A estas alturas mucho se ha escrito y hablado de lo que está ocurriendo en Torre Pacheco (Murcia) en el verano de 2025, pero consideramos que es importante intentar profundizar en sus causas y consecuencias para comprender este tipo de conflictos, porque estamos seguras de que esta explosión racista, xenófoba y fascista no será la última. El 9 de julio de 2025, un vecino jubilado de Torre Pacheco fue apalizado de madrugada supuestamente por unos vecinos jóvenes de origen marroquí. La creciente tensión social reaccionaria de los últimos años y los discursos de odio contra migrantes, diversidades sexuales, izquierda política etc., ha facilitado convertir este suceso en una vía para canalizar violencia jaleada, difundida y alentada por bulos y desinformaciones difundidas masivamente por redes sociales. No pretendemos analizar aquí cómo se generan estas dinámicas ni las razias fascistas sino, más bien, intentar dar un marco explicativo crítico que contextualice el evento más allá de la angustiada opinión urgente y la impotencia de ver grupos neonazis intentando convertir un pueblo en un laboratorio de pogromo. Un hecho que no es aislado, que se enmarca en un incremento generalizado de la violencia contra las personas migrantes en toda Europa. Ya saben, la expansión de la internacional reaccionaria y sus consecuencias concretas, en este caso en un pueblo de Murcia, como bien podría ser (y por desgracia será) en otro lugar cualquiera.
En este país, las periferias casi siempre son noticia por hechos luctuosos. Torre Pacheco era un lugar desconocido para la gran mayoría de la población hasta ahora. Se trata de un municipio del campo de Cartagena, a solo 10 kilómetros del maltratado Mar Menor. Toda la zona es un enclave productivo agroindustrial intensivo y global, donde se cultivan, con métodos tecnológicos avanzados, melones, sandías y hortalizas que son exportadas a toda Europa. Estos productos son cultivados, recogidos y empaquetados por manos migrantes en un 90 %, la mayor parte originarios/as de Marruecos, que componen aproximadamente un 7-8 % de la población total. Los datos estadísticos rebelan que las familias migrantes son las que tienen menos renta, aunque en proporción están más afiliadas a la seguridad social que las personas españolas, datos disponibles para quien los quiera consultar.
La historia de las personas migrantes en Torre Pacheco, como en tantos territorios periféricos del sur del país, se inicia en los años 90 cuando comienzan a llegar al campo de Cartagena los primeros hombres jóvenes originarios de Marruecos. Con o sin contrato, trabajaban a destajo en los campos y malvivían en cortijos deteriorados y/o abandonados en medio del campo: no eran visibles, no eran vecinos, solo fuerza de trabajo explotada sobre la que se fue cimentando el modelo de desarrollo agroindustrial del pueblo y la comarca entera. En el año 1993 la población total no llegaba a las 18.000 personas, en la actualidad es una ciudad pequeña de casi 40.000 habitantes. Torre Pacheco es uno de los pocos pueblos que ha ganado población en los últimos 30 años, multiplicándose por 125 %. El dinamismo económico y demográfico de la zona es producto de la explotación de la fuerza de trabajo migrante vulnerable, en una parte muy importante sin derechos de ciudadanía, dependientes de un trabajo mal pagado en la agricultura que no podían permitirse perder porque con él mantenían a sus familias allá y sobrevivían aquí. Este proceso construyó una clase trabajadora migrante sin herramientas comunitarias ni sindicales con las que defender su derecho a mejorar sus condiciones de vida y trabajo. Solo les dejaron la opción de convertirse en esclavos modernos del capital agroindustrial. Con el paso de los años estos hombres consiguieron, a pesar de todas las dificultades, prejuicios y acosos, asentarse en el trabajo y en el territorio, por lo que fueron reagrupando a sus familias y teniendo hijos e hijas en el pueblo. Esto no ha sido aceptado por una parte nativa del municipio que votó a Vox como primera fuerza ya en 2019, votos que apoyaban su discurso del miedo y el odio contra las personas migrantes que eran acusadas de delitos y violencia sexual, datos que no existen en las estadísticas. Una forma clásica de criminalización que se enraíza y crece en los prejuicios contra lo diferente y desconocido. Como ocurre en tantos otros territorios o periferias urbanas como el norte de París o el este de Londres, donde se produjeron graves ataques racistas en 2024, territorios urbanos en tensión que han sido testigos de similares cacerías.
Tenemos, por tanto, una creciente población originaria de Marruecos que va asentándose en un pueblo con baja densidad poblacional y amplias zonas rurales. La inicial competencia por los puestos de trabajo en el campo entre extranjeros y nacionales duró poco. El tejido empresarial apostó de forma definitiva por reclutar fuerza de trabajo migrante, más fácilmente explotable y deshumanizable, a la que podían exigir trabajar más deprisa y cobrar menos, para ganar ellos más. Además, muchos campesinos autóctonos ya no pudieron competir con las grandes agroindustrias que empezaban a asentarse en el pueblo y tuvieron que salarizarse en otros trabajos para sobrevivir y/o vender sus tierras a los nuevos grandes empresarios.
En Torre Pacheco, como en cualquier enclave agroindustrial, conviven en tensión clases sociales muy desiguales. Por un lado, las grandes rentas de los capitalistas del agro, generadas por los cuerpos sacrificados de la clase trabajadora, y estos últimos, clase trabajadora de rentas bajas, mayoritariamente migrantes en el caso de la agricultura, que comparten espacio con los habitantes nativos del municipio. En efecto, unos pocos españoles capitalistas se han lucrado enormemente durante tres décadas explotando a trabajadores y trabajadoras de origen extranjero. Por tanto, no hay competencia en el espacio laboral entre migrantes y “nacionales” porque la segregación está actualmente institucionalizada. La única “competencia” es la que se percibe en la ocupación del espacio público, en la práctica del derecho a la ciudad. Y es que, en los últimos treinta años, la población marroquí ha ido construyendo la pequeña ciudad de Torre Pacheco, abriendo negocios, habitando parques, colegios y centros de salud, como vecinos/as que son. Durante este proceso, del que da buena cuenta el crecimiento demográfico y la transformación urbana, no ha habido un verdadero proceso de socialización, comunicación y conocimiento entre ambas comunidades. La tensión y la desconfianza han sido la norma.
Es evidente que los empleadores y una parte de los/as vecinos/as nativos/as no les consideran verdaderos vecinos, sino que los ven como mera fuerza de trabajo necesaria que hay que soportar para que se mantenga la economía. De nuevo, lo económico por encima de la vida, pura esencia capitalista. Esta es la base del resquemor hacia la comunidad migrante, que en respuesta a este desdén ha ido construyendo sus propias relaciones en la que han ido creciendo sus familias, hijos e hijas que han nacido en España, que han sido educados aquí con la esperanza de que “no sean como nosotros”, de que tuvieran oportunidades laborales y vitales diferentes a las de sus padres y madres, el deseo de poder construir un proyecto de vida como cualquier persona, estudiar si se quiere, trabajar, formar una familia… Pero estos hijos de personas migrantes ya nacidos en Torre Pacheco saben que no se lo van a poner fácil, que van a arrastrar la condición racial toda su vida a pesar de ser murcianos/as y españoles/as, que partidos políticos neofascistas pero también una parte de la población nunca los considerará españoles ni personas con derecho a decidir libremente sobre su propia vida. Ellos y ellas saben que empresarios y políticos, pero también una parte de la población autóctona, los quieren atados a la agricultura, a lo que hicieron y hacen sus padres y madres; los quieren sin derechos plenos, sin autonomía ni capacidad de decidir. Los quieren invisibles, callados/as, vulnerables, con miedo, porque saben muy bien que cualquier persona que tenga la oportunidad intentará antes o después salir de las condiciones de vida semiesclavas de la agricultura y la dependencia.
Estos hijos nacionales de personas migrantes, mal llamados segunda generación, deben estar sintiendo una creciente impotencia y rabia por la imposibilidad material de poder tener su propio proyecto de vida; están comprobando que no van a tener autonomía y que, llegado el caso, sus decisiones van a estar muy limitadas; intuyen que no van a tener la vida que se les prometió, como toda una generación de jóvenes en el país, sean del lugar que sean. Este sentimiento de desilusión reveladora es el mismo que late en la banlieue francesa o al este de Londres, el mismo que sufren millones de migrantes laborales en todo el mundo cuando descubren que el capitalismo solo los quiere como cuerpos explotados y consumidores hipnotizados, actores secundarios en una película que nunca van a protagonizar.
Las promesas de crecimiento sostenido y creciente capacidad de consumo no se van a cumplir tal y como lo habían imaginado. El capitalismo, racista y colonizador, no puede cumplir sus promesas, solo unos pocos son los beneficiarios. El esfuerzo y sumisión de sus padres no les ha servido más que para sobrevivir, y lo saben, lo sienten todos los días. Esta es una forma de violencia que, si bien no es directamente física, daña sus vidas y las de la sociedad en la que viven. Es violencia estructural: la que sufren por ser trabajadores/as pobres y además migrantes, peor si son mujeres. Es el tipo de violencia que impide que tengan los mismos derechos que el resto, la que les condena a una posición subordinada en la sociedad, a ocupar puestos de trabajo precarios y desechados por los nativos. Pero incluso si consiguen salir de ese pozo, es altamente probable que nunca puedan borrar su condición migrante, y esta es una forma de violencia simbólica que se deriva de interiorizar la posición de dominados/as en la sociedad, la imposibilidad de mejorar sus vidas. Lo que nos lleva a la tercera forma de violencia que sufren, la normalizada, la que reciben cotidianamente en forma de desprecio, de insultos, de no inclusión en el espacio social; la que sufren en el trabajo, con los contratos falsos, en los engaños de las ETT’s, en que no les coticen, en los malos tratos y casos gravísimos de acosos laborales y también sexuales sobre mujeres migrantes que ya han dado con los huesos de varios encargados españoles en la cárcel, tanto en Torre Pacheco como en Huelva, aunque siga sin actuarse de forma contundente contra el acoso sexual y las violaciones. La comparación estruendosa entre el silencio como respuesta ante estas agresiones y violaciones cotidianas a mujeres migrantes y el ruido generado por la agresión a este vecino resulta especialmente esclarecedora y dolorosa.
Esta generación, española y murciana repito, quiere salir de la invisibilidad de los primeros migrantes, y eso se castiga. Como personas sintientes reclaman su derecho a la ciudad, a esa ciudad que en gran medida han construido, no quieren seguir siendo invisibles en los campos, en las casas, en las calles. El capitalismo no ofrece, no puede ofrecerles ningún tipo de proyecto civilizatorio, es un modelo socioeconómico que se basa en la competencia, que fomenta la pelea del penúltimo contra el último, no puede construir comunidad porque su tendencia es destruirla, individualizar, aislar, fragmentar.
Para ofrecer un horizonte de esperanza es necesario acabar con las condiciones de explotación y segregación laboral como primera premisa para que exista una posibilidad de convivencia. Además, teniendo en cuenta que las personas migrantes tienen derecho a planificar su propio proyecto de vida, no vienen a repoblar pueblos o pagar pensiones, esta mirada utilitarista de las personas es miserable. Deberían poder hacer lo que consideren, y eso no se admite en un modelo de organización social envilecido por el individualismo identitario.
Gran parte de nuestro futuro, de la posibilidad de disputar un futuro común diferente, alegre, ilusionante y que merezca la pena ser vivido, nos la jugamos en la socialización y politización de las personas migrantes, como por ejemplo nos está enseñando el resurgir sindical en EEUU, protagonizado principalmente por personas migrantes trabajadoras que están perdiendo el miedo y que han sabido identificar su verdadero enemigo: las relaciones de explotación capitalistas y la fragmentación social que producen. Ante esto, las alianzas transversales de raza, género y clase son sin duda el camino en el que aprender a dirigir bien nuestra ira, pero también nuestra solidaridad.