por empobrecimiento del debate, por pura delegación, por expulsión de la inteligencia y la pluralidad que rodeó en principio a estas iniciativas—, la nueva izquierda solo ha encontrado un hueco estrecho y bien definido en su papel asignado en la gramática electoral-parlamentaria. Como resultado inevitable, esta izquierda se ha convertido en el principal garante de que toda política (de protesta, indignación, etc.) no sea más que política electoral-parlamentaria.

Sea como sea, la consolidación de esta nueva generación política, representada de forma paradigmática en Podemos-Sumar-candidaturas municipales, ha requerido de algo más que su incrustación en los aparatos de Estado. Su confirmación como clase política, y por tanto como polo de representación (lo que llamamos izquierda), ha operado igualmente sobre la base de otras condiciones de posibilidad que también están contenidas en el 15M.

Una nueva esfera mediática de izquierdas

La construcción de un polo de representación exige el ejercicio efectivo de tal representación. Esto compromete a todas las instancias o aparatos de Estado (partidos, sistemas electorales, etc.) dirigidos a garantizar esas funciones de espejo. Pero también implica ciertos instrumentos que dotan de consistencia a este mismo simulacro político («Yo, diputado, te represento a ti, ciudadano»).11 En la confirmación del «acto de representación», cumplen un papel central las mediaciones sociales establecidas con el fin de validar la relación entre representante y representado. De hecho, la constitución de la nueva izquierda hubiera sido irrelevante sin la formación de una esfera mediática también de «izquierdas». Y como ha sucedido tradicionalmente en las democracias oligárquicas, la izquierda ha requerido de un periodismo de izquierdas. Esta esfera mediática constituye el segundo pilar de la nueva izquierda, y también estaba in nuce en el 15M.

El 15M creció sobre la posibilidad —llamémosla con un término que ha envejecido mal— «tecnopolítica», manifiesta en la generalización del smartphone y de las redes sociales.12 El desarrollo de la blogosfera, así como de facebook, y sobre todo twitter, permitió la convocatoria de acciones casi a tiempo real, la discusión generalizada de propuestas e iniciativas, así como un suplemento eficaz a los déficit organizativos de un movimiento que tenía su principal medio de comunicación cara a cara en asambleas abiertas e interminables, las cuales construyeron un canal expresivo tremendamente rico, si bien muchas veces poco operativo.13

El desarrollo de este espacio comunicativo complejo se puede considerar en los términos de una contraesfera mediática. Durante la fase de movimiento (2011-2013), este ámbito supo organizarse como un marco de creación de noticias, discusión y propuesta al margen de los grandes grupos de prensa y de las grandes cadenas de televisión. A su vez, este desarrollo en redes y en la blogosfera fue el caldo de cultivo de la fundación o reorganización de una nueva constelación de medios de comunicación, fundamentalmente de base digital, que se produjo casi en paralelo al 15M: El diario (fundado en 2012), Público (en 2007, refundado en 2012), Ctxt (2013), La Marea (2015), Info Libre (2013), El Salto (2016, antes Diagonal), Crític (2014), etc.

La institucionalización de esta esfera mediática se convirtió así pronto en un motor insospechado de reconstrucción de la izquierda

De otro lado, el desarrollo de las redes sociales, con su arquitectura de premio al karma y su contabilidad del éxito en número de seguidores, dio igualmente paso a formas cada vez más profesionalizadas del uso de la herramienta, y consecuentemente al empleo de la misma para la construcción de figuras públicas, al modo de influencers políticos. Incipiente todavía en 2012-2014, también en el ámbito de la teconopolítica del movimiento —presuntamente horizontal y distribuida— se estaba produciendo un proceso de decantación, que tendía a construir un espacio de representación cada vez más convencional. Prueba de la capilaridad social de este proceso, es que en esos años se instituyó la carrera del comunicador político que empieza como tuitero y concluye como opinador profesional (en prensa, en las tertulias televisivas, etc.) o como gestor de redes y comunicólogo experto al servicio de la «nueva política». La institucionalización de esta esfera mediática se convirtió así pronto en un motor insospechado de reconstrucción de la izquierda.

Este ámbito público resultaba, no obstante, mucho más dinámico y abierto que el de la carrera política dentro de los partidos. La lucha por la distinción en redes está estrictamente basada en las competencias individuales del gestor-comunicador a la hora de leer tendencias, temas de actualidad, su facilidad en el desempeño en las batallitas culturales y de emitir discurso-opinión respecto de las mismas. Estas competencias «valorativas» y «enunciativas», tan propias de la época, requieren de un dinamismo y una energía muy superiores a la lucha competitiva dentro de las agrupaciones electorales, donde la lógica de subordinación a la corriente o al líder, impide toda libertad de crítica. En cierto modo, la «discusión en redes» se ha convertido en el espejo necesario de la clase política: el gran lugar de la promoción de nuevos «notables», de figuras públicas con valor en el mercado de la opinión política. Y paradójicamente también en el espacio último de orientación de la clase política. De hecho, desde 2015, cuando la dinámica de movilización perdió definitivamente protagonismo, las redes se fueron confirmando como el espacio «único» de la arena política, entendida como un vertedero de opiniones contrarias.

Por eso, la figura del twittero, elevado a una suerte de oficio de «todólogo» al alcance de cualquiera, se ha conformado como el eje articulador de la esfera mediática pos15M. Esto no implica, por supuesto, que la política de redes escape a la inercia impuesta por la integración institucional. De un modo que todavía no se ha calibrado de forma adecuada, esta esfera, ya profesionalizada en un puñado de nuevos medios digitales y en unos pocos miles de cuentas de twitter, ha ocupado el papel de ágora pública de la nueva izquierda. De forma casi automática, el debate y la agenda política han tendido a reducirse a lo que aparece y se percibe en las redes sociales, con todos sus sesgos característicos: tendencia a la inflación verbal, propensión al juicio y a la indignación morales, reducción de la política a un juego de enunciación verbal, y sobre todo escasa o ninguna conexión real más allá de los marcos sociológicos y generacionales característicos de sus participantes. La misma lógica de las redes sociales de constituir «charcos» cultural y políticamente homogéneos ha ido decantando esta constelación —en sus orígenes mucho más amplia y plural— del activismo en redes hacia el horizonte más estrecho de la nueva izquierda.

La articulación entre clase política y esta esfera mediática tiene así pocos misterios. Surgidas ambas del ecosistema generacional y político heredado del 15M, han tendido a rotar sobre los mismos ejes, retroalimentándose entre sí, al tiempo que muchas de las nuevas figuras públicas, que habían surgido en este medio ambiente, iban y venían entre uno y otro campo. De hecho, a partir de 2014-2015, la crisis de la movilización social, la ausencia de instituciones de movimiento y la falta de conflictos a los que asirse, obligó a esta incipiente esfera mediática pos15M a girar sobre sí misma, concentrando progresivamente su atención en la emergente clase política, que desde mayo de 2015 entró en posiciones de gobierno en muchos ayuntamientos y en 2019 en el mismo corazón del Estado. La aceleración y profundización de este proceso coincide, además, con la consolidación de la izquierda como único horizonte de la acción política, ya sea organizada para el mantenimiento de las posiciones institucionales, la legitimación de los gobiernos progresistas o la oposición rabiosa al otro polo de representación: la derecha convencional o «extrema».

En este intercambio entre la nueva clase política y la esfera mediática pos15M, lo más significativo resulta en su carácter cada vez más autocentrado y excluyente. Se trata de un precio habitual en todo proceso de construcción de un espacio de representación. Pero como suele ocurrir, el coste es pocas veces bien calibrado, entre otras cosas porque la rendición de cuentas del nuevo espacio político (de la nueva izquierda) ha descansado siempre en un solo lado de la relación, aquellos que concentran los poderes de representación. Para nuestro caso, son varias las consecuencias que merecen considerarse.

La aceptación de la polaridad izquierda / derecha implicó un inevitable empobrecimiento del debate público

En primer lugar, la aceptación de la polaridad izquierda / derecha implicó un inevitable empobrecimiento del debate público, cada vez más reducido a detener o bloquear a la «derecha», especialmente tras la emergencia de Vox. De forma correlativa, la posición institucional de la izquierda se presentó como el único freno frente a la amenaza de la nueva ola parda asociada a la «derechización social». En parte por estas razones, la capacidad de iniciativa ha quedado cada vez más limitada a la iniciativa de la clase política en el gobierno, propuesta por lo general limitada a la producción legislativa. Todo ello nos ha devuelto a una versión apenas modificada del cretinismo parlamentario y del fetichismo legislativo de la socialdemocracia de finales del siglo XIX. (Ejemplos extremos de esta propensión se pueden reconocer en la feroz adhesión, con grados casi nulos de autocrítica, a propuesta legislativas que apenas han producido cambios nominativos o cosméticos en materia de política social, al tiempo que se reforzaban las tipificaciones del código penal14).

De forma correlativa a este empobrecimiento del debate y de la capacidad de propuesta política, la doble faz de la esfera mediática de la izquierda pos15M —medios y redes— se ha ido especializando en un suerte de batalla cultural perpetua, que se ha convertido en prácticamente la única forma de articulación de la adhesión-representación social. La inevitable propensión a adecuar cada acontecimiento, noticia o problema al marco de las batallas culturales ha operado con una inevitable exceso ideológico, que ha adquirido su sustento en un nuevo estilo de comunicación y gobierno que podríamos llamar neoprogre. 

«Lo neoprogre»: moral de la nueva izquierda e ideología de gobierno

Lo «progre» o la ideología «progre», hoy convertida en azote y denuncia de las formas ideológicas de la izquierda por parte de la extrema derecha,15 tiene una genealogía compleja. Durante los años de la Transición, desde finales de la década de 1970 hasta entrados los años noventa, el «progresismo», lo «progre» o la «progresía» representaban una ideal de modernización social, que cubría el terreno de los derechos civiles y de los valores de carácter liberal, al tiempo que subrayaba una importante diferencia cultural con la derecha, señalada como representante eterna del espíritu retrogrado, carca y antimoderno de la «otra España». Lo progre, en la crítica y en la autocrítica —entonces de inspiración libertaria e izquierdista—, iba asociado también a una creciente desconexión respecto de los viejos principios del movimiento obrero (igualitaristas) y de lo mejor de la contracultura, acusada ya en los años ochenta de excéntrica, irrealista y nihilista.16 En sentido lato, lo progre representaba el abrazo del socialismo triunfante de 1982-1997 a la modernidad neoliberal de corte europeo.

En la retórica neoprogre, convertida hoy en el principal rasgo discursivo de la nueva izquierda, estos viejos contenidos, al igual que la vieja hipocresía, aparecen acusados, si bien declinados de otro modo y con otro estilo. De un lado, la gazmoñería y el moralismo de esta retórica es hoy mucho más fuerte; de otro, conserva toda la vieja duplicidad que siempre acompaña a las formas ideológicas moralizantes. Por eso, el prefijo neo, que subraya la diferencia respecto de las primeras décadas de la democracia, resulta aquí pertinente.

El análisis de este estilo neoprogre es, sin embargo, difícil de resumir en un par de páginas. Sin duda, acompaña a una condición de clase, salida de las mismas fuentes de la mesocracia que se expresaron y luego se confirmaron tras el 15M. En lo «neoprogre» hay pocos restos de la vieja crítica social —que apuntaba a las desigualdades económicas y políticas—, sustituida por una denuncia continua de nuevas formas de opresión y de discriminación, que cotizan fundamentalmente en el lenguaje público y, cada vez más, en la tipificación de nuevos delitos.17 De una forma extremadamente paradójica, lo neoprogre incluye una crítica desviada y a la vez despotenciada de las nuevas formas de desigualdad social.18 Desviada, porque el motivo último de la ideología neoprogre es sostener una cierta forma de representación política, que aquí coincide con lo que llamamos izquierda: lo neoprogre es inseparable de una operación de legitimación de determinadas posiciones públicas. Despotenciada, en tanto los sujetos pacientes de tal desigualdad no aparecen sino como «víctimas individualizadas», que requieren de la necesaria intervención del Estado, para reconstituir el principio de la igualdad de oportunidades y de la meritocracia liberal. Como en su precedente, la ideología neoprogre no contiene una crítica a las posiciones sociales estructurales determinadas por un capitalismo en crisis, sustituidas por una mera lógica de correcciones culturales y resarcimientos morales.

La ideología neoprogre apenas esconde la voluntad de respetabilidad y distinción

En términos de discurso, los portadores de la ideología «neoprogre» se significan por su pretensión de defender, y a veces encarnar, ciertos valores cargados de una positividad exagerada y acrítica: inclusión, integración, diversidad, sostenibilidad, ecologismo, feminismo… Al mismo tiempo se construye el polo, igualmente exagerado y acrítico, de los males sociales y políticos: exclusión, derecha, machismo, fascismo, racismo. En este aspecto, la ideología neoprogre apenas esconde la voluntad de respetabilidad y distinción, o en términos nietzscheanos la ambición de servir de revulsivo moral en pro de los oprimidos y de los «débiles», siempre de la mano de la mala conciencia, para someter a los «fuertes» o «poderosos». De hecho, la «moralización» de la política, degenerada en moralismo, ha sido una de las críticas más recurrentes a esta forma de la política caracterizada por un régimen afectivo de indignación y agravio,19 que tiende a desplazar a los viejos sujetos de la izquierda (la clase e incluso los movimientos sociales) por posiciones sociales que se cifran en términos de «identidad», «violencia» y «opresión».20

Lo «neoprogre», como forma ideológica particularmente hispana, tiene así notables correspondencias con el liberalism de origen estadounidense y con la usabilidad de «lo políticamente correcto», también común en el medio anglosajón. Lo neoprogre observa la misma vocación de convertir cada enunciado en un marco de posible ofensa de ciertos valores o a determinados colectivos sociales; una igual centralidad de las formas (como el lenguaje inclusivo, siempre según la centralidad comunicológica antes señalada) y una igual tendencia al juicio / indignación moral sobre casi cualquier cosa. También se comporta como un amplio movimiento de reforma moral, que opera en términos de pacificación de todas las violencias y opresiones (salvo obviamente las impuestas por el Estado, que si es de «izquierdas» son en última instancia legítimas, y por el mercado, que son inevitables).

La izquierda neoprogre se presenta públicamente como un movimiento por la mejora moral

En este sentido, la izquierda neoprogre se presenta públicamente como un movimiento por la mejora moral, no muy distinta de los viejos estilos del reformismo burgués, que históricamente ha comprendido desde los grupos protestantes de moral victoriana del siglo XIX hasta las formas de filantropismo moderno. Sobra decir la antipatía que todo ello genera entre aquellos que deben ser «reformados» y que comprenden a todo el conjunto de la sociedad que no se identifica con la izquierda o en ocasiones es «de izquierdas» pero ya no «progre».

No obstante, el éxito de lo neoprogre reside en que va más allá de una ideología política, en el sentido convencional de un cuerpo de ideas o principios que sirven tanto de interpretación de la realidad como de apuesta política. La fuerte impregnación moral de estas posiciones lleva a sus mejores exponentes a operar sobre la base de una suerte de nueva religión mundana de salvación, que separa a los justos y a los buenos de los malos e impíos.21 El miedo al error, a la equivocación, el requisito de iniciación en los códigos del juicio, en lenguajes esotéricos (que incluyen toda clase de modismos lingüísticos), o en ciertas formas de comportamiento y modales (que en ciertas versiones también tiene que ver con los hábitos alimentarios) refuerza el sentido de posición y unidad de aquellos que participan de esta «religión política», respecto de los apenas iniciados, que se deben comportar con reverencia y miedo.

En otra dimensión, lo neoprogre no se separa un ápice de las posiciones culturales de la época, y en cierto modo debe ser leído como la versión de «izquierdas» de la cultura neoliberal. En la reducción de la política a un juego de víctimas y agresores, situados en un larga escalera de privilegios-opresiones, expande la misma promesa de igualación e inclusión dentro del cuerpo social (con independencia de la procedencia, del color de piel, la diversidad sexo/género, etc.). Lo neoprogre comparte el principio de la igualdad de oportunidades, según el cual cada individuo debe ser reconocido en su singularidad y en su mérito con independencia de todos los «handicaps culturales» que sufre en forma de sexismo, racismo, clasismo u otras formas de discriminación todavía vigentes. Además al considerar a los colectivos desprovistos de poder o en franca situación de explotación —por utilizar un lenguaje más preciso que el del privilegio cultural— como una colección de víctimas individualizadas, a veces de forma multifactorial, impide tanto su consolidación en grupos-sujeto, como su alianza en nuevas constelaciones proletarias. En tanto víctimas, la política neoprogre aspira a una reparación por parte del Estado, a ser «objeto» de sistemas de protección de las violencias, así como al reconocimiento cultural por parte de la sociedad.22 Sin lugar para la paradoja, para los practicantes de lo neoprogre, en posiciones de supuesto privilegio, basta con reconocerse «me siento culpable, eso me hace bueno», para seguir haciendo básicamente lo que hacía. La hipocresía, y el origen mesocrático de esta ideología moral, resulta por todo ello evidente a quien no ha caído en su órbita gravitatoria.

Lo neoprogre es para la izquierda el gran motor de las guerras culturales que se activa contra su homólogo «facha» o «reaccionario»

En todo caso lo que caracteriza a lo neoprogre como fenómeno específicamente hispano no es tanto que predomine un elemento católico (asimilado a una mala conciencia superficial), frente a otro de tipo protestante (según el mandato de la reforma moral interiorizada), sino de que se trata, en sus versiones más suaves, de una ideología de gobierno, que sirve para legitimar ciertas posiciones políticas, así como determinadas políticas públicas. Lo neoprogre es para la izquierda el gran motor de las guerras culturales que se activa contra su homólogo «facha» o «reaccionario». Pero también es el gran motor legislativo que entre 2019 y 2023 ha convertido el código penal en el instrumento preferido de reforma social. De ahí la centralidad de los delitos de odio, y de la persecución de los enunciados racistas, xenófobos o sexistas. De ahí también que produzca mayor escándalo cualquier comportamiento calificable como sexista o racista en el ámbito público (por ejemplo, entre famosos, o en el ámbito deportivo), que la superexplotación de las trabajadoras domésticas, la ley de extranjería, las expulsiones en caliente, la política europea de fronteras o los reiterados episodios de asalto a la valle de Melilla.

La izquierda, no lo olvidemos, consiste en un sector político que gobierna amplias parcelas del Estado y que requiere de continuo material ideológico sobre el que sostener su posición. El estilo neoprogre se presta como un mecanismo rápido de identificación y legitimación, como el medio más eficaz para organizar la polaridad con la «derecha», así como para disciplinar al bloque interno. En última instancia y como toda ideología de gobierno, lo neoprogre se ha convertido en una batidora capaz de triturar y hacer tragable cualquier contenido de la crítica social, venga de donde venga, siempre y cuando esté desprovisto de sus contenidos activos, esto es, de organización, conflicto y a la postre violencia.

La integración de los movimientos sociales

Entre los pilares de la nueva izquierda hay otro espacio que es preciso analizar y que resulta especialmente importante en tanto logra realizar cierta unificación «por abajo» de la izquierda. Se trata de la figura política comprendida dentro de la rúbrica «movimientos sociales». A este respecto, sin embargo, es necesario hacer cierta aclaración: la categoría «movimientos sociales» ha servido como un cajón de sastre dirigido a abarcar dentro de sí casi cualquier forma de movilización social que no pasara por los canales institucionales (los partidos principalmente), al menos en sociedades ricas, fragmentadas y dominadas por las posiciones sociales características de la clase media.23 La política de los movimientos sociales, hecha por lo general de demandas sociales parciales, significaba en el ámbito de las ciencias sociales el fin de la centralidad obrera característica de la modernidad industrial y el advenimiento de una conflictividad más compleja y también más soft, característica de las sociedades posindustriales. De forma algo imprecisa, la sociología ha tratado de discriminar estas formas de movilización como resultado, alternativamente, de un cambio general de los consensos sociales (un cambio de valores de aquellos materiales a otros nuevos, «postmateriales»), de la propia opulencia del largo periodo keynesiano-fordista (en la que amplios sectores ya no están subordinados a condiciones de inseguridad material), de las contradicciones entre ese mismo progreso material y sus consecuencias contradictorias o catastróficas (tal y como apuntaba el movimiento ecologista y pacifista), y de los conflictos que surgen a partir de una ciudadanía restringida dentro de las formas sociales normativas del Estado nacional, así como de su necesidad de ampliarla (al modo en que han expresado todas las luchas de «minorías»).24

Es sintomático que la gran mayoría de los sectores políticos activos —lo que podríamos reconocer, con un viejo nombre, como el tejido militante— haya aceptado el término «movimientos sociales» como categoría de autoidentificación. De hecho, desde la década de 1970, la referencia a los viejos marcos ideológicos de la acción política (marxismo, socialismo, anarquismo) no ha hecho más que perder terreno, frente a la autosuficiencia de la acción contenida en la práctica local, comunitaria o «sectorial». A pesar, por tanto, de los numerosos intentos de reflexionar sobre otros horizontes menos vinculados a la categoría «movimientos sociales» —como la vieja denominación «movimiento alternativo» o el intento de retomar la idea de sindicalismo, aunque sea declinado como «social», o de reivindicar el universalismo a partir de su lucha específica como proponían ecologismo o feminismo—, el nombre, pero también la lógica, de los «movimientos sociales» se ha impuesto como forma predominante de comprensión de toda aquella forma de activación política que no pasaba directamente por las instituciones de Estado.

Como era previsible, en la estela que siguió al 15M, el paradigma de los «movimientos sociales» ha seguido siendo hegemónico en el ámbito de lo que antiguamente se llamaba política extraparlamentaria, pero de una forma que resulta cada vez más diferenciada respecto de la existente antes de 2011. La forma movimiento social se ha visto, de hecho, arrastrada por las mismas fuerzas que han empujado la recomposición de la izquierda. Ha experimentado así una suerte de proceso de institucionalización tardía, hasta el punto de convertirse en lo que podríamos llamar el cuarto fundamento de la nueva izquierda. De forma muy resumida, en el curso de los últimos 15 años, los movimientos sociales han pasado de ser una modalidad organización de lo político relativamente marginal, casi siempre antiinstitucional, atravesada por un libertarismo de base asamblearia y de matriz antiestatal, a ser progresivamente otra cosa, que también se entiende dentro de la izquierda.

Este proceso no ha seguido el curso del viejo movimiento sindical, convertido en una suerte de aparato estatal incrustado en la negociación colectiva y en la cogestión, por parcial que esta sea, de los sistemas de bienestar. La característica difusa, emergente, sin centro de los movimientos sociales se ha conservado, aunque solo sea porque estos constituyen la condición definitoria de la forma «movimiento». Pero incluso a partir de esa matriz descentralizada, con cristalizaciones apenas sólidas, sujeta a ciclos de emergencia y retracción, los movimiento sociales han experimentado un particular proceso de institucionalización.

Tal institucionalización tiene que ver, antes que nada, con la aceptación por buena parte de los mismos de un rol o papel dentro de las fuerzas de izquierda. Este consiste en concebir y disponer su actividad según una posición que se considera «externa» a los canales institucionales convencionales (principalmente los partidos), pero funcional a las posiciones institucionales de la izquierda. Dicho brevemente, esta nueva política para los movimientos sociales podría resumirse en «presionar desde fuera para sancionar conquistas en forma de leyes y derechos provistos por los gobiernos de izquierda».

En ningún caso, la adecuación a esta «función» se manifiesta de forma más acabada que en la transformación de los movimientos sociales según el paradigma «comunicológico» antes descrito. También aquí, la construcción de la visibilidad mediática se ha convertido en el principal criterio de eficacia de este tipo de prácticas. Así, la elección de portavocías, de una «estrategia comunicativa» o la teatralización de las acciones para su representación en los medios han adquirido un creciente protagonismo frente a la construcción de «comunidades de afectados», instituciones propias o la articulación de conflictos sostenidos en el tiempo sin responsabilidad alguna respecto de las posiciones institucionales de la izquierda.

Hoy un movimiento existe si dispone de los instrumentos para su presentación pública, esto es, mediática

Básicamente, hoy un movimiento existe si dispone de los instrumentos para su presentación pública, esto es, mediática. Y esto constituye su verdad. Paradójicamente, la principal consecuencia de este proceso de institucionalización reside en la crisis de la forma «movimiento» como instancia de representación social, esto es, como forma de movilización política que precisamente por no estar institucionalizada logra legitimidad y reconocimiento, al menos dentro de un segmento significativo de la sociedad.

Esta adecuación al «paradigma comunicológico» de los movimientos sociales ha impedido que dentro de los mismos se establezca una lógica tensión entre «activistas» y «afectados / representados», al modo de un conflicto interno entre una suerte de élite activista y las comunidades organizadas. En tanto el objetivo prioritario es la representación mediática —último grado de la eficacia política de un movimiento—, la comunidad de lucha se vuelve prescindible, pudiendo quedar relegada a una condición de mero espectador en la negociación entre sus representantes y las instituciones del Estado. La forma movimiento social, asociada cada vez más a la izquierda, o incluso a la izquierda en el gobierno, se ha convertido así en una forma más de representación, que en ocasiones sirve antes a la desmovilización de los mismos sectores sociales que se quiere representar que a su activación política.25

Hay además otro elemento que tiende a sellar este proceso de institucionalización, y que tiene que ver con la capa activista que opera bajo el nombre movimientos sociales. Este sector ha experimentado un proceso de profesionalización, que en determinados ámbitos y territorios podría haber culminado en su consolidación como una fracción o segmento de lo que se ha llamado clase proyectista.26 La clase o fracción «proyectista», comprendida dentro la nueva clase media profesional, se distingue de otras posiciones dentro de la misma por su capacidad para generar redes y emprender proyectos monetizables en última instancia para sí misma. En lo que se refiere a este segmento activista de la clase proyectista, su campo de oportunidad habría estado en su capacidad para convertirse en portadora de distintos saberes expertos, asociados a las demandas de los movimientos en los campos de la sensibilización, la asesoría, la pedagogía (ambiental, de género, antirracista), la solución de conflictos (mediación), la promoción comunitaria, etc.

De forma correlativa, el experto activista se ha convertido en objeto de una atención creciente por parte de las administraciones —y no solo de aquellas gobernadas por la izquierda—, que han encontrado en sus saberes, y sobre todo en su promoción pública, un instrumento de racionalización y ampliación del sentido de la acción pública, en la misma línea sobre la que se construyó el Tercer Sector. De hecho, una parte creciente de este segmento de actividad parapública está siendo capitalizado por la figura del experto activista.

La figura del «experto activista» ha adquirido el rango de carrera profesional

De otra parte, a nivel propiamente interno de los movimiento sociales, la figura del «experto activista» ha adquirido el rango de carrera profesional, con consecuencias inevitables. La creciente profesionalización de este tipo de activismo ha logrado realizar la promesa de un «militancia con premio», tras años de generosidad y voluntarismo desinteresado, en el marco de unas prácticas políticas hasta hace poco prácticamente imposibles de monetizar. Integrado en institutos y observatorios con abundante financiación pública, o en cooperativas y asociaciones que trabajan por encargo principalmente de las administraciones, el experto activista se ha consolidado como una suerte de parafuncionariado, ligado, quiera o no, a la fortuna de las posiciones de la izquierda en las instituciones del Estado. En la medida en que este experto activista es también uno de los principales portadores y generadores de la ideología «neoprogre», su función técnica (cuando existe) se acompaña inevitablemente de un fuerte componente ideológico con alto valor en el mercado político.

En aquellos territorios —principalmente en Catalunya— donde esta figura se ha desarrollado con más amplitud, las transferencias públicas han llegado a construir un verdadero subsector económico, dominado por esta figura del «activista experto». Este consiste en un amplio tejido conformado por institutos parapúblicos, asociaciones, cooperativas, pero también espacios de socialización, consumo y gestión cultural. La ambigüedad de este espacio social puede resultar inquietante y, desde luego, desconcierta. De un lado, se presenta públicamente como el reflejo de una nueva y verdadera sociedad civil, basada en la autogestión y la autoorganización. De otro, resulta evidente la fuerte dependencia de este segmento laboral respecto de la contratación pública y de distintos paquetes de subvenciones y ayudas públicas. En última instancia, este espacio se asemeja más a una nueva forma de clientelismo político y patronazgo social que al desarrollo de algún tipo de contrasociedad. Por si esto fuera poco, la propia condición social del activista experto —recuento en la mayor parte de los casos de la clase media profesional precarizada—, su desarrollo profesional dentro de este sector parapúblico y las prebendas a su alcance —como por ejemplo, la promoción de cooperativas de vivienda sobre suelo público, en régimen de cesión o donación—, tienden a separarlo del conjunto de los sectores sociales más precarios. Su carácter «populoso» no coincide así con una condición «popular».

***

En este breve análisis de la nueva izquierda —de lo que propiamente podríamos llamar sus bases materiales— parecen definirse así tres figuras sociales principales: el político, el comunicólogo y el activista experto. La primera, el político, es seguramente el tipo social más representativo y tradicional. Se trata de una persona a sueldo en la «industria de la representación», que ha convertido esa condición de «servicio público» en su oficio y en su principal medio de vida. La/el político de la nueva izquierda se distingue, sin embargo, del viejo, por sus condiciones de promoción y reproducción. No se trata ya tanto de una persona de partido, que se educa desde joven en una estructura disciplinaria y en la que según sus dotes y su docilidad progresa dentro de la misma. El nuevo político de izquierda opera antes bien como un empresario o empresaria de sí mismo, capaz de aglutinar o aglutinarse en determinado rango de adhesiones, dentro del caldo siempre revuelto de candidaturas y de alianzas cambiantes (Podemos, Unidas Podemos, candidaturas municipales, Sumar, etc.). El ecosistema de la nueva izquierda dominado principalmente por notables y subordinado a su capacidad para «comunicar» según una lógica de tipo fundamentalmente carismático, es seguramente por eso más frágil y más dúctil (también para los poderes del Estado y los grandes actores económicos) que los equipos salidos de las viejas estructuras partidarias.

La segunda figura es la del especialista en comunicación según distintas variantes: el periodista en los medios digitales, pero siempre con fuerte presencia en redes; el comunicólogo profesional, ya sea como community manager, ideólogo o estratega de medios; y el comunicador semiprofesional, que ha convertido la red —principalmente twitter, pero no solo— tanto en su principal militancia, como en su medio de distinción y visibilización social. La exigencia de dinamismo y flexibilidad sobre esta segunda figura es también mucho mayor que la de las viejas estructuras de los grandes medios de prensa, y por lo mismo también más frágil y maleable. El «comunicólogo» es además extremadamente funcional a la lógica de polarización según las formas de la guerra cultural y de la subordinación de la acción política a la acción comunicativa.

Por último tenemos al activista experto, militante de los movimientos sociales, que ha convertido esa militancia en un medio de vida asociado a la ciudad por proyectos,27 ya sea en institutos, fundaciones o en cooperativas, asociaciones y tercer sector. Por señalar un precedente importante, el activista experto recorre una trayectoria parecida a la de la militancia de la extrema izquierda que en la década de 1980 empujó y se acopló a la proliferación del nuevo espacio de las organizaciones no gubernamentales. Las ONG fueron, efectivamente, el embrión del tercer sector y de una nueva forma de producción ideológica institucionalizada, al modo de las entidades de sensibilización y ayuda a minorías, refugiados, marginales, etc. Esta pléyade activista acabó, por lo general, por tener formas de actividad plenamente funcionales a la lógica partidaria. Y aunque existen algunos casos interesante, la tónica de este movimiento asociativo ha sido políticamente irrelevante y en algunos casos rayana en la caricatura.28

Las tres figuras mencionadas se han constituido como medios de integración de segmentos políticos antes marginales en términos institucionales, a través de canales oficiales o paraoficiales auspiciados por el Estado, y siempre en última instancia sostenidos por el mismo. Una posible lectura de este proceso de institucionalización podría explicarse como una inserción positiva de las «luchas» dentro de los aparatos de Estado, esto es, como un avance en la democratización de la estructura misma del Estado. La pregunta a la que se tiene que someter este tipo de integración, sigue siendo la misma: ¿es la nueva izquierda un espacio capaz de convertirse en instancia de representación de las figuras de la crisis? ¿Es un medio útil como lugar de articulación o alianza de los conflictos sociales potenciales? ¿O incluso en términos más modestos, puede esta izquierda siquiera operar como mecanismo de integración y pacificación de los mismos, según su largo papel en las democracias liberales?

La izquierda frente a la crisis

La recomposición de la izquierda, y sobre todo su creciente monopolio como horizonte político en el caso español, implican algunas consecuencias prácticas, que no se pueden obviar. Por presentarlas de forma esquemática, la primera, y seguramente la decisión fundamental ante esta reinstalación de la izquierda, es la de qué hacer con ella e incluso frente a ella. El rango de opciones es amplio y va desde la credulidad del creyente hasta la más completa hostilidad del anarquista recalcitrante. En la esfera intermedia del oportunismo, incluso del más legítimo, se puede encontrar una cierta inteligencia que hace de lo existente lo único posible. De forma muy resumida, esta tendencia, que podría reconocerse sin mucho problema en la práctica totalidad de la crítica precedente, apostaría por el trabajo dentro de la izquierda, estimulando los estrechos márgenes de crítica interna y ampliando los espacios autónomos de reflexión y organización, pero compartiendo el marco de la izquierda necesaria como freno a la derecha y al «fascismo» por venir, la importancia de ocupar espacios institucionales y la necesidad de subordinar la crítica a una posición llamémosla pragmática.

Hay en esta posición, no obstante, una serie de límites más o menos severos, que pueden echarla a perder y que de hecho la echan a perder. Esquemáticamente podemos resumirlos en tres:

1. El terreno de posibilidad de la izquierda ha estado concentrado en una combinación virtuosa de gobierno y relajación del control político por parte de las instancias del mando económico especialmente a escala europea. La izquierda ha sido posible por la larga resaca del 15M, que empujó a Podemos y todas sus variantes, primero a los gobiernos municipales y luego al gobierno del Estado. Sin esta canalización del 15M hacia el gobierno —o por decirlo, de otro modo, si el 15M hubiera acabado en otra hipótesis—, no habría habido espacio alguno para la resurrección de lo que antes de 2011 parecía un cadáver. En segundo lugar, si la izquierda ha hecho, o más bien ha parecido hacer algo, la razón descansa no tanto en su inquebrantable voluntad de reforma social, como en los marcos de lo posible determinados por el giro de la gestión de la crisis económica a escala europea (por no decir global). Desde finales de 2015, esta ha pasado, en efecto, por una vía distinta a la austeridad neoliberal impuesta entre 2008 y 2014.

En demasiadas ocasiones se olvida que los marcos políticos nacionales están sobredeterminados, por no decir que son delegados, de las instancias de poder supranacional, que operan con rango de «capitalista colectivo», muy por encima del poder formal de los Estados. Desde 2015, la autonomía relativa de los gobiernos europeos ha descansado en el tibio giro neokeynesiano cifrado en los programas de inyección de liquidez (compra de bonos por parte del BCE, QE, Next Generation, etc.), que a partir de ese año han acumulado cifras que superan el umbral anual del billón de euros.29 Una prueba decisiva de esta determinación del radio acción de las izquierdas se puede encontrar en la comparación del tratamiento europeo despachado a Syriza —con un componente infinitamente más desafiante que el de la actual izquierda española y con una inteligencia política también muy superior— entre 2014-2015, con el aplicado a la coalición PSOE-Podemos a partir 2019. Por resumir mucho, la «coalición más progresista» de la historia de España desde 1936, ha dispuesto de márgenes suficientes para aplicar políticas de pacificación social en términos de expansión del empleo público, ampliación del gasto público y contención de los aspectos más lesivos del programa neoliberal. El contenido último de la izquierda reside fundamentalmente en este giro inverso de la austeridad a la expansión del gasto y la deuda pública.

En cualquier caso, para este «posibilismo de la izquierda» debería quedar claro que ninguna de estas dos condiciones señaladas tienen un futuro garantizado. El gobierno se puede perder y, de hecho, ha estado a punto de perderse en las elecciones de julio de 2019. Por otra parte, la gestión de la crisis —en una secuencia que se extiende desde 2008 hasta el presente— admite un amplio rango de respuestas, que pueden ir desde la vuelta a la austeridad, hasta la apropiación de soluciones sociales (medidas de pacificación eficaces) por parte de una derecha centrada entorno al PP o una izquierda (como ocurre hoy con PSOE-Sumar) cada vez más disciplinada. En una tendencia a medio plazo, los dos factores descritos, incluso si no sufren modificaciones sustanciales, implican una erosión progresiva de la izquierda y la vuelta a una forma de turnismo o recambio, capaz de sostener las funciones de la «normalidad institucional» en un régimen democrático.

La clientela social de la nueva izquierda es seguramente más estrecha que la vieja

2. La clientela social de la nueva izquierda es seguramente más estrecha que la vieja; y no tiene, además, visos de poder ensancharse. En términos exclusivamente sociológicos, la nueva política luego capitalizada bajo las siglas de Podemos no ha rebasado el marco social de una izquierda que, desde la década de 1970, ha ido perdiendo sus bastiones en un mundo «obrero» en franca decadencia —caso de ceñirlo al empleo en la industria, la construcción y el peonaje agrícola—, para instalarse en determinados segmentos de la clase media profesional y del empleo público. Una de las sorpresas al considerar el voto a Podemos-Sumar, las confluencias y a todas las secciones parlamentarias de la izquierda (como la CUP, Bildu, etc) es que este tiende a concentrase en determinados segmentos generacionales (principalmente los menores de 45), normalmente con formación universitaria (de hecho, Podemos-Sumar solo disputa la primera fuerza de voto entre los estudiantes) y en las categorías profesionales de nivel alto y medio.30 Característicamente se trata de los reemplazos de la clase media, relativamente precarizadas y con cada vez más problemas de realización de una carrera profesional propiamente dicha. En los segmentos más típicamente populares como el grupos de los desempleados o de los trabajadores no cualificados («ocupaciones elementales» según el CIS), o en términos educativos aquellos sin titulaciones, con el título de primaria o la secundaria obligatoria, Podemos y similares prácticamente desaparecen en favor del PSOE. Lo mismo sucede entre pensionistas y mayores.31 En otras palabras, la condición social del voto de izquierdas refleja la condición social de la clase política de esa izquierda; y en términos generacionales la correspondencia es perfecta.

Sin duda, esta izquierda recompuesta podría apelar y, de hecho apela, a otros segmentos «populares». La izquierda tiene una vocación de mayoría social, la cuestión es ¿por qué no rebasa los marcos de la composición social de sus representantes? Lo que podría reconocerse como una nueva alianza social, al estilo de la izquierda que protagonizó la Transición española, y que por un lado empujó el pacto social y por otro desplazó todo protagonismo obrero en los pactos políticos, resulta hoy prácticamente imposible. En cierto modo, la nueva izquierda es pagana de su propia condición social, relativamente aislada en su amplia burbuja generacional y cultural. La construcción de lo neoprogre como bandera ideológica y la propensión a la guerra cultural, en tanto forma de expresión del antagonismo político, separan inevitablemente a la nueva izquierda de aquellos sectores sociales que interpela casi siempre de forma paternalista y que apenas conoce: «Los de abajo», «los pobres», «los vulnerables», a pesar de su pretensión de «gobernar para la gente», «no dejar nadie atrás». Conviene reconocer que hoy los «malestares populares» no encuentran ninguna forma de expresión y reconocimiento entre los que se muestran como sectores «semiprivilegiados», similares en términos sociales y de capital cultural a sus presuntos oponentes.

La quiebra de esta separación social no puede ser nunca meramente discursiva. Requeriría de espacios de hibridación social y cultural efectivos y de articulación de alianzas concretas en conflictos concretos. En otras palabras, requeriría romper la centralidad de la política como «comunicación», sobre la base de la construcción de instituciones propias, conflictos materiales y formas de organización específica. Señalar de forma reiterada al movimiento de vivienda como excepción, no resuelve este problema que es propiamente el gran problema de una política del contrapoder en esta época.

3. De forma consecuente con las dos premisas anteriores, la nueva izquierda presenta un creciente problema de ceguera sobre todo aquello que escapa a su ámbito de representación —institucional y mediática—. Por eso la izquierda tiende a hacer coincidir su espacio social y cultural con el mundo social como un todo. En este sentido, esta izquierda es cada vez más idiota, en la propia etimología griega del término idios, referido a lo propio y lo privado. Ensimismada en sus luchas internas, encerrada en su propia ideología, en el doble diálogo cerrado entre clase política-esfera mediática e izquierda-derecha, esta nueva izquierda no aparece ni dispuesta ni abierta a las emergencias que van a aparecer necesariamente en la forma de nuevas instancias de la crisis.

Sin duda esto no quiere decir que la izquierda vaya a ser completamente ciega a lo que ocurra en los próximos años. Antes al contrario, la izquierda hablará y hablará de todas las formas de emergencia por venir, sean estas revueltas en las periferias urbanas, huelgas descontroladas en sectores imprevistos (logística, servicios públicos), cortes de carreteras o tomas masivas de la vía pública. La izquierda tratará de saturar semióticamente el campo de estas emergencias, impidiendo cualquier forma de expresión que apunte a su autonomía, y a ampliar su potencial de conflicto. Cumplirá con su papel en términos alternativamente de condena moral o paternalismo, rechazo o apremio, anidmaversión o simpatía. En cualquier caso, tratará siempre de «representar» lo que estaba decisivamente fuera de su radar. Lo que no hará en ningún caso es organizar, empujar, tratar de dar medios propios de expresión, esto es, impulsar una política autónoma de estas instancias sociales en curso de convertirse en sujetos políticos.

Es probable que esta recomposición de la izquierda tenga un carácter efímero

Por todo ello, es probable que esta recomposición de la izquierda tenga un carácter efímero, o al menos ya emitido con fecha de caducidad. Si el 15M fue una vasta expresión política de una profunda crisis de representación y de desconfianza respecto de los canales institucionales de la democracia española, la crisis de representación tiende a ser el horizonte a medio plazo de la crisis general. El empeño de esta izquierda en recuperar la ilusión por la política institucional parece por tanto condenado, al menos a medio plazo. Caso de compartir este diagnóstico, la cuestión es por tanto doble ¿qué hacer ante / frente a la izquierda, incluida aquella más inteligente y «oportunista»?, pero también y sobre todo ¿cómo reconstruir una política de la autonomía?

  1. Por traer aquí el conocido libro de Marcuse, El hombre unidimensional, Madrid, Austral, 2022 [1964], pero sobre todo sus análisis sobre el periodo de la revuelta estudiantil-juvenil: El final de la utopía, Barcelona, Ariel, 1968; y sobre todo La nueva izquierda y la década de 1960, Materia Oscura, 2022.  ↩︎
  2. Para un análisis más desarrollado de este argumento me remito a Emmanuel Rodríguez, La política en el ocaso de la clase media. El ciclo 15M-Podemos, Madrid, Traficantes de Sueños, 2015. ↩︎
  3. Esta metáfora se empieza a usar a partir de 2013. Con ella se quería apuntar a la diferencia entre el enorme impacto social y cultural del 15M y su escasa modificación de los órdenes institucionales, especialmente del régimen político. La imagen fue ampliamente utilizada a la hora de impulsar los primeros intentos de formar candidaturas. ↩︎
  4. Esta afirmación exige, no obstante, una matización. El 15M estuvo siempre organizado y esto en dos dimensiones: las asambleas públicas abiertas a cualquiera y la discusión abierta en redes sociales y la blogosfera. Más allá sin embargo de estos dos ámbitos, el 15M no logró dotarse de instituciones propias, formas organizativas seguramente más reducidas y problemáticas, pero también con mayor capacidad para sostener una posición política a lo largo del tiempo. Partidos y candidaturas, muchas veces explícitamente, no quisieron construir esta dimensión institucional de contrapoderes concretos. ↩︎
  5. Es difícil calcular la magnitud de lo que en Italia se llamaría este setto (sector) político. A partir de una estimación del número de diputados nacionales y autonómicos, senadores, asistentes y liberados del grupo político, concejales, equipos de los concejales y los propios cargos y liberados de las organizaciones (no solo de Podemos, como también de Ahora Madrid y las candidaturas municipales) de la Comunidad de Madrid, para el año 2016, en el que Podemos entró por primera vez en el Congreso, se podría calcular un número de no menos de 1.000, quizás 1.500 personas, con sueldo por funciones de «representación». Extrapolados estos datos de Madrid al conjunto del país, la cifra no sería inferior a 5.000 o 6.000 representantes y asociados a sueldo. Puede parecer una cifra pequeña, pero en esta se comprenden buena parte de los «cuadros» del 15M: activistas, influencers, periodistas, abogados, portavoces (principalmente del movimiento de vivienda), etc. El impacto de este «sector cualificado» en la orientación política del ciclo resultó, por eso, determinante. Para un mayor desarrollo de esta estimación, véase E. Rodríguez, La política en el ocaso…, p. 168, n. 20. ↩︎
  6. Un solo ejemplo puede resumir bien el adanismo laboral de los nuevos políticos. En las elecciones autonómicas a la Comunidad de Madrid de 2015, Podemos obtuvo 27 de los 129 diputados, de ellos más de la mitad carecían de número de la Seguridad Social: no habían trabajado nunca, la mayoría tampoco lo habían hecho al margen de la legalidad. Básicamente se trataba de jóvenes universitarios en expectativa de empezar su carrera profesional. ↩︎
  7. En una organización improvisada, que debía ocupar cargos antes incluso de que dispusiera de estructuras formales, el recurso a la lógica de la lealtad afectiva fue el más recurrente. El núcleo del partido, tenía su residencia en Madrid, y los primeros cargos (tanto del partido como en las instituciones) fueron seleccionados por su cercanía al mismo. A la hora de selecciona a los candidatos públicos o internos del nuevo partido, el reducido círculo de este núcleo recurría por lo general a viejos amigos, amantes, parejas presentes o pasadas. Un sociograma de Podemos, especialmente en sus primeros años, mostraría la centralidad de este mecanismo de selección de cargos a partir de este tipo de vínculos, del que los casos más reconocibles son las sucesivas parejas de Pablo Iglesias. ↩︎
  8. En este periodo, esta discusión quedó ceñida a la idea del «partido-movimiento». Con ello ser quería destacar la dimensión de masas y de movilización social que debía acompañar a las candidaturas, al tiempo que se trataban de corregir las inevitables inercias burocráticas de la organización. Lo cierto, sin embargo, es que esta fórmula, que recogía las contradicciones del proceso de institucionalización —CCOO probó algo parecido en los años 1976 y 1977, cuando se definió como movimiento sindical, antes de convertirse en una organización al uso—, no tuvo más que funciones retóricas. Para el grupo que dirigía la organización, el modelo preferido era mucho más parecido a una suerte de partido empresa. Sobre estas discusiones véanse los innumerables artículos de opinión que articularon el debate de la asamblea de Vistalegre entre septiembre y octubre de 2015, así como los documentos organizativos presentados en la misma asamblea.  ↩︎
  9. Radicado en la Universidad Complutense, y concretamente en la Facultad de Políticas y Sociologia, el grupo iniciador de Podemos ensayó su primera política dentro del ámbito de la competencia universitaria volcada en la promoción interna y la acaparación de plaza, para lo que formaron incluso un grupo informal específico, al que dieron el nombre (en extremo significativo) de La Promotora. ↩︎
  10. Esta forma de entender la división ideológica interna recoge una vieja tradición histórica de los partidos de masas, como la SPD alemana dividida en una derecha (Bernstein), un centro (Kautsky) y una izquierda (Luxemburg entre otros), en una forma que se reprodujo luego en el PSOE histórico de los años treinta. No obstante, esta división no debería ocultar lo que, en última instancia, era una lucha fraccional por los órganos de representación. ↩︎
  11. La consideración de la «representación» como espectáculo puede remontarse, sin duda, a la metáfora de la política como teatro tan propia del Barroco. En la consideración de una sociedad mediática serían, no obstante, de más ayuda los análisis de McLuhan, Debord o Baudrillard, por señalar puntos de vista diversos. ↩︎
  12. Para un análisis del 15M como tecnopolítica véase la investigación de Javier Toret (coord.), T
    ecnopolítica:la potencia de las multitudes conectadas. El sistema red 15M, un nuevo paradigma de la política distribuida, Barcelona, Internet Interdisciplinary Institute (UOC), 2013. ↩︎
  13. Para una crítica de la dinámica de las asambleas del 15M, crecientemente marcadas por aquellos con capital militante y cultural, se puede leer la etnografía de Adriana Razquin, Didáctica ciudadana. La vida política en las plazas. Etnografía del movimiento 15M, Granada, Universidad de Granada, 2017. Más allá de Granada, en ciudades grandes como Madrid, donde las asambleas eran enormes, cambiantes y a veces se fragmentaban en multitud de asambleas parciales y temáticas, el control sobre la dinámica asamblearia por parte de «los militantes» nunca resultó demasiado operativo. La asamblea cumplía allí, más bien, una función «expresiva», antes que decisoria, al menos en lo que se refiere a la puesta en marcha de las principales acciones. ↩︎
  14. La lista en este sentido comprende la casi totalidad de la labor legislativa que ha tenido un rango mediático durante este periodo, así por ejemplo: la ley que establece el Ingreso Mínimo Vital (IMV) de 2021, cuya aplicación finalmente no ha alcanzado más que a una mínima parte de sus potenciales beneficiarios; la reforma laboral de 2022 que mantuvo básicamente las líneas de la reforma previa de 2012, fundamentalmente en lo que a las condiciones de despido se refiere; la ley de Memoria Democrática de 2022, que básicamente es declarativa y simbólica; la llamada ley de solo sí es sí, analizada en otro artículo incluido en este volumen; o el empleo recurrente de la ambigua modificación del código penal de 2015 con la tipificación de los delitos de odio. ↩︎
  15. Efectivamente, el meme «dictadura progre» es hoy repetido machaconamente por parte de los medios neocon y de la extrema derecha, a la vez que es un habitual en el arsenal de las batallas culturales emprendidas por Vox. Véase al respecto Nuria Alabao, Las guerras de género. La política sexual de las nuevas extremas derechas, Iruñea, Katakrak, 2024 (en prensa). ↩︎
  16. Esta crítica fue una constante durante toda la Transición y fue explícitamente dirigida contra los jóvenes, para los que en una situación de paro de masas y de cierre de las expectativas culturales y políticas, la nueva democracia no tenía ya realmente nada que ofrecer. Ejemplo de este tipo de análisis, en este caso desde la sociología de la época, es Amando de Miguel, Los narcisos. El radicalismo cultural de los jóvenes, Barcelona, Kairós, 1979. ↩︎
  17. La deriva punitivista de esta modalidad de la izquierda ha adquirido una centralidad tal, que ya no cabe a este respecto ninguna duda sobre la posición «neutral» e «imparcial» del núcleo duro de los aparatos del Estado: Derecho, policía, judicatura, etc. Véase el análisis del feminismo punitivista contenido en este volumen. ↩︎
  18. Sobre estas formas de desigualdad, y su articulación política y subjetiva en el discurso público merece la pena remitirse a los ensayos del sociólogo francés François Dubet, en su mayoría traducidas al castellano, especialmente El nuevo régimen de las desigualdades solitarias, Buenos Aires, Siglo XXI, 2022; y también La época de las pasiones tristes, Madrid, Siglo XXI, 2019; ¿Por qué preferimos la desigualdad?, Madrid, Siglo XXI / Clave Intelectual, 2022. ↩︎
  19. Para una crítica en este sentido, que recoge además los viejos argumentos de Nietzsche de una forma creativa y provechosa, véase Wendy Brown, La política fuera de la historia, Madrid, Enclave de libros, 2014. ↩︎
  20. La crítica a las políticas de la identidad ha dado curso por lo general a debates viciados, en los que la crítica legítima a una política centrada en el reconocimiento, que tiende a despotenciar a los sujetos y a impedir las alianzas políticas, es asimilada a la negación de las discriminaciones que efectivamente operan sobre ciertos colectivos sociales. En medio de esta bruma intelectual donde «todos los gatos son pardos», siempre a fin de ser eficaces en las guerras culturales, las políticas de la identidad quedan asimiladas así a viejos términos (como posmodernidad), o a un abandono de la política fuerte (en términos de clase, izquierda o nación), o todo ello junto. Para el caso español, a pesar de algunas tentativas interesantes, queda por hacer una crítica consistente a la recepción local de las llamas «políticas de la identidad». ↩︎
  21. Como fuente de inspiración para un análisis de este tipo de proyectos de moralización política, véase tanto los análisis de Weber sobre la dominación carismática y tradicional, como su vasto proyecto de construir una sociología de las religiones en sus Ensayos sobre sociología de la religión (3 vols., Madrid, Taurus, 1987) y en las partes correspondientes de Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, México, FCE, 1993. ↩︎
  22. Para un desarrollo de este tipo de argumentos véase Daniele Giglioli, Crítica de la víctima, Barcelona, Herder, 2017. ↩︎
  23. La primera sociología sobre los movimientos sociales, o los entonces llamados «nuevos» movimientos sociales es bastante amplia y recoge nombres como Sidney Tarrow, Alain Touraine, Alberto Melluci o Charles Tilly. Entre estos tempranos teóricos, un análisis singular y en absoluto complaciente, es el de Claus Offe, vinculado en cierto modo a la Escuela de Frankfurt y en parte comprometido en el origen de los Verdes alemanes. Véase Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Madrid, Sistema, 1988. ↩︎
  24. Véase a este respecto los trabajos clásicos de la sociología de Daniel Bell, Inglehart, Touraine, etc. ↩︎
  25. Merecería aquí recuperar y analizar con más detalle el concepto de «paz social subvencionada» propuesto por Corsino Vela en sucesivos trabajos: La sociedad implosiva, reed., Madrid, Traficantes de Sueños, 2022 o Capitalismo terminal. Anotaciones a la sociedad implosiva, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018. ↩︎
  26. Este término empleado se inspira en el trabajo etnográfico de Graeber (Trabajos de mierda. Una teoría, Barcelona, Ariel, 2018), que reconoce la figura del especialista en la subcontratación pública, así como en la figura del gestor de redes descrito por Boltanski y Chapiello (El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid, Akal, 2002). No obstante, aquí se emplea con el objeto de designar a aquel sector que vive de la subvención pública y que tiene como función principal la producción de proyectos para las administraciones, especialmente en el ámbito cada vez más amplio de lo que podríamos llamar «ingeniería social». Se trataría, por tanto, de una suerte de mezcla entre la condición «de mierda» del trabajo que señala Graeber y una suerte de empresariado social, volcado en la creatividad expansiva del «servicio público». ↩︎
  27. Según la conocida expresión de Boltanski y Chapiello, con la que caracterizan el carácter del trabajo posfordista, heredero en buena medida de lo que llaman la crítica artista de 1968 en El nuevo espíritu del capitalismo… ↩︎
  28. Es interesante señalar que el desarrollo del ámbito del asociacionismo y el llamado Tercer Sector se produjo a partir de la década de 1980 en España, a caballo de dos procesos paralelos: la derrota definitiva de la izquierda sellada en el referéndum de la OTAN de 1986 y el comienzo de la dinámica de subcontratación de servicios por parte del Estado, especialmente en el ámbito de los servicios sociales. Para muchos militantes de la época, cerradas ya las posibilidades de incorporación política, el trabajo en ONG se convirtió entonces en su salida laboral natural. ↩︎
  29. Existe un cierto debate sobre si la política de expansión cuantitativa, y sus efectos en forma de un relajamiento relativo sobre el gasto públio, merece la etiqueta de «keynesiana» (con sus diferentes prefijos: neo, post, etc.). Ciertamente, no hay indicios claros de abandono a escala europea de la ortodoxia neoliberal. Sobre el caso español, una perspectiva de este debate se puede leer en Daniel Albarracín, «¿Una vuelta a Keynes en la política económica española?», Viento Sur, núm. 187, 2023. ↩︎
  30. Véanse al respecto los Barómetros del CIS sobre intención de voto entregados trimestralmente. ↩︎
  31. Ibídem. ↩︎

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