La impotencia del Nuevo frente popular en Francia

por | Ene 9, 2025 | Análisis, Mundo

Hay dos escenarios posibles: o bien el Nuevo Frente Popular trata de gobernar aceptando renuncias y abre con ello la puerta al encumbramiento de Le Pen, o bien se escinde entre su ala reformista radical y su ala más abiertamente proestablishment

Tras la victoria en las elecciones europeas de Agrupación Nacional (RN) de Marine Le Pen en junio de 2024, el presidente Emmanuel Macron tomó la decisión de disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones legislativas. Su estrategia era la misma que le dio la victoria en las elecciones presidenciales en 2017 y 2022: dividir a las izquierdas y capitalizar el miedo a la llegada al poder de la extrema derecha.

Las izquierdas parlamentarias apostaron por la creación de un nuevo cartel electoral, bautizado sin cicatear maximalismos retóricos: Nuevo Frente Popular (NFP). La reciente coalición logró beneficiarse ampliamente del miedo al RN y de la movilización electoral y obtuvo, pacto con el macronismo mediante, casi 190 diputados. Pero a pesar de la victoria, el NFP no consiguió una mayoría que le permitiese gobernar en solitario.

El gobierno Barnier no ha sido el resultado de un “golpe de estado institucional”, sino más bien el intento (precario) de buscar una estabilidad política capaz de relanzar el proceso de acumulación en una coyuntura de crisis

Amparado por una falta de jurisprudencia en materia de designación del primer ministro, Macron decidió desoír el resultado de la urnas y nombrar un gobierno compuesto por miembros de la derecha republicana y de su antigua mayoría parlamentaria; un gobierno que tendría como principales prioridades las de reducir los niveles de deuda pública y combatir la immigracion —según las palabras del ya ex primer ministro Michel Barnier—. El gobierno Barnier no ha sido el resultado pues de un “golpe de estado institucional” como ha querido presentarlo buena parte de los comentaristas cercanos al Nuevo Frente Popular, sino más bien el intento (precario) de buscar una estabilidad política capaz de relanzar el proceso de acumulación en una coyuntura de crisis económica y geopolítica.

Francia vive hoy una situación sin precedentes desde la crisis de 2008. Se estima un crecimiento del PIB en un 1,1% en 2024, según el Banco de Francia, el déficit público se calcula en 6,2% para el mismo año y el nivel de la deuda pública alcanza ya el 120% del PIB, cuando las reglas europeas autorizan únicamente la mitad de ambas cifras —un 3% de déficit y una deuda de un máximo del 60% del PIB—. Estas últimas semanas el fabricante de neumáticos Michelin ha anunciado el cierre de dos plantas (1254 empleos) al que se ha sumado la supresión de otros casi 2.400 empleos por parte de la empresa de distribución Auchan. Según las previsiones de la CGT, más de 200.000 puestos de trabajo están hoy en peligro en Francia, principalmente en el sector industrial. Las causas son múltiples y ampliamente documentadas: aumento del precio de la energía, desventajas frente a la competencia China y Estadounidense en el terreno de la producción de automóviles, aumento de la inflación y consecuente disminución de la demanda, además de una falta de política industrial a escala europea.

En esta coyuntura las medidas defendidas por el gobierno Barnier han tenido como objetivo continuar el desmantelamiento del estado social, y disciplinar a la clase trabajadora acotando sus márgenes de seguridad social, además de seguir incentivando la inversión extranjera y los márgenes de ganancia del capital. El gobierno francés ha pretendido devolver el déficit público al 5% para 2025, es decir, un ahorro de 60 mil millones de euros en un año. Dos tercios de este último se tendrían que haber producido mediante el recorte del gasto público y el tercio restante a través de subidas de impuestos, fundamentalmente a la clase trabajadora. La versión inicial de los presupuestos generales del Estado para 2025 preveía además la supresión de 4.000 empleos públicos en el sector educativo; el aumento de los días de baja médica no remunerados para los funcionarios; la reducción de la tasa de reembolso por la seguridad social de las consultas médicas de 70 a 60% —en Francia el paciente generalmente debe pagar una parte de las consultas médicas—; una bajada de las cotizaciones patronales e incluso una reducción de las prestaciones médicas universales de las que benefician actualmente los inmigrantes indocumentados.

El social-liberalismo vuelve así al centro del tablero político francés como garante de una nueva y precaria estabilidad parlamentaria

La moción de censura al gobierno Barnier, impulsada por el Nuevo Frente Popular (NFP) y apoyada por Agrupación Nacional (RN), no cambia nada esta situación. La constitución establece que no podrá haber nuevas elecciones legislativas hasta julio de 2025, un año después de la disolución de la Asamblea Nacional. Todo nuevo gobierno deberá, por tanto, lograr construir mayorías parlamentarias suficientes para aplicar un programa económico que, pese a ligeras variaciones, tendrá que seguir teniendo el mismo objetivo: reducir el déficit público y estimular el crecimiento económico. Y pese a que algunos partidos de izquierdas ya estaban dispuestos a renunciar a parte de su programa común para entrar en el gobierno, el presidente de la República ha preferido nombrar al centrista François Bayrou como primer ministro. Las recientes declaraciones del RN y de los socialistas apuntan a que no habrá censura a priori del nuevo gobierno. Mientras que los primeros exigen al primer ministro que no fragilice la situación económica de los pensionistas, los segundos piden que se abandone todo proyecto de reforma en materia migratoria. Todos son conscientes sin embargo de que los nuevos presupuestos que se votarán en enero no diferirán radicalmente de los propuestos por Barnier. El social-liberalismo vuelve así al centro del tablero político francés como garante de una nueva y precaria estabilidad parlamentaria.

Frente al retorno de la austeridad, apoyada por la extrema derecha y el centro socioliberal, en su carrera por ganar apoyos entre la patronal, la socialdemocracia francesa se muestra impotente. Pese a contar con una débil mayoría, los diputados del NFP se esfuerzan por defender su contrarrelato neokeynesiano. Han propuesto la creación de nuevos impuestos sobre las grandes empresas y patrimonios. Sin embargo, más allá de aumentar las recaudaciones estatales sobre el gran capital y las fortunas privadas, la izquierda parlamentaria no parece querer afrontar la cuestión central: la rentabilidad, que requiere de producir y apropiarse de mayor plusvalía. En el marco de una economía mundial donde la competencia internacional y las tensiones interimperialistas llevan cada vez más a los Estados a replegarse en el proteccionismo, el Nuevo Frente Popular solo es capaz de responder a la pregunta de la distribución de la riqueza pero no a la cuestión decisiva de la producción de esta última, necesaria para mantener la financiación de unas instituciones sociales que representan más del 30% del PIB. Más allá de algunas proclamas a favor de la “reindustrialización verde”, la política industrial de la socialdemocracia parece limitarse al multiplicador keynesiano. Esta aporía en el razonamiento ejemplifica el electoralismo de estas formaciones que, encontrándose en la oposición, no están dispuestas a asumir lo que el capital exige para la preservación de sus políticas sociales, es decir, el aumento de la tasa de ganancia.

Los elevados niveles de gasto público y los sistemas de protección social y laboral son hoy un obstáculo para una economía con tasas de crecimiento de menos del 2% desde 2009

En suma, atada a un Estado republicano que venera y al capitalismo que le subyace, la socialdemocracia francesa agita fantasías redistributivas sin atreverse a confrontar la cruda verdad: bajo el capitalismo no hay redistribución sin producción y apropiación de plusvalor. Toda solución a esta crisis dentro del marco capitalista pasa por relanzar la competitividad de la economía francesa. Y debido a los límites mostrados por las políticas de estímulo, la solución que tenderá a imponerse es la de la reducción de costes. Los elevados niveles de gasto público y los sistemas de protección social y laboral son hoy un obstáculo para una economía con tasas de crecimiento de menos del 2% desde 2009.

En la Francia actual, el orden económico capitalista comienza a entrar en contradicción con su forma liberal-parlamentaria. Los franceses dieron una victoria electoral al Nuevo Frente Popular, cuyo programa de reformas choca con las acuciantes necesidades del capital francés, que ve en las contrarreformas de los últimos años un avance cuya reversión implicaría agravar la dramática situación de la economía francesa. En otras palabras, el programa reformista es inaceptable, con independencia del número de votos que consiga. La izquierda solo podrá gobernar si renuncia a su programa, o al menos a partes significativas del mismo.

La lealtad al Estado que la izquierda reformista profesa hará que la situación se resuelva antes o después por el lado reaccionario. Hay dos escenarios posibles y ambos apuntan en esta dirección: o bien el Nuevo Frente Popular trata de gobernar, aceptando la renuncia, y abre con ello la puerta al encumbramiento de Le Pen como única alternativa; o bien se escinde entre su ala reformista radical y su ala más abiertamente pro establishment. El resultado sería de nuevo la bancarrota de la izquierda como proyecto electoral viable y una alfombra roja para Le Pen.

Por su misma naturaleza, el reformismo es incapaz de decir la verdad a los trabajadores franceses; debe fingir que todo podría arreglarse si ellos llegaran a la sala de mandos

Por su misma naturaleza, el reformismo es incapaz de decir la verdad a los trabajadores franceses. Debe fingir que todo podría arreglarse si ellos llegaran a la sala de mandos del Estado capitalista francés —el mismo que bloquea su programa—. Lo contrario obligaría a reconocer la necesidad de una revolución, cuya negación es lo que fundamenta su identidad política. De nuevo, la principal beneficiaria es Le Pen.

En ausencia de toda fuerza política revolucionaria capaz de construir una alternativa socialista y de desenmascarar el oportunismo de la socialdemocracia, el proletariado francés soporta pasivamente la austeridad impuesta por los gobiernos del centro socioliberal y de la derecha conservadora. Por un lado, financian mediante ingentes impuestos al consumo las medidas fiscales de apoyo al capital, entre las cuales se encuentran rebajas a las cotizaciones patronales o créditos para la innovación del sector privado. Por otro, producen ataques sobre el salario indirecto acentuados por la precarización de los servicios públicos, y los salarios directos se ven mermados por la inflación, cuando no directamente amenazados por la desindustrialización y las deslocalizaciones. Además, los trabajadores se ven expulsados del acceso al crédito por las subidas de las tasas de interés del Banco Central Europeo.

Partidos como la France Insoumise han absorbido a las minorías militantes gracias a la integración en sus listas electorales de figuras destacadas de las organizaciones antifascistas, sindicales o ecologistas

En un país de tradición revolucionaria como lo es Francia, cualquier alternativa a la política institucional parece haberse desvanecido. Desde las protestas de los Chalecos amarillos en 2018, toda movilización ha sido reprimida en las calles o ha caído por el peso de su propia impotencia. Varios militantes ecologistas, sindicales o independentistas han sido multados o encarcelados, como es el caso de los miembros del Frente de Liberación Nacional Kanak y Socialista —la primera fuerza independentista en Nueva Caledonia— actualmente a la espera de juicio. La socialdemocracia ha tenido y sigue teniendo un papel decisivo en la desactivación de toda posibilidad de ruptura revolucionaria. Partidos como la France Insoumise han absorbido a las minorías militantes gracias a la integración en sus listas electorales de figuras destacadas de las organizaciones antifascistas, sindicales o ecologistas.

Frente al retorno de las políticas de austeridad, las proclamas vacías de la izquierda institucional y el falso rupturismo de la extrema derecha, no hay otra alternativa que la de avanzar hacia la ruptura con los partidos de la socialdemocracia. Esta es la precondición para construir las bases de una organización socialista capaz de responder a las necesidades concretas de una clase trabajadora cada día más precarizada y despolitizada por los interminables ciclos electorales y sus promesas.

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