El problema de los grupos

por | Sep 23, 2024 | Análisis

Se trata de poner el problema de los grupos en el centro. No tanto para pensar cómo nos organizamos, sino por qué, aunque nos organicemos, no opera ningún cambio en nuestras formas de vida

«Si el capital es una relación social donde todo lo sólido se desvanece en el aire, igual que las moléculas de agua cuando esta hierve […] conviene mantener a la vista que la infinita gama de formas de los cristales de nieve son también moléculas de agua enlazadas entre sí de otra manera»

Raquel Gutiérrez Aguilar

La discusión en torno a la organización

La discusión política en torno a la organización es una cuestión histórica. Las mismas preguntas que se discutían en los ateneos libertarios y las casas del pueblo de los años 30, y que retomaron los movimientos feministas de los 70, vuelven a ponerse sobre la mesa hoy. Como elementos periféricos del sistema, los distintos grupúsculos políticos han debatido a lo largo del tiempo cómo organizarse para conseguir sus objetivos, sean estos conquistar el Estado, derrocar un gobierno u ocupar un centro social. En la tradición comunista, la discusión en torno a la organización ha sido fundamental y pautada: la construcción de un partido de masas, la generación de una vanguardia política, la disciplina militante, pero la camaradería que opera en el seno del partido también ha sido uno de los puntos discusión para los marxismos heterodoxos. Así mismo, muchos, inscritos en la estela autónoma y libertaria, han visto en la jerárquica y vertical estructura del partido el germen de los autoritarismos.

Es imposible negar que hoy esta discusión se encuentra otra vez sobre la mesa. La crítica del Movimiento Socialista (sean cuales sean sus siglas) a los movimientos sociales en Madrid se dirige principalmente a esta cuestión: las que militamos estamos desorganizadas o, para ser más precisas, nos organizamos en formas inefectivas (como el movimiento o el centro social). Si las vertientes vascas o catalanas (Gazte Koordinadora Sozialista y Horitzó socialista) dirigen también la crítica a su herencia independentista y dicen que no es necesario esperar a la independencia del Estado español para iniciar un proceso de emancipación de la clase trabajadora, el movimiento socialista del interior (Coordinadora Juvenil Socialista) se arma básicamente en torno a la crítica a los movimientos sociales. Según su diagnóstico, la forma actual movimentista de las luchas no es capaz de escalar el conflicto para torpedear verdaderamente el sistema y mantiene dispersas un número limitado de fuerzas que, de estar más organizadas (por ejemplo, en un partido), serían mucho más efectivas.

La división entre el partido y la masa (y su autorreferencialidad bajo la etiqueta de vanguardia) creemos que genera una división que debería eliminarse

Desde la Escuela de las periferias, un grupo de autoformación política de La Villana de Vallekas, algunas creemos que la discusión en torno a la organización —tal y como está planteada— fetichiza la forma, genera burocracias y divisiones y, además, reproduce las mismas dinámicas que dice combatir. Sobre lo primero, creemos que la imposición de una única forma (la forma-partido) obvia el hecho de que es la composición singular y situada de la lucha y su territorio lo que nos dota de las herramientas más útiles para construir una organización de lucha (que en unos contextos puede ser una y en otros, otra). Sobre lo segundo, la división entre el partido y la masa (y su autorreferencialidad bajo la etiqueta de vanguardia) creemos que genera una división que debería eliminarse. El sindicalismo social que practicamos en La Villana busca, precisamente, todo lo contrario: construirse a raíz de un conflicto junto con las personas afectadas por el conflicto. Armar la lucha a través de la contradicción y no por fuera de ella. Por último, atender únicamente a cuestiones macropolíticas y molares (Estado, Partido, Ley) obvia el componente micropolítico, es decir, la forma en que reproducimos las propias dinámicas del capitalismo y el patriarcado con nuestros propios cuerpos y deseos. No se trata, o eso creemos en la Escuela, de centrarnos únicamente en construir una utopía, sino en ser capaces de fabricar los cuerpos que la habiten.

La cuestión micropolítica

Como señalan los autores del libro Micropolítica de los grupos, atender a la cuestión micropolítica supone, entre otras cosas, romper con la idea de que basta con la buena voluntad (o tener la ideología correcta) para fabricar un grupo político. Creemos que es naíf pensar que basta con juntarse para perdurar en el tiempo, que basta con querer estar juntas o pensar lo mismo para que nuestro grupo funcione. Además, esto no responde a la historia de nuestros errores y escisiones: si es suficiente con querer hacer la revolución para construir un grupo, ¿por qué hay tantos y tantos muertos, rotos o escindidos? La pregunta que a nosotras nos mueve es precisamente esa: ¿qué está pasando ahí? ¿Cómo explicamos nuestra impotencia práctica, a pesar de nuestra supuesta excelencia teórica? Y es que obviar la cuestión micropolítica es fácil, siempre podremos decir que tal grupo se rompió por vaguedades («cansancio»), asuntos personales («había gente que era muy estúpida») o por un enemigo externo («vinieron de otro grupo y quisieron imponer su agenda»). Este olvido de la micropolítica no solo es tremendamente perjudicial para nuestro avance, sino que nos sitúa en una pasividad a menudo acrítica con nosotras mismas. Se trata, entonces, de que partamos de la pregunta fundamental: ¿cómo se hace un grupo?. Como señaló Gilles Deleuze:

El pensamiento no piensa a partir de la buena voluntad, sino en virtud de fuerzas que se ejercen sobre él […]. No pensaremos hasta que no se nos obligue a ir allí donde están las verdades que dan que pensar, allí donde se ejercen las fuerzas que hacen del pensamiento activo y afirmativo.

Prestar atención a la cuestión micropolítica supone, entonces, aceptar que no somos grupo (así, sin más, como mera agrupación), sino que devenimos grupo, que tenemos que saber hacer grupo (el famoso know-how). Además, pone en el centro del debate la cuestión de cómo se construye nuestra subjetividad y cómo reproducimos (o no) los modos de subjetivación dominantes. El sistema capitalista no es un sistema únicamente económico, sino que también funciona como agente socializador y nos hace integrar los distintos modos de significación (además de moldear nuestro imaginario, por ejemplo). Sería iluso pensar que nada de eso ha calado en nuestro crecimiento, que no arrastramos ninguno de los vicios del sistema… Y no solo iluso, sino también peligroso, pues, como decimos, nos sitúa en un lugar acrítico para con nosotras mismas, lo que aumenta las probabilidades de reproducir aquello que solo sabemos señalar afuera. Para esto, es necesario hacer el ejercicio de sabernos afectadas por la naturaleza del sistema-mundo-capitalista y no pensarnos como un afuera de las relaciones sociales y las prácticas que se dan en él.

Se trata, entonces, de preguntarnos, hasta qué punto estamos encarnando en nuestros cuerpos la influencia de los modelos imperantes y de qué manera podemos pensar remedios para evitar reproducir las mismas prácticas o violencias que señalamos. Se tratará, en fin, de repensar nuestra manera de hacer grupo para evitar caer en los mismos errores, para evitar caer en una suerte de compulsión por repetición.

No se trata de liberarnos del Estado e instituciones, sino también sacar el Estado de nosotras, destruir nuestro devenir-Estado (y el de nuestros grupos)

En este sentido, la cuestión no es solo tener grupos activos e inteligentes sobre estas prácticas, sino ser capaces de construir espacios que sepan pensar y construir sus propios agenciamientos colectivos. No basta con identificar la violencia, el fascismo o el autoritarismo en el sistema, hemos de ser capaces de identificarlo en nuestros grupos y mecanismos. Es este el único modo que tenemos de prefigurar la utopía que está por venir, de generar aquí y ahora el ensayo de las prácticas de vida autónomas que queremos generalizar. Este ejercicio es doloroso porque nos saca de nuestra zona de confort, porque supone que lo que rechazamos teóricamente se encarna en nuestras compañeras, nuestras amigas o en nosotras mismas. Sin duda, el objetivo hoy no es tanto descubrir una semilla interna de autenticidad en nuestro interior, sino más bien rechazar lo que somos. Aprender a desaprender que dirían nuestras compañeras de clases de castellano. Y es que no se trata de liberarnos del Estado e instituciones, sino también sacar el Estado de nosotras, destruir nuestro devenir-Estado (y el de nuestros grupos).

Rescatando la distinción que hizo Félix Guattari entre el nivel molar y el nivel molecular, nos surge la pregunta de hasta qué punto prestamos atención a este segundo nivel —a nuestras relaciones, afectos y maneras de estar colectivamente— o si, por el contrario, depositamos todas nuestras energías en el nivel molar —agendas, objetivos, indicadores, tareas…—. Acercar la lente a la micropolítica no supone olvidarnos de estas agendas y objetivos, pues estos dos niveles solo existen en relación entre sí. Prestar atención a la composición micropolítica de los grupos implica pensarnos como grupo, identificar nuestras potencias y fantasmas, abrir posibilidades e inventar nuevas formas de ser y hacer grupo más allá de las identidades rígidas. En definitiva, asumir nuestra capacidad constitutiva sin representación, darnos nuestra propia ley, construir nuestra autonomía. En este caso, no basta con la buena voluntad «de que todas estamos aquí con el mismo deseo», no. Se hace necesario crear dispositivos para examinar lo que pasa dentro de nosotras. Al igual que no basta con quererse para estar en pareja, no basta con querer: hay que saber hacer grupo. Y este es un saber que debe cultivarse y potenciarse.

Esta postura nos llena de potencia, pues supone sabernos capaces de transformarnos a nosotras mismas, de llevar a cabo lo que Foucault denominó «prácticas de libertad» y que distinguió de las meras «prácticas de liberación», pues no basta solo con quitarnos las cadenas. Se trata de vivir ya, aquí y ahora, configurando modos de vida que nos permitan vivir cuando no las tengamos. Siguiendo a Gutiérrez en Producir lo común; la expresión «cambiar el mundo» requiere indudablemente alterar la forma de vinculación social que nos impone el capital –esto es, la ruptura, separación y distancia– para construir otras formas que no solo lo rechacen sino que vayan más allá del capital. En palabras de la autora:

Cambiar el mundo, a mi entender, consiste tanto en lograr detener el tren para poder bajarse de él como, también, paulatinamente ir creando otro modo de estar en él (en el mundo no en el tren) que disuelva la amenaza de que vuelva a echar a andar.

El arte de descifrar las señales

Pero para atender a las derivas de los grupos hay que tener un cierto saber, y este saber orbita, sobre todo, alrededor del arte de leer señales. No podemos saber a dónde va nuestro grupo sin un mapa que nos sitúe en el territorio. En Proust y los signos, escribió Deleuze:

Enseñar es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos que hay que descifrar, interpretar. No hay «aprendiz» que no sea el «egiptólogo» de algo. Uno sólo llega a ser carpintero haciéndose sensible a los signos de la madera, o médico, haciéndose sensible a los signos de la enfermedad.

Atender a las señales de los grupos, captar sus principales devenires, actualizarlos y decidir para frenarlos. Agenciarnos colectivamente las posibilidades que nos alegran, que nos abren potencia, que aumentan nuestra fuerza. Pero ¿cómo hacerlo?

El encuentro con una señal se caracteriza por el desplazamiento de nuestro punto de vista hacia otro lugar

El encuentro con una señal se caracteriza por el desplazamiento de nuestro punto de vista hacia otro lugar. Cuando nos topamos con una señal, ese encuentro ocurre en la fina línea que separa lo que ya existe de lo que todavía no existe, porque la señal nos advierte de un futuro que roza el presente. Se trata, entonces, de encontrarnos con las señales para captar que el presente está girando. Pero, para que la señal nos permita adoptar otro punto de vista, tenemos que permitirnos ser afectadas por ellas, escucharlas e incorporarlas para experimentar y cambiar el sentido de lo que venía siendo. En estos momentos es, entonces, cuando empezamos a sentir que algo ha cambiado, aunque no sepamos muy bien lo que ha ocurrido. De hecho, muchas veces las preguntas son tan solo generales y únicamente captan el mareo del desvío, pero no adivinan su contenido («¿Qué nos está pasando?», «¿Por qué se fueron estas personas?», «¿En qué momento comenzaron a vaciarse las asambleas?», «¿Por qué las nuevas nunca hablan?»). De lo que se tratará a partir de aquí es de agarrar la señal, acercarse para descifrar su mensaje, indagar más («¿Qué afectos han recorrido nuestros cuerpos en esta reunión tan productiva?»?, «¿Cómo proseguir y mantener estos afectos alegres?»).

A partir de aquí, de lo que se trata es de acuerpar la señal, de entender las condiciones que nos han permitido llegar hasta donde estamos ahora. Proceder de la misma manera genealógica que inauguró Nietzsche en su Genealogía de la moral: partir siempre de la pregunta sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Saber rastrear entre los profanos —y a veces insustanciales— hechos de nuestra biografía como grupo, los desvíos concretos que, sin saberlo, nos tienen a todas calladas en esa asamblea. En definitiva, lo que necesitamos es una «cultura de los antecedentes» que nos permita entender las condiciones que han permitido llegar hasta donde estamos ahora, entender el acontecimiento, bien sea para procurar un cambio o para proseguir en este nuevo plano.

Lo difícil de esto es que las señales se entremezclan con la situación, siempre están en un entre y su estatus nunca está claro. ¿Estamos cansadas físicamente o cansadas de esta situación? Por eso, proferir un sentido a las señales no depende de la buena voluntad, sino que ha de ser construido colectivamente: suspendiendo el curso natural de las cosas (el punto de vista que tenemos por costumbre adoptar) y pensando colectivamente los futuros que nos acechan como grupo.

Pero ¿cómo podemos despegarnos de ese curso natural de las cosas? ¿Cómo puede el grupo salir del atrapamiento entre lo que ya no es y el futuro que no ha llegado todavía? ¿Cómo pensar y actualizar lo que está pasando?

La pregunta por nosotros mismos

En el cruce entre la señal y el sentido, en la intersección entre aquello que violenta el pensamiento y el intento de explicación o voluntad de conferirle un sentido, es ahí donde aparece el «problema» del grupo. Mencionan los autores de Micropolíticas de los grupos que, el prefijo «ex» de «explicar» designa el acto de «desenrollar» y «desplegar» lo que está enredado, esto es, abrir la la situación que nos entrampa, profundizar allí donde la señal nos insiste y empuja a buscar algo distinto. Para encontrarnos en esa intersección necesitamos habernos dejado afectar por las señales, conocer la situación concreta en la que nos encontramos, pues los problemas o necesidades detectados son siempre situados, están localizados.

Si siempre nos planteamos nuestro estatus desde el mismo lugar, entonces nada se mueve, seguiremos golpeándonos contra el muro de lo conocido

En el momento en el que tomamos la situación y la habitamos, sintiendo lo que ocurre dentro de ella y en nuestros cuerpos, nos abrimos a nuevos puntos de vista y a nuevas maneras de plantear el problema. Este es el acto de problemar (o arte de preguntar): desplazar la pregunta hacia otro punto de vista para contemplar la situación desde otro lado. Así, podemos dejar de prolongar los afectos tristes que nos acechan incluso en nuestras preguntas («Estoy cansada de tirar del grupo…¿por qué la gente no se implica?») para desplazar el sentido y crear nuevas posibilidades con nuestra pregunta («¿Son los proyectos que venimos pensando atrayentes para el grupo?», «¿qué otros proyectos podrían motivarnos?», «¿por qué son siempre las mismas personas las que proponen acciones callando el resto?»,«¿somos tan horizontales como pensamos?»). Si siempre nos planteamos nuestro estatus desde el mismo lugar, entonces nada se mueve, seguiremos golpeándonos contra el muro de lo conocido. «Nada cambia si nada cambia», que diría Kase O. Pero… ¿Cómo saber si estamos ante la pregunta perfecta? No se trata de buscar la verdad, sino de crear, de inventar los remedios para responder a nuestro inmediato presente. Podemos estar atentas a los afectos que genera la enunciación del problema para evaluar la misma: ¿genera resentimiento o, en cambio, genera potencia?, ¿qué soluciones se derivan de ella?

No esperemos encontrar las soluciones perfectas, no existe el bien y el mal per se, sino aquello que nos genera (o no) potencia, aquello que nos devuelve afectos alegres o tristes. Cada solución alterará el curso de nuestras relaciones, abrirá nuevas posibilidades («quiero volver a intentarlo, pero no quiero volver a una relación como la que teníamos»), se genera una brecha entre lo que era y lo que será. Aparecerán nuevos problemas en nuevas situaciones. Como leemos en Micropolítica de los grupos:

Nunca acabaremos con los tanteos en busca de problemas relacionados con nuestras situaciones de existencia, nunca dejaremos de descubrir soluciones, de experimentarlas, de dejarnos desplazar por los signos […]. Y, salvo que estemos cansados o decepcionados por la vida, esta no dejará de parecernos una manera de resistir a la uniformidad reinante.

Inventar nuestros propios artificios

El nuevo punto de vista nos sitúa entre lo que ya no es y el futuro que no ha llegado todavía. ¿Cómo responder? ¿Cómo construir nuevas formas de existencia colectiva? Es aquí donde entran en juego los artificios, entendidos estos como técnicas que permiten huir de lo que nos paraliza, responder a los problemas enunciados, salir del curso natural que mencionábamos antes y abrirnos a nuevas potencialidades. Estos artificios son como recetas, ya que son individuales y situadas, y, además, porque son experimentales, porque nos adentran a nuevos caminos y procesos cuyo resultado o desenlace ignoramos.

Hemos de construir colectivamente las condiciones necesarias para la construcción de artificios que liberen posibilidades

De nuevo, hemos de construir colectivamente las condiciones necesarias para la construcción de artificios que liberen posibilidades, esto es, un ambiente rico a la experimentación. Salir del formalismo (siempre hemos hecho rondas de sentimientos, siempre tomamos turnos de palabra…) que nos hace olvidarnos del para qué del artificio y caer en una suerte de rutina separada de las circunstancias: ¿realmente esto está sirviendo para algo?, ¿habría otras formas de hacer que nos permitieran cosas distintas? Salir también del moralismo que puede derivarse de «siempre hemos hecho las cosas de esta manera…», lo que nos lleva a la persecución de aquel que no se ajusta a lo forma estricta, a lo «puro», como si el paso del tiempo fuera garantía de algo, como si la historia no nos hubiera enseñado lo movilizador que es saber que las cosas se han hecho de otra manera.

Crear artificios es romper con ciertos moldes, es desenamorarse de la forma y lanzarse a experimentar a sabiendas de que nunca vamos a ser capaces de saber lo que se nos viene. Es no cerrarse en una suerte de catastrofismos («esto no va a funcionar…») o sacar conclusiones precipitadas («no ha funcionado y nunca lo hará»), sino retomar allí donde nos encallamos, entenderlo como un nuevo punto de partida y continuar la experimentación, cambiando el enfoque, la luz, los colores o los sabores.

***

Se trata, en fin, de poner el problema de los grupos en el centro. No tanto para pensar cómo nos organizamos, sino para pensar por qué a veces no queremos organizarnos, por qué hay organizaciones que nos separan o nos entristecen y por qué, aunque nos organicemos, no opera ningún cambio en nuestras formas de vida. Este es el verdadero dilema de los grupos.

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