En noviembre del año pasado cientos de personas se movilizaron en defensa de los centros sociales Txirbilenea y Sastraka, en la margen izquierda del Nervión. Estas movilizaciones, que reunieron a diversos colectivos sociales del área metropolitana de Bilbao, demostraron que los centros sociales continúan siendo indispensables para construir y consolidar tejidos militantes y comunitarios. Las expresiones de resistencia frente a los desalojos no solo defienden nuestro derecho a la reapropiación de la riqueza social —en este caso mediante la okupación directa— sino que, a su vez, ponen de manifiesto la necesidad inmediata que tenemos de espacios de autoorganización.
El valor político de estas manifestaciones ha sido importante en un momento donde la sucesión de desalojos ha sido una constante durante los últimos cinco años en Euskal Herria. El haber sido capaces de movilizar, sin campañas de por medio, a casi mil personas en menos de una semana, demuestra que la potencia política de los espacios autogestionados continúa vigente. Sin embargo, resulta fundamental reflexionar sobre las razones por las cuales no se han producido de forma reseñable nuevas oleadas de okupaciones , así como hace falta explorar nuevas formas de organización y arraigo sobre nuestros territorios que nos permitan superar los obstáculos a los que nos enfrentamos.
Debemos construir comunidades de lucha que, partiendo de problemáticas concretas, consigan federarse y trazar los elementos de una cultura de clase que responda a las necesidades de la sociedad vasca actual
Resulta primordial que nuestros espacios sean capaces de abrirse a nuevas alianzas y que consigan ampliar sus bases sociales. Debemos construir comunidades de lucha que, partiendo de problemáticas concretas como la vivienda, el trabajo precario, la desigualdad de género o el racismo, consigan federarse y trazar los elementos de una cultura de clase que responda a las necesidades de la sociedad vasca actual. Pero para que podamos hacer esto también necesitamos construir espacios de debate y orientación más estables y formales, donde pongamos la discusión política sobre el papel que juegan los gaztetxes en la Euskal Herria de la segunda década del siglo XXI. Y para ello debemos discutir sobre su estrategia.
¿De dónde venimos?
Jakue Pascual sitúa el origen de los gaztetxes en la ocupación de la gazteen etxea de Donosti en 1983.1 Esta acción, surgida en un contexto de profunda transformación social y económica marcada por la desindustrialización, el desempleo juvenil y un fuerte conflicto generacional, fue una respuesta a las necesidades y aspiraciones de una generación que se encontraba en una encrucijada.
Desde las primeras okupaciones, los gaztetxes se convirtieron en un referente para la juventud vasca del momento y se fueron replicando por todo el territorio durante toda la década
Estos espacios fueron una respuesta a la crisis social y económica que atravesaba Euskal Herria en los años 80 y se convirtieron en espacios de autoorganización y resistencia donde se experimentaron nuevas formas de vida y se construyeron redes de solidaridad. Los jóvenes vascos, enfrentados a un futuro incierto, atravesado por la desindustrialización y el fin del pacto fordista, encontraron en los gaztetxes un lugar donde construir proyectos de vida alternativos a la cara oculta de la “modernización” y a los primeros pasos del autogobierno vasco. Desde las primeras okupaciones, los gaztetxes se convirtieron en un referente para la juventud vasca del momento y, de forma mimética, se fueron replicando por todo el territorio durante toda la década.
El surgimiento de los gaztetxes estuvo indisolublemente ligado al enorme peso demográfico de la juventud en ese momento histórico. Con un tercio de la población menor de 30 años, esta generación demandaba espacios propios para expresarse y organizarse. La incipiente construcción del estado de bienestar -el cual comenzó a consolidarse bajo los gobiernos del PSOE y la lehendakaritza de Garaikoetxea-, que aún no ofrecía suficientes infraestructuras culturales y sociales, agudizó esta necesidad. La ocupación de locales se convirtió así en una respuesta directa, a la par que creativa y autogestionada, destinada a llenar ese vacío.
Las importantes transformaciones que han tenido lugar en nuestro territorio deben ser atendidas si queremos que nuestras estructuras sigan teniendo capacidad de generar conflicto y tensionamiento social
La experiencia de la okupación ha perdurado hasta nuestros días, alcanzando en Euskal Herria una masividad y una capacidad para generar institucionalidad propia que tiene poco parangón en otros territorios de Europa.2 Los aciertos de dicha apuesta son sin duda notables: radios libres, escenas musicales, revistas como Resiste y movimientos de desobediencia como la insumisión se conjugaron en una tupida red de espacios urbanos, generando una sociabilidad propia que fue capaz de perdurar. Sin embargo, cinco décadas mas tarde la imagen ha cambiado. Las importantes transformaciones que han tenido lugar en nuestro territorio deben ser atendidas si queremos que nuestras estructuras sigan teniendo capacidad de generar conflicto y tensionamiento social; al fin y al cabo, ser verdaderos espacios de contrapoder.
La experiencia de politización en los gaztetxes en Euskal Herria ha encontrado durante los últimos años importantes límites en su capacidad de ampliarse y mezclarse con otros sujetos en este nuevo escenario social. Las dos principales tendencias que han existido en ellos: la autónoma y aquella que se percibía como la parte vinculada a la okupación o al movimiento juvenil indistintamente dentro del “Herri mugimendua” (en el ámbito de la izquierda abertzale), enfrentan serios límites para desarrollar sus apuestas políticas en el momento actual.
La tendencia autónoma se caracterizó por su apuesta por formas de vida alternativas que desafiaban al sistema capitalista. Arraigada en parte del movimiento juvenil y en las tribus urbanas, esta tendencia desarrolló una fuerte identidad y una notable implantación social. La politización dentro de este espacio se basaba en prácticas «marginales» que rechazaban la sociedad adulta y los procesos de domesticación, inspirándose en una filosofía libertaria y punk. En lugar de buscar la hegemonía, esta tendencia se enfocaba en construir una contracultura autónoma. El espacio político autónomo pronto impulsó numerosas iniciativas destinadas a construir una contracultura propia, marcada por una fuerte impronta ácrata y orientada a profundizar la liberación social en una Euskal Herria donde el cierre de la Transición había sido, cuanto menos, parcial. La reivindicación del sabotaje en la noche de Walpurgis, el cuestionamiento de la policía autonómica vasca mediante la campaña ‘Txakurrik ez, euskaldun izan arren’ y el llamamiento al boicot de las elecciones vascas de 1983 son ejemplos de algunas de las apuestas autónomas de esa época. Sin embargo, los sucesos de la ekintza mendeku de Portugalete junto con la pugna entre la izquierda abertzale y el sector autónomo acabarían por dinamitar las bases de esta propuesta a principios de los años noventa.3
La tendencia vinculada al Herri mugimendua tras el giro estratégico de Jarrai a principios de los años 90, experimentó un crecimiento significativo, especialmente entre la juventud vasca. Este crecimiento se vio impulsado por el cambio de estrategia respecto al servicio militar obligatorio —a finales de los 80 quedó clara su oposición— y en apoyo del movimiento insumiso4. Entre las transformaciones que tuvieron lugar en la política juvenil abertzale durante la década de los 90, destaca la inauguración de nuevas dinámicas de participación, como los gazte topaguneak, que comenzaron a celebrarse en 1994.5 Estos se presentaron como espacios de encuentro anual a nivel nacional para los jóvenes de la izquierda abertzale. Estaban caracterizados por una programación que combinaba charlas, formaciones y actividades de ocio y se convirtieron en puntos de referencia en la movilización juvenil vasca.
En el contexto represivo que siguió al fracaso de las conversaciones de Argel, Jarrai, que hasta ese momento había sido la rama juvenil de KAS, se mantuvo como una de las pocas estructuras intactas dentro del movimiento abertzale. Tras su III Congreso y su IV Asamblea, Jarrai comenzó a desarrollar una política juvenil propia que, aunque seguía alineada con la línea general de la izquierda abertzale, dejó de funcionar como una simple correa de transmisión directa de las decisiones de la organización adulta. Sin embargo, la vinculación orgánica a las apuestas políticas del MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco) y su enfoque sectorial siempre limitaron su capacidad para articular un proyecto político más amplio, capaz de trascender el espacio del ocio alternativo y estrictamente juvenil.
A principios de los 2000, los centros sociales del Estado español iniciaron un debate sobre nuevas formas de organización política, buscando una mayor conexión con la realidad de los barrios y la construcción de un «tiempo propio» autónomo
A principios de los 2000, los centros sociales del Estado español iniciaron un debate sobre nuevas formas de organización política, buscando una mayor conexión con la realidad de los barrios y la construcción de un «tiempo propio» autónomo. Centros sociales como los Laboratorios o la Eskalera Karakola en el barrio de Lavapiés serían buenos ejemplos en esta línea. Muy pronto, fruto de estos fecundos debates nacieron experiencias innovadoras en el ámbito de la intervención política como las Oficinas de Derechos Sociales (ODS) y el sindicalismo social, que buscaban ampliar las luchas sociales a nuevos sectores y conectar nuevas subjetividades urbanas, en consonancia con el espíritu del movimiento zapatista. Sin embargo, en Euskal Herria, la fuerte vinculación del Herri Mugimendua al MLNV y el enfoque sectorial juvenil y de ocio de los gaztetxes dificultaron la adopción de estas nuevas propuestas. Las primeras ODS vascas, por ejemplo, estaban más conectadas con las tradiciones libertarias y post-LKI-EMK que con el mundo abertzale.6
Mención aparte merecía la experiencia de Kukutza III, que desde el barrio de Rekalde fue capaz de impulsar un proyecto de centro social realmente integrado en la vida del barrio sin aparecer plegado al espectro de la izquierda abertzale. De hecho, las experiencias más interesantes de lo que es el movimiento okupa en el área metropolitana de Bilbao nacieron en ese entorno, dando lugar a experiencias como la coordinadora de gaztetxes del BOM (Bilboko Okupazio Mugimendua) o la Oficina de okupación y la Konpartsa kranba, que ha perdurado hasta el día de hoy.
Con el abandono de la estrategia de construir un partido-movimiento que combinara presencia institucional y un amplio movimiento popular, la izquierda abertzale ha optado progresivamente, desde el proceso Abian, por integrarse en la gobernabilidad estatal, una dirección que se ha consolidado desde 2011. En este contexto, los centros sociales vinculados al Herri Mugimendua enfrentan hoy una encrucijada. El cambio de rumbo de quien marcaba sus pasos ha generado una falta de estrategia política flexible y una incapacidad para adaptarse a los nuevos contextos demográficos y a los cambios en la socialización de la juventud vasca. Esta situación ha puesto en entredicho las bases de esta apuesta política —que sigue dependiendo del contexto estratégico más amplio del MLNV— en muchos de los centros sociales de Euskal Herria.7
¿Seguimos necesitando gaztetxes?
La coyuntura vasca ha cambiado notablemente desde la crisis financiera del 2008. En este contexto, se vuelve indispensable para la política antagonista comprender cómo se está reconfigurando la estructura social con la emergencia de nuevos sujetos y la profundización de las brechas existentes en el “Oasis Vasco”.
Desde los años previos a la crisis de la COVID-19, en Euskal Herria se ha debatido sobre la idoneidad política del término gaztetxe, sus potencialidades y sus límites, especialmente por estar dirigido a una población estrictamente juvenil. En los espacios de discusión política del gaztetxe Txarraska (Basauri), este ha sido el tema central desde 2018. Este debate no solo ha resonado en Basauri, sino que también ha estado presente en otros espacios okupados de Euskal Herria.
Una parte significativa de los (pocos) nuevos espacios que han dado lugar a centros sociales en el área metropolitana de Bilbao —precisamente la ciudad que concentra los desarrollos y contradicciones capitalistas más avanzados de toda Euskal Herria— ha comenzado a adoptar otros nombres, como Auzoetxe (casa barrial) o Herrigunea (casa del pueblo), en un intento por distanciarse de la dimensión marcadamente juvenil asociada a los gaztetxes. Este debate refleja una voluntad de ampliar la base social de estos centros y de desmarcarse de una concepción juvenil y homogénea, específicamente la del sujeto vasco joven de clase media.
Las declaraciones de intenciones o los posicionamientos ideológicos no construyen la clase: la clase se forja en la experiencia compartida, la lucha y la comunidad
Sin embargo, sabemos que la política enunciativa no es garantía de nada. Un cambio de denominación, aunque exprese las mejores intenciones políticas, no implica necesariamente que el espacio esté verdaderamente anclado en la realidad comunitaria y de lucha concreta que dice representar. Las declaraciones de intenciones o los posicionamientos ideológicos no construyen la clase: la clase se forja en la experiencia compartida, la lucha y la comunidad.
Actualmente, si comparamos con los años 80, cuando los centros sociales adoptaron el nombre popular de gaztetxe en Euskal Herria, observamos que la población joven vasca (16-30 años) ha disminuido un 9%, situándose en más de 320.600 personas en 2024. Además, este grupo tampoco es homogéneo, ya que cerca del 15% de sus integrantes son población migrante.
A modo de provocación, cabría preguntarse si quienes desempeñamos un papel relevante en la organización y gestión de los centros sociales realmente “representamos a la juventud” o si, más bien, seguimos dinámicas autorreferenciales que perpetúan la reproducción de nuestra “cuadrilla”. Este es, seguramente, un debate que interpela a casi todos los que desarrollamos nuestra militancia en espacios autogestionados, pero que también pone de manifiesto un límite claro en nuestra capacidad de construir vínculos, no solo con otros tipos de sujetos, sino incluso con otras tribus urbanas.
A pesar de los logros que hemos alcanzado a lo largo de estas décadas de movimiento, hemos caído también en una serie de inercias que nos conducen hacia una “política del nosotros”. Esta, en muchos casos, al no ser capaz de expandirse ni de comunicarse fuera de su propia segmentación, termina adoptando actitudes autocomplacientes y conservadoras, reacias a experimentar nuevas posibilidades y repertorios de acción.
Un paso necesario para poder articular una propuesta interesante en nuestros centros sociales pasa por identificar cómo se configurarán los ejes de cohesión y exclusión en nuestra sociedad durante los próximos años.
Una juventud cada vez mas larga
El área metropolitana de Bilbao es uno de los territorios del Estado con una de las rentas familiares disponibles más altas (40.956 €) y una de las tasas de propiedad más extendidas: solo el 16,1% de la población vive de alquiler. Sin embargo, al analizar estos datos en profundidad, se revela una realidad más compleja.
La percepción de una “juventud prolongada”, caracterizada por la postergación de la estabilidad laboral y el acceso a la propiedad, es cada vez más común. Tradicionalmente, estos hitos marcaban el fin de la juventud; hoy, sin embargo, es frecuente encontrar personas de más de 30 años que aún no han alcanzado estos objetivos. Esta situación pone de manifiesto una desigualdad generacional en el acceso a las rentas y a la propiedad. Los datos sobre ingresos familiares muestran que las parejas de entre 35 y 44 años alcanzan un nivel de bienestar económico muy superior al de las generaciones más jóvenes. Además, esta brecha se amplía a medida que avanzamos en edad, lo que indica una concentración de la riqueza en las franjas etarias más altas.
Según la Encuesta de Necesidades y Demanda de Vivienda del Gobierno Vasco, aunque casi el 70% de los jóvenes vascos desean independizarse, la realidad económica los limita. Menos del 20% de ellos puede permitirse un alquiler superior a 600 euros al mes, lo que dificulta enormemente su acceso a la vivienda.
Desde la desindustrialización, la dificultad para acceder a ingresos suficientes se ha intensificado. El desempleo estructural, la precariedad laboral y los contratos temporales son una realidad consolidada en el mercado laboral. En Euskadi, durante 2023, el 20,1% de los contratos firmados fueron temporales. Estos empleos, concentrados en el sector servicios —el peor remunerado—, suelen ser ocupados principalmente por jóvenes y migrantes. En 2022, el salario anual más común fue de 28.857 €, pero entre quienes se encuentran en el tramo más bajo, el ingreso promedio es casi 10.000 € inferior. A esto se suma el constante aumento de los precios en el mismo período.8
La creciente desigualdad generacional refleja una realidad en la que la riqueza se concentra en manos de las generaciones mayores. Mientras las anteriores se beneficiaron del crecimiento económico sostenido y la revalorización de los activos inmobiliarios, los jóvenes se enfrentan un mercado laboral precario y un acceso limitado a la vivienda. La crisis de 2008 agravó esta situación, restringiendo el acceso al crédito y promoviendo el alquiler como única opción para un segmento poblacional compuesto mayoritariamente por jóvenes y migrantes.
Este conflicto también se refleja en las políticas institucionales y en la centralidad de ciertos debates públicos. Temas como la “supuesta inseguridad”, la negativa a regular el mercado del alquiler o las ventajas fiscales para quienes alquilan propiedades dominan gran parte de las discusiones en el Parlamento Vasco.
Las ayudas públicas destinadas a la juventud para el alquiler de viviendas no solo transfieren recursos a manos de los propietarios, sino que también refuerzan las estructuras familiares de clase media
El hecho de que la juventud sea un grupo demográficamente reducido, unido a los altos niveles de desafección política que expresa hacia las instituciones, ha llevado a que sea un cuerpo social muchas veces excluido de las decisiones políticas. En la práctica, esto significa que la juventud queda fuera de la política institucional. Esta creciente marginalización de los jóvenes en los procesos de toma de decisiones y en las esferas de poder refleja una dinámica en la que el Estado perpetúa los intereses de los grupos con acceso a la propiedad. Las ayudas públicas destinadas a la juventud para el alquiler de viviendas,9 por ejemplo, no solo transfieren recursos a manos de los propietarios, sino que también refuerzan las estructuras familiares de clase media.
La juventud, como grupo social con menor poder adquisitivo y mayores dificultades para acceder al mercado laboral, se convierte en una víctima privilegiada de esta dinámica. En un contexto de escaso crecimiento económico y una profunda crisis de rentabilidad, el Estado solo puede implementar políticas públicas dirigidas a segmentos concretos de la población, sin abordar las condiciones estructurales de la precariedad juvenil. Así, contribuye al mantenimiento del status quo y a la reproducción del sistema.
Esta lógica, incapaz de abordar las causas económicas profundas de la crisis de rentabilidad, se traduce en medidas paliativas —institucionales o no— que perpetúan una especie de paternalismo o “minoría de edad tutorizada” cada vez más prolongada. Ejemplos de ello abundan: desde los gaztegunes hasta las ideologías del emprendimiento o la “construcción del yo”, que oscilan entre la creación de proyectos de vida neoliberales y el objetivo de mantener a las personas ocupadas y en constante movimiento.
El trabajo de cuidados y la situación de la clase trabajadora migrante
Que la población joven sea un grupo menos numeroso que nunca tiene su claro reverso en que nunca la población vasca había estado tan envejecida como en el momento actual. En 2024, un 24% de la población vasca tenía más de 65 años, que se corresponde con aquellos nacidos con anterioridad a 1959, un momento donde la explosión demográfica del “baby boom” todavía no había tenido lugar. Según datos de Eustat, para 2036 este segmento representará el 29,3% del total.
En 2022, Eduardo Atxaga, director general de Confebask —el órgano que reúne a la patronal vasca—, advirtió sobre la fuerte dependencia de la estructura económica de Euskadi cuando se produjera “la gran jubilación” prevista en 15-20 años. El informe destacaba la necesidad de incrementar la mano de obra para mantener la competitividad en el mercado mundial. Ante la imposibilidad de revertir la tendencia al invierno demográfico europeo, Atxaga apostaba por la población migrante como solución principal.
En el mercado laboral vasco, los sectores donde predominan los trabajadores migrantes, como los centros logísticos y los cuidados, están marcados por condiciones extremadamente precarias. Las trabajadoras de cuidados, por ejemplo, enfrentan fortísimas violencias; jornadas extenuantes, situaciones de riesgo y evidente desgaste físico. Además, como se trata de sectores que se encuentran fuera de la estructura de protección sindical tradicional son más propensos a quedar expuestos a la desregularización laboral y al trabajo sin contrato. De esta manera constituyen una mano de obra más barata para aquellos que las necesitan tanto en el ámbito productivo, como en el reproductivo.
Las familias de clase media, que concentran la mayor parte de la propiedad inmobiliaria, dependen en gran medida de la externalización de los cuidados
Esta dinámica refleja una contradicción fundamental en las sociedades europeas: mientras el cuidado de las personas mayores es esencial para la reproducción familiar, este sector permanece altamente precarizado. Las familias de clase media, que concentran la mayor parte de la propiedad inmobiliaria, dependen en gran medida de la externalización de estos cuidados que son realizados principalmente por trabajadoras migrantes o mal remuneradas, lo que permite a estas familias mantener un estilo de vida basado en el doble ingreso. Sin embargo, esta externalización oculta las condiciones laborales precarias y la explotación de la fuerza de trabajo feminizada migrante.
En 2023, la Asociación de Trabajadoras de Hogar de Bilbao (ATH-ELE) atendió a 603 trabajadoras, de las cuales el 98,51% eran mujeres. En ambos regímenes —externas e internas— las empleadas extranjeras no comunitarias son mayoría. En el régimen interno, el más sometido a explotación, el 70% eran extranjeras no comunitarias. De estas, ocho de cada diez se encontraban en situación administrativa irregular y trabajaban jornadas superiores a 60 horas semanales.
Algo similar ocurre en la hostelería y la industria turística, donde estos mecanismos de extranjería también operan —aunque en condiciones menos brutales—. Estos permiten aumentar las cotas de explotación sobre las trabajadoras que beneficia tanto a los pequeños empleadores que pagan salarios más bajos, como a los usuarios, ya que se abaratan los precios.
En cualquier caso, en un contexto global marcado por un mercado con escaso crecimiento real —y no olvidemos que estancamiento bajo el capitalismo significa crisis— asistiremos a una proliferación de “trabajos de mierda” donde será empleada la mayoría de la población, especialmente la joven y la migrante.
¿Por qué seguimos necesitando centros sociales y otras estructuras populares?
Los gaztetxes están en un punto de inflexión. Mientras se debate la necesidad de revitalizarlos, surge la pregunta sobre su capacidad para seguir siendo espacios relevantes en el cambiante escenario político vasco. Las razones citadas para señalar este desgaste son múltiples, pero pueden resumirse en el cuestionamiento de su atractivo social, su relevancia política y su papel en los procesos de creación de comunidad.
Durante los últimos años, se ha criticado con frecuencia que la lógica del “herri bat, gaztetxe bat” —un pueblo, un gaztetxe—, impulsada por el Herri mugimendua a principios del siglo XXI para fomentar la proliferación de centros sociales en Euskadi, ha tenido ciertos límites. Aunque esta estrategia fue clave para consolidar la presencia de los centros sociales, también ha restringido la posibilidad de desarrollar un proyecto político más amplio. La gestión cotidiana de los gaztetxes, centrada en su supervivencia y en la defensa del espacio, ha relegado a un segundo plano la discusión sobre objetivos estratégicos a largo plazo. Como resultado, a menudo nos encontramos reaccionando a los acontecimientos en lugar de anticiparlos y actuar sobre sus tendencias, para lo que haría falta comprender a fondo las transformaciones sociales y económicas que están ocurriendo a nuestro alrededor.
El modelo de gobernanza vasco, centrado históricamente en una alianza público-privada y en grandes proyectos de inversión, muestra signos de agotamiento
La lectura del momento resulta fundamental entonces para pensar qué papel pueden jugar los centros sociales —junto con el resto de instituciones de contrapoder con las que contamos— en el proceso de desafiar al ecosistema metropolitano vasco y a sus agentes de mando políticos y empresariales. El modelo de gobernanza vasco, centrado históricamente en una alianza público-privada y en grandes proyectos de inversión, muestra signos de agotamiento. La crisis económica global y la pandemia de COVID-19 han evidenciado las limitaciones de este enfoque, incapaz de adaptarse a los nuevos desafíos ni de garantizar un desarrollo económico sostenible y equitativo que distribuya los beneficios al conjunto de la sociedad. Los intentos de revitalizarlo mediante megaproyectos como el Guggenheim de Urdaibai o el hidrógeno verde no han conseguido revertir la tendencia al estancamiento. Además, la región se alinea cada vez más con los modelos económicos predominantes en España, marcados por una fuerte dependencia del sector inmobiliario y el turismo. Esta situación está generando una creciente polarización social y amenaza con desestabilizar el modelo social vasco.
Por el momento, los efectos de esta crisis no son completamente visibles en la vida cotidiana de la mayoría de la población, aunque ya han comenzado a acelerarse. La cuestión, por tanto, radica en cómo podemos revertir esta tendencia a través de la organización, para evitar que seamos quienes terminen pagando los platos rotos de una crisis que trasciende a Euskal Herria y que, como mínimo, tendrá repercusiones a escala europea.
Esta crisis —según apuntan diversas tendencias del escenario europeo— podría tener un desenlace de corte neoconservador, que acentúe aún más el cierre nativista ya existente. En este contexto conservador, está en juego si la población migrante que se incorpore a las sociedades europeas será reconocida como ciudadanía de pleno derecho o si, por el contrario, continuará siendo una categoría de segunda, con menos derechos, mayor indefensión legal y que tenga que ocupar los puestos de trabajo más precarios de la sociedad.
En cualquier caso, este fenómeno probablemente acentúe las desigualdades sociales y espaciales, incluso en una sociedad que, hasta ahora, sigue siendo relativamente estable y carente de conflictos significativos. Además, podría ocurrir en un contexto donde las ayudas públicas estatales se limiten a permitir que los jóvenes puedan desarrollar una vida “normalizada”, más o menos precaria a la espera de la “gran transferencia” de riqueza en formas de herencia que recibirá la generación milenial.
Sin embargo, podemos observar estos procesos y trabajar para desestabilizar las dinámicas de normalización, con el objetivo de generar un horizonte más justo para todas, donde pongamos la riqueza social al servicio del conjunto de la población. Sin duda, el futuro de nuestro espacio estará marcado por momentos clave de lucha, en los que, a través de la experiencia compartida, podamos construir comunidades fuertes. Esto está directamente relacionado con el momento sindical de nuestras estructuras.
Sin espacios estables, la posibilidad de articulación de estas luchas quedará restringida a una movilización puntual o a momentos de adhesión a tal o cual campaña
Desde luego, la experiencia de Txirbilenea junto con Emakume Migratu-Cuidadoras Sociosanitarias es un ejemplo de cómo los centros sociales pueden convertirse en espacios de encuentro y colaboración entre diferentes luchas. Sin espacios estables, la posibilidad de articulación de estas luchas quedará restringida a una movilización puntual o al momentos de adhesión a tal o cual campaña, pero sabemos de sobra que eso no nos vale. Necesitamos dotarnos de horizontes comunes, desde donde seguir construyendo espacios de contrapoder que supongan un desafío cada vez mayor a las instituciones y que sean capaces de enfrentar los retos coyunturales que vayan surgiendo y que además tengan una composición social mucho más amplia que la actual.
Pero también es crucial reflexionar sobre cómo organizamos, de manera comunista, los procesos de desistimiento colectivo. La situación más inmediata no parece indicar que el escenario más cercano vaya a ser el de un colapso social que posibilite una ruptura de tipo revolucionario, al menos no en los términos insurreccionales que caracterizaron estos procesos durante la primera mitad del siglo XX.
Pensar el desistimiento tiene que ver, más que nada, con la manera en que concebimos el éxodo de aquello que se espera de nosotros. Es, en esencia, cómo pasamos del “no tengo tiempo” o el “no quiero llenarme la cabeza de más mierda” a una forma de emancipación en la que, mediante un entramado de estructuras e instituciones propias, recuperamos nuestra vida y sus tiempos, alejándonos de la determinación capitalista y de sus marcos relacionales. Dentro de este espacio, que conforma el universo del contrapoder, se encuentran desde los grupos productivos hasta las revistas, los sindicatos de vivienda y los de trabajadores precarios. Estas iniciativas, cada vez más, nos otorgan la capacidad de desacoplarnos de la dependencia hacia el Estado y de las políticas que, con demasiada frecuencia, nos condenan a ser gestionados en lugar de autodeterminarnos.
Hoy más que nunca, necesitamos estructuras populares que nos permitan controlar y decidir sobre nuestros recursos, desmonetizando áreas de nuestras vidas y construyendo un presente en el que la vida se dispute activamente
Los centros sociales siguen siendo fundamentales en este proceso, ya que siempre enriquecen un territorio, llenando de vida edificios que, de otro modo, permanecerían vacíos. Hoy más que nunca necesitamos estructuras populares que nos permitan controlar y decidir sobre nuestros recursos, desmonetizando áreas de nuestras vidas y construyendo un presente en el que la vida se dispute activamente, en lugar de limitarse a mitigar los efectos más adversos de la crisis.
Este tipo de discusiones, de carácter estratégico y orientadas a construir un horizonte de futuro en Euskal Herria, ya han encontrado diversas expresiones dentro del incipiente sindicalismo de vivienda vasco, surgido en el contexto pandémico. Sin embargo, los gaztetxes han permanecido en gran medida al margen de muchas de estas enunciaciones y debates. No obstante, todo indica que las futuras crisis superarán ampliamente nuestra capacidad de respuesta, tal y como ya ocurre en la actualidad. Por ello, este texto busca subrayar la importancia crucial de incorporar a nuestros espacios elementos de discusión estratégica que no podemos seguir postergando. Ser espacios contraculturales implica, además, cuestionar lo hecho hasta ahora para poder caminar más lejos.
- Paskual, J. (2015) Movimiento de Resistencia: Años 80 en Euskal Herria, Contexto, Crisis, Punk, Txalaparta, Tafalla ↩︎
- La evolución de la significación de los gaztetxes, en su ambivalencia entre centros culturales autogestionados y activadores políticos, excede la capacidad de análisis de este texto. No obstante, existen materiales que permiten identificar elementos críticos de dicha evolución. Véase: Paskual (2015), Movimiento de resistencia; Estebaranz, J. (2011), Tropikales y radikales, Likininiano Elkartea, Bilbao. Para un enfoque más cercano a las posturas de la izquierda abertzale de la época, consúltese: O’Bien, E. (2004), Matxinada, Txalaparta, Tafalla. ↩︎
- Sí se quiere profundizar en algunos de los debates de la época desde el movimiento autónomo véase: AA.VV. (2011) El hilo negro de los noventa. Encuentros con la Autonomía, Likiniano Elkartea Bilbao; Estebaranz (2011) Tropikales y radikales ↩︎
- Este cambio de rumbo incluyó una modificación importante en su postura respecto al servicio militar obligatorio y el movimiento insumiso. Mientras que, inicialmente, Jarrai había defendido una postura contraria al servicio militar obligatorio, pronto la organización juvenil abertzale adoptó los postulados de Alternatiba Kas, apoyando la creación de una “mili vasca” en Hegoalde bajo una capitanía general vasca, como paso hacia la construcción gradual del ejército del futuro Estado-nación. Sin embargo, a finales de los años 80, Jarrai cambió nuevamente su postura, alineándose con las propuestas de desobediencia civil que promovían la negativa al servicio militar español. Este giro reflejó una transformación en sus prioridades políticas y una recuperación de los enfoques autónomos y antimilitaristas dentro del movimiento juvenil más amplio, que habían logrado cierta hegemonía en las movilizaciones contra el servicio militar en Euskal Herria. ↩︎
- Es importante recordar que el inicio de la década de los 90 fue un momento clave para la izquierda abertzale, marcado por el fracaso de las conversaciones de Argel mantenidas con el gobierno del PSOE entre enero y marzo de 1989. Este fracaso supuso un duro golpe para la estrategia de acumulación de fuerzas que buscaba condicionar el proceso político dentro de un marco pactista. En los años previos, se habían firmado los Acuerdos de Madrid sobre Terrorismo (1987) y sus homólogos vascos, el Pacto de Ajuria Enea y los Pactos de Navarra (1988). Estos acuerdos, junto con la inclusión de la Ertzaintza en la estrategia contra ETA, la consolidación del autogobierno y la colaboración con la policía francesa en la extradición de refugiados políticos vascos, podrían interpretarse como el cierre del proceso de la Transición en Euskal Herria. ↩︎
- Véase el caso de la evolución de la Berrietxea de Barakaldo al colectivo para la denuncia de la exclusión social de Berri-otxoak o las oficinas por los derechos a las prestaciones sociales como Argilan, vinculada al sindicato ESK. ↩︎
- Un análisis que ayuda a situar las coordenadas de lo aquí explicado, aunque no es compartido en sus conclusiones por el que aquí escribe puede encontrarse en Kimua (2023) El Movimiento Popular en Euskal Herria. Pasado, presente y futuro, 15 de enero de 2023 ↩︎
- En un informe de 2022, elaborado por la fundación Manu Robles Arangiz, ELA estimó una pérdida de 13.968 € en los salarios reales entre los años 2008 y 2020. Véase: Manu Robles Arangiz Fundazioa (2022) “Evolución de los salarios en Hego Euskal Herria: empobrecimiento y precariedad”, Estudios-45, Manu Robles Arangiz Fundazioa, Bilbao. ↩︎
- En el ámbito vasco, pueden identificarse los programas Gaztelagun (para jóvenes de entre 18 y 35 años) y Emantzipa (para jóvenes de entre 25 y 30 años), que ofrecen ayudas de entre 300 € y 600 €, siempre que se cumpla una serie de condiciones. ↩︎