En 1977, Le operaie della casa [Las obreras de la casa], revista en la que participan Silvia Federici, Mariarosa Dalla Costa o Leopoldina Fortunati a caballo entre las luchas de la autonomía obrera y el feminismo autónomo, publica un número especial: “Mil flores se abren marchitas”.
Se trata de un texto que criticaba lo que consideraban el “giro leninista” del movimiento de aquellos años, que volvía a poner en el centro el partido, el recurso a las armas y a la toma del Estado y que despreciaba la masividad y radicalidad de las luchas del momento, en particular la lucha de las mujeres, su cuestionamiento del ámbito de la producción como lugar privilegiado de la acción política y su demanda de salario para el trabajo doméstico. Recogemos aquí un extracto del documento original.
El vicio que desvirtúa la óptica de los compañeros es que, una vez más, tanto en la crisis como en el desarrollo, solo dirigen la mirada hacia la fábrica y, por lo tanto, hacen un cálculo necesariamente distorsionado de las fuerzas que la clase puede movilizar contra el ataque del capital. De hecho, al igual que no ven las luchas de los sin salario en el Tercer Mundo, tampoco ven las luchas de las no asalariadas en las metrópolis y, por lo tanto, no ven la multiplicidad de las trincheras de las que hoy parte el contraataque obrero.
Tener dinero propio es para nosotras, las mujeres, una condición imprescindible para poder rechazar la dependencia del hombre y poder rechazar nuestro propio trabajo
Se sigue ignorando, así, que justamente en el contexto de crisis se ha desarrollado a escala internacional un movimiento de mujeres que ha socavado de modo fundamental los mecanismos de acumulación en el terreno del salario y del rechazo del trabajo. Movimiento constituido tanto por todas aquellas luchas que siempre han sido invisibles a los ojos de la izquierda –léase la caída de la tasa de natalidad a escala internacional, el aumento del número de divorcios, del número de familias con una mujer a la cabeza, de las mujeres que abandonan la familia (una de cada tres hoy en Estados Unidos), del número de hijos ilegítimos, etc.–, como por todas aquellas luchas consideradas, de acuerdo con la lectura izquierdista, un mero hecho contracultural, como, por ejemplo, el movimiento de mujeres lesbianas. En realidad, todas estas luchas son luchas contra el trabajo doméstico y se han podido dar a escala internacional porque se han sostenido gracias a una enorme conquista de dinero para este trabajo. De hecho, tener dinero propio es para nosotras, las mujeres, una condición imprescindible para poder rechazar la dependencia del hombre y rechazar, por lo tanto, nuestro trabajo. Insistimos en ello para todos aquellos que, aún hoy, nos dicen que la lucha de “liberación” no se puede reducir a ninguna reivindicación y que lo importante no es tener dinero, sino “transformar el cotidiano”. Con los bolsillos vacíos y atadas a la dependencia personal es muy difícil recuperar la vida y transformar nuestras relaciones sociales. No por casualidad la masificación de la lucha por el salario y la masificación del rechazo del trabajo doméstico han ido siempre de la mano. Así pues, a partir de las luchas de las mujeres, muchos Estados se han visto obligados a destinar una gran parte del denominado “gasto público” a pagar el trabajo doméstico (véanse las prestaciones sociales en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Nueva Zelanda; el “salario familiar” en Francia, etc.): es decir, el Estado ha debido invertir cada vez más en la reproducción de la fuerza de trabajo.
Pero es que además cuanto mayor ha sido la capacidad de las mujeres para obtener dinero del Estado, mayores han sido sus posibilidades de rechazar su trabajo e imponer condiciones distintas para su realización. También la masificación de la prostitución (en Italia, de acuerdo con Il Corriere della Sera, más del 10 % de la población vive de la prostitución) demuestra el rechazo de las mujeres a ofrecer trabajo doméstico (en este caso, trabajo sexual) de modo gratuito. Este es el rumbo que está tomando la gigantesca lucha que las prostitutas están impulsando en Estados Unidos, Inglaterra, Francia y España, etc.
La invisibilidad de este tipo de lucha, de este sujeto político, resulta indicativa de todos los límites que caracterizan la óptica de la izquierda. El Nuclei Armati Popolari (NAP)1, a diferencia de otros, sí que ven en la prostituta (en tanto que proletariado fuera de la ley, sin cobertura de ningún tipo, etc.) un potencial sujeto revolucionario, pero solo si va a la cárcel. Solo con la experiencia de la cárcel, dicen los NAP, el proletariado fuera de la ley puede superar su individualismo anárquico y desenfrenado y encontrar una identidad colectiva, puede superar su consumismo desenfrenado (el despilfarro del dinero “fácil” en la compra de bienes de lujo exclusivos y fútiles) y encontrar un lugar político revolucionario. De aquí al discurso de las Brigadas Rojas, para quienes nada resulta más eficaz para la “toma de conciencia” que las palizas sufridas en la cárcel, de acuerdo con el viejo argumento de “cuanto peor, mejor”, hay solo un paso.
En cada vez más países las prostitutas se están organizando como movimiento
¿Para estos compañeros Lyone no significa nada en la historia de la lucha de clases?2 Esas mismas prostitutas que ven como individualistas y consumistas desenfrenadas, solo recuperables para la lucha de clases a través de la cárcel, han ocupado las iglesias, han hecho huelga y han interpelado al Estado con demandas muy concretas: por la descriminalización contra el plan de reestructuración que quería encerrarlas en los Eros Centers, para poder tener consigo a sus hijos, contra el control estatal que les impide de hecho toda vida social, etc. En cada vez más países las prostitutas se están organizando como movimiento. ¿Un movimiento que no existe para estos compañeros?
Podemos dirigir la misma pregunta también a los compañeros de Contropotere que escriben:
“Preguntadle al médico que está en la sala de los botones (al dottore che sta nella sala dei bottoni) qué hará dentro de poco, hoy, esta noche. Disfrutará, compañeros, con mujeres que nosotros pagamos con trabajo y las llevará a casas que nosotros construimos, usará relaciones (rapporti) que nosotros creamos trabajando”. (Contropotere, núm. 0, septiembre de 1976).
Aquí, los compañeros parecen atacar al capitalista, pero en realidad atacan a las prostitutas, a las que se presenta directamente como explotadoras del trabajo obrero y no como trabajadoras que, en el terreno del trabajo doméstico, han logrado que se les paguen al menos algunas tareas de su trabajo.
Se trata de la misma concepción por la cual en Vietnam, Camboya, Laos y Mozambique se ha perseguido a las prostitutas y se las ha enviado a “rehabilitarse” (es decir, a prepararse para un trabajo “más productivo”) a auténticos campos de concentración. Esto después de que se las haya utilizado ampliamente (como siempre a las mujeres) durante la guerra de liberación para realizar labores con frecuencia muy peligrosas. Y, sobre todo, después de que nadie se haya preocupado nunca de cómo pueden sobrevivir económicamente las mujeres más allá de la dependencia del hombre, en tiempos de guerra o de paz.
Si este es el destino al que las ha abocado el capital “rojo”, el capital “blanco” intenta encerrarlas en los Eros Centers, las fábricas del sexo, para aumentar su productividad sexual y, al mismo tiempo, para aislarlas de otras mujeres y, con ello, frenar de algún modo el aumento de la prostitución. Lo que se registra, por lo tanto, es una gran coincidencia entre el plan del capital “blanco” y el del capital “rojo”, ambos dirigidos a atacar y reprimir en todo momento la lucha de las prostitutas en todo el mundo.
Para los compañeros será siempre más decisivo el cañón de un fusil que una fábrica invadida de niños.
De la inconsciencia de todo este arco de luchas (si no de la voluntad de reprimirlas) se deriva justamente para la izquierda una gran sensación de derrota con respecto a la actual relación de fuerzas entre clase y capital. Tal inconsciencia hunde también sus raíces en el no reconocimiento por su parte de las luchas que proceden con niveles y formas de organización diferentes, en virtud del cual para los compañeros será siempre más decisivo el cañón de un fusil que una fábrica invadida de niños. La “diversidad” se interpreta siempre como debilidad. No es casual, pues, que en las luchas de las mujeres los compañeros nunca hayan visto nada y (algunos) hayan empezado a identificarlas como “fuerza proletaria” (sin abandonar nunca una facilidad absoluta para olvidarlas) solo cuando han tenido que vérselas con nuestra presencia masiva en las calles. Antes de estas manifestaciones, y a diferencia de los obreros varones, que, cuando “no luchaban”, eran “mera fuerza de trabajo”, nosotras, las mujeres, no éramos ni siquiera eso, sino únicamente elementos, a veces bonitos, del paisaje natural.
Pero si se debe hablar de nuestra “debilidad” , debemos decir inmediatamente después que si nosotras, las mujeres, no representamos una fuerza mayor es también porque nos hemos encontrado siempre ante (y contra) una izquierda que ha reprimido una y otra vez nuestros intereses (de modo totalmente unánime, desde el PCI hasta los “revolucionarios”), acusándonos de retrógradas y culpabilizándonos por no abandonar nuestras luchas (las únicas que nos garantizarían un poder real) para colocarnos de su lado. Valgan de ejemplo los compañeros de las Brigadas Rojas, que siguen borrando nuestra lucha contra la explotación contraponiéndola a una “lucha de clases” de la que nosotras, las mujeres, evidentemente, nunca formamos parte.
“En cuanto una mujer reivindica no solo la autonomía económica y el derecho a elegir su modo de vida, sino que se reconoce también como parte de la clase explotada e inicia una práctica de lucha de clases…” (El subrayado es nuestro).
De modo análogo, el Senza Tregua de Nápoles:
“… se deben hacer algunas críticas al objetivo del salario para el trabajo doméstico que caracteriza a un sector del movimiento que, sin duda, ha estado en la vanguardia teórica y práctica de la lucha de las mujeres. En el planteamiento de estas compañeras (que desde luego parte de una lectura correcta del proceso de socialización del capital y de la productividad del trabajo doméstico) cuestionamos, por un lado, que (por lo menos en la formulación del objetivo) no aparece claramente la temática del rechazo del trabajo doméstico, de la impugnación del rol, de la reapropiación de la dimensión política y social. Este límite se agrava si pensamos, por otro lado, que su objetivo no tiene en cuenta que, en el contexto de crisis, se cierran definitivamente los espacios reivindicativos y que resulta imprescindible sustituir el programa de luchas por el salario como momento de agregación contra el desarrollo por la capacidad organizada de expresar fuerza, de hacer valer la propia voluntad a modo de decreto”. (El subrayado es nuestro).
El capital reconoce que mujeres indisciplinadas producen hijos indisciplinados y que hay un cordón umbilical directo entre el rechazo de la cocina y el rechazo de la cadena de montaje
Pero, si bien la izquierda no entiende la profunda radicalidad anticapitalista de la lucha de las mujeres por el salario contra el trabajo doméstico, el Estado sí que la entiende muy bien. De hecho, el capital sabe mejor que nunca que mujeres indisciplinadas producen hijos indisciplinados y que hay un cordón umbilical directo entre el rechazo de la cocina y el rechazo de la cadena de montaje, del colegio y del ejército.
La lucha contra este trabajo [doméstico], sobre el que se basa en buena medida la acumulación y la disciplina de la clase, es precisamente la que ha obligado al Estado a invertir cada vez más en el terreno de la reproducción de la fuerza de trabajo. De ello se deriva el enorme aumento del “gasto público” a escala internacional.
De hecho, detrás del proceso que los compañeros denominan terciarización, está en buena medida la socialización de varias tareas del trabajo doméstico (véase las asistentes sociales, las “madres colectivas”, etc.), cuya consecuencia inmediata es el encarecimiento del coste de la propia fuerza de trabajo. Tal encarecimiento, es decir, la necesidad de invertir cada vez más en la reproducción del trabajo vivo, ha sido, precisamente, uno de los factores fundamentales de la crisis actual del capital.
Ver la masificación del rechazo de las mujeres en el terreno del trabajo doméstico no solo resulta esencial para entender qué hay detrás de las dificultades organizativas que los obreros encuentran hoy con respecto a las luchas y al rechazo de su trabajo. Es un hecho, por ejemplo, que detrás de la defensa del salario por parte de los obreros varones, incluso a costa de una intensificación del trabajo, se encuentra justamente el rechazo de las mujeres a soportar una intensificación del trabajo doméstico para evitar una bajada del nivel de vida de la familia (otro ejemplo de este rechazo es la gran crisis de la familia generada en Estados Unidos a partir de la masificación del desempleo: las mujeres han abandonado con frecuencia al marido desempleado).
Tener personas dependientes a cargo ha exigido siempre una gran disciplina en relación con el puesto de trabajo
De modo análogo, las mujeres cada vez están menos dispuestas a funcionar como puntos de apoyo, como sostén, de las luchas que hacen los hombres y esto tanto en lo que se refiere al trabajo doméstico como al político. Desde luego, el hecho de que las mujeres ya no estén dispuestas a sacrificarse supliendo con su trabajo el ataque capitalista contra los obreros representa en el corto plazo un momento de debilidad para los hombres. Pero solo en el corto plazo, porque, en realidad, el capital ha basado su capacidad de mando sobre los obreros varones en el sacrificio de las mujeres. De hecho, si bien es verdad que la dependencia de las mujeres con respecto a los hombres ha representado un poder para los hombres que siempre podían contar con su trabajo, es igualmente cierto que ha supuesto una gran debilidad para los hombres con respecto al capital. Porque tener personas dependientes a cargo ha exigido siempre una gran disciplina en relación con el puesto de trabajo. Por lo tanto, el hecho de que las mujeres no se sometan ya para tapar los huecos supone, en el largo plazo, un punto de fuerza también para los hombres, en la medida en que el capital ha utilizado siempre la diferencia de poder dentro de la clase también contra los hombres.
Esperábamos que los compañeros hubieran aprendido esta lección con el surgimiento del Movimiento Feminista, que, aunque, por un lado, marcó una gran crisis organizativa para los compañeros (perdían a sus esposas, secretarias, compañeras-mujeres para todo), por otro, representó un gran salto de poder para toda la clase. Pero, en lugar de extraer del surgimiento del Movimiento Feminista nuevas indicaciones estratégicas, los compañeros han intentado reprimirlo, porque minaba sus intereses inmediatos, o de utilizarlo, instrumentalizarlo, para lo que eran sus proyectos de siempre.
Ir más allá de la fábrica no significa caer en un vacío que solo la metralleta puede llenar, significa recomponerse a partir de la necesidad común de salario
Nuevas indicaciones estratégicas, se ha dicho. La primera y más macroscópica es que ir más allá de la fábrica no significa caer en un vacío que solo la metralleta puede llenar. Significa, por el contrario, enlazarse, recomponerse a partir de la necesidad común de salario con todos aquellos sujetos políticos que, a partir de las mujeres, están avanzando en este terreno. El salario contra el trabajo doméstico, contra el trabajo precario, contra el trabajo de estudio, contra el trabajo de fábrica, sigue siendo, de hecho, hoy como siempre, la consigna de la clase. Y PODEMOS GANAR.
Por concluir: ¿cómo se configura desde nuestro punto de vista la crisis actual del capital? También para nosotras se trata de una crisis definitiva que marca el límite extremo del desarrollo capitalista. Pero no porque el capital no sepa resolver contradicciones orgánicas. Sino porque la clase ha atacado justamente los mecanismos de reproducción del capital.
Traducción Marta Malo de Molina.