En unos meses colgaremos el cuaderno 3 completo en PDF, mientras, si deseas recibirlo en papel en tu casa y colaborar para que estos contenidos sean posibles. Puedes suscribirte aquí. ¡Gracias!
El presente es un tiempo asaltado por el miedo. Pandemias, guerras en Europa, genocidios en Oriente Próximo y eventos climáticos extremos se turnan para captar nuestra atención en medios y redes. Nos situamos entre no querer saber y buscar protección, pero la protección que se nos ofrece es la del Estado y tiene rostro policial.
El contexto es de creciente securitización, resultado directo de la profundización de las contradicciones inherentes al neoliberalismo. Donde la lucha por la redistribución o la desmercantilización de lo necesario para vivir parece en punto muerto, la solución autoritaria avanza en el control de los segmentos de población difíciles de integrar, de la mano de obra que se tiene que disciplinar. La salida a estas tensiones estructurales parece canalizarse por medio de medidas punitivas y represivas, lo que se traduce en un incremento significativo del rigor penal, a la vez que se expanden los cuerpos policiales y sus funciones sociales. El margen de acción de los que protestan se ve así progresivamente reducido por las multas, las falsas acusaciones policiales y los nuevos tipos penales.
Correlativamente, en los últimos años parece que se ha instalado un nuevo sentido común punitivo que explota el miedo como una estrategia política efectiva, dirigida a facilitar la aceptación de medidas represivas y a ampliar la aceptación pasiva de los abusos institucionales. Esta política se ha infiltrado también en los movimientos de base. El nuevo sentido común punitivo está relacionado con la identificación con el Estado producida en y tras el fracaso del último ciclo político abierto en 2011. Si una parte cada vez más amplia de la acción de los movimientos se dirige a la demanda de derechos como único horizonte político posible, otra parece reclamar soluciones punitivas para problemas como el racismo, el sexismo, la homofobia o la discriminación. Ante el racismo o la homofobia se demanda así una ampliación de los delitos de odio; ante las agresiones sexuales, un código penal «mejor» que necesariamente acaba en un involuntario refuerzo penal —o en un cuestionamiento de las garantías procesales o los derechos de los penados—.
Aquí no se trata de negar los derechos alcanzados ni de dejar de pelear por algunos derechos necesarios, sino de reconocer que los derechos inscritos en el Estado son totalmente insuficientes. Por el camino no podemos olvidar también que reforzar el sistema penal impacta en la represión de nuestras propias luchas, como está sucediendo por ejemplo con los delitos de odio, al tiempo que relegamos a un segundo plano la generación de soluciones propias alejadas de la lógica del castigo.
El fortalecimiento del sistema penal tiene siempre un fuerte impacto sobre las personas más oprimidas y las posiciones más subordinadas. En este tiempo de crecimiento de las derechas radicales, las tensiones sociales están siendo canalizadas hacia la criminalización de los migrantes. Pero la focalización en las personas migrantes opera como una verdadera tecnología gubernamental destinada a gestionar los conflictos presentes y futuros mediante procesos de estigmatización y criminalización. La amenaza constante de la prisión se establece así como una herramienta efectiva de control, diseñada específicamente para disciplinar y subordinar a la fuerza laboral migrante e irregular, sometiéndola a un régimen laboral altamente precario, al tiempo que se la despoja sistemáticamente de sus derechos.
En definitiva, las figuras de protección estatal están definidas por una línea de clase y raza: aquellas que no temen a la policía son de clase media y tienen papeles. Para los demás, sugerir que la policía va a darles soluciones a la violencia que sufren es ignorar que buena parte de esa violencia es la que reciben de los propios cuerpos policiales, ya se trate de migrantes sin papeles, prostitutas, gitanos, trans pobres, personas a las que se desahucia o a quienes se castiga con la retirada de la custodia de sus hijos.
El sentido común punitivo nos ha hecho olvidar que el Estado sigue siendo una máquina de dominación y que los derechos convergen siempre con los poderes que refuerzan la estratificación social y las líneas de demarcación social, en modos que a veces amplían y otras veces atenúan esas mismas dominaciones y fronteras sociales. Como explica Wendy Brown, es preciso recordar que los derechos surgieron como un medio de protección frente a los abusos arbitrarios del soberano; pero también como un modo de asegurar y naturalizar los poderes dominantes de clase, género, etc.1 El horizonte sigue siendo la emancipación de todo poder, no la protección estatal. La verdadera democracia se realiza en la exigencia de compartir ese poder, no en regularlo para obtener protección, recuerda de nuevo Brown.
Con el propósito de desarrollar esta crítica, en este número Nuria Alabao se centra en un aspecto de la criminalización de los migrantes: la racialización de la violencia sexual. En su intento por alertar sobre la gravedad de esta violencia y la necesidad de enfrentarla, el feminismo mainstream ha adoptado las formas del pánico moral, funcional al refuerzo penal, un marco que se adapta perfectamente al funcionamiento de unos medios siempre en busca de atención. En un escenario de auge de las extremas derechas, estos discursos son instrumentalizados para culpabilizar a los migrantes, aumentar la vigilancia en el espacio público y exigir más recursos policiales. Las acusaciones de agresión sexual —como ha sucedido históricamente en el imaginario colonial— están siendo utilizadas para someter y controlar ese específico segmento de la fuerza de trabajo. Estas construcciones también están irrumpiendo ocasionalmente en forma de disturbios racistas con ataques a albergues de migrantes o centros de menores no acompañados.
Por su parte, Albert Sales analiza a fondo un contexto político donde el populismo punitivo y la radicalización xenófoba se han convertido en elementos centrales de las estrategias electorales contemporáneas, especialmente por parte de las extremas derechas, que vinculan inmigración con delincuencia. El alarmismo securitario no responde a un aumento de la criminalidad sino que explota miedos sociales alimentados por la precarización, la desigualdad y la sensación de inseguridad. Estas políticas populistas aumentan la criminalización y la precariedad de los colectivos migrantes que se convierten en chivos expiatorios frente a los problemas estructurales.
El texto de Nora Rodríguez se centra en una de las figuras legales más promovidas por la izquierda: los delitos de odio. Aunque inicialmente se propusieron para proteger a colectivos vulnerables frente a agresiones racistas, xenófobas o por orientación sexual, hoy se han convertido, paradójicamente, en una herramienta usada profusamente para reprimir a activistas de izquierda, antifascistas, feministas y propalestinos. Desde su creación como agravante en 1995 hasta su consolidación como delito autónomo en 2015, la ambigüedad y la falta de precisión jurídica han facilitado su instrumentalización. Casos emblemáticos como el de Alsasua, la represión contra manifestaciones independentistas en Cataluña o la imputación a activistas por comentarios en redes sociales, reflejan cómo se han desvirtuado sus objetivos iniciales, llegando incluso a aplicarse para proteger a policías o grupos neonazis. Además, partidos de extrema derecha y grupos ultraconservadores aprovechan este tipo penal para victimizarse mediáticamente y judicializar protestas legítimas contra ellos.
Laura Macaya Andrés inicia su artículo señalando cómo la demanda de protección a través del sistema penal constriñe el abordaje complejo de las violencias en un marco que reafirma y reproduce el orden existente. Analiza cómo un enfoque punitivo de las violencias machistas no solo genera efectos contraproducentes para las propias víctimas, sino que además perpetúa las dinámicas de exclusión y segregación que, paradójicamente, busca combatir. También se detiene en un aspecto frecuentemente desatendido: la subjetivación que imponen los lenguajes del castigo y su impacto en las posibilidades de recuperación, agencia y politización de quienes han sufrido violencia. Por último, aborda algunas propuestas y formas de ruptura que abren paso a una política del deseo, de la potencia y de la transformación radical no subordinada a la lógica de la penalidad neoliberal.
Marisa Pérez Colina analiza una tendencia creciente en los movimientos sociales hacia el punitivismo, entendido como la demanda de más leyes, penas más duras y un fortalecimiento del sistema penal como solución a diversas formas de violencia. Aunque estas demandas puedan surgir de la legítima necesidad de proteger a grupos históricamente vulnerabilizados, paradójicamente fortalecen al Estado que perpetúa las condiciones estructurales que generan dichas violencias. Para enfocar esta cuestión utiliza la aprobación de la Ley del solo sí es sí y los delitos de odio. Además, se cuestiona la instrumentalización de la víctima y la criminalización individual como estrategias despolitizadoras que desvían la atención de soluciones colectivas y estructurales.
Por último, cerramos este número con un texto de Sergio García que propone una mirada a formas alternativas de justicia para avanzar hacia una cultura del conflicto que supere la dependencia del sistema policial. Se explica aquí cómo se está produciendo un aumento constante del poder policial, tanto físico como simbólico. Pero también se narran experiencias alternativas de gestión del conflicto basadas en la justicia restaurativa y transformativa, como las rondas campesinas en Perú o la Guardia Indígena en Colombia. Igualmente se explican las lógicas alternativas de movimientos como Black Lives Matter y la campaña «Defund the Police» en EEUU, que apuesta por la necesidad de desinvertir en policía para fortalecer respuestas comunitarias basadas en la mediación, la reparación y la prevención. Finalmente, García explica las dificultades de trasladar estas experiencias a contextos urbanos europeos como España, reconociendo tanto las potencialidades como las complejidades que implica despolicializar y construir autonomía frente al Estado y sus mecanismos represivos.
- Wendy Brown, Estados del agravio. Poder y libertad en la modernidad tardía, Madrid, Lengua de Trapo, 2019. ↩︎