Los memes sobre la candidata Harris que circularon por Internet este verano imaginaron a la vicepresidenta como una férrea versión femenina del Capitán América, el insobornable justiciero de Marvel con su icónico uniforme azul de superhéroe. En una de las imágenes, una Capitana Kamala generada por inteligencia artificial se enfrenta a un prisionero de mono naranja [que quiere representar a Trump]. Su traje elegante brilla con estrellas de sheriff en la hebilla del cinturón y la pechera; las hombreras están adornadas con plata y rojo. Aquí, sin lugar a dudas, se enfrentan luz y oscuridad, «Momala» [su nombre familiar] y el violador en jefe, el orden civilizatorio y la anarquía desenfrenada. Este enfoque de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2024 se trasladó a los principales medios de comunicación. The Guardian presentó la contienda como «la fiscal Kamala Harris» contra «el delincuente Donald Trump»; un titular de la New York Magazine la describió como «La Policía contra el Criminal». El enfrentamiento maniqueo entre supuestos binomios se duplica como una anticuada guerra de los sexos: la demócrata no es solo un policía, sino una mujer policía.
Durante la última campaña de Kamala, su identidad como «jefa de policía» de California –término con el que ella se presentaba en 2016— no era precisamente una ventaja. Tras años de organización, Black Lives Matter (BLM) había logrado poner en el foco de todo el país los desproporcionados asesinatos de hombres y mujeres negros a manos de la policía, y durante las primarias de 2020 había un sentimiento antipolicial importante. Los críticos incidieron en el historial de Harris en la aplicación de las leyes contra el absentismo escolar y la posesión de marihuana –al tiempo que ignoraba la brutalidad policial— mientras fue fiscal de distrito en San Francisco y, después, fiscal general de California. En un artículo de opinión publicado en enero de 2019 en el New York Times, Lara Bazelon, profesora de derecho en San Francisco, pidió a Harris que «se disculpara con las personas condenadas injustamente que y a las que había tratado de mantener en prisión». En un debate de las primarias, la entonces diputada Tulsi Gabbard atacó a Harris por apoyar el mantenimiento de «un sistema de fianza en efectivo cuyo impacto en las personas pobres era desastroso». Harris acertó sin duda cuando abandonó la campaña antes de que terminara 2019, porque en mayo de 2020, en plena era pandémica, una nueva insurrección del BLM tomó las calles tras el asesinato de George Floyd, vecino negro de Minnesota, a manos de un policía blanco.
Los liberales, en busca de soluciones fáciles a la crisis carcelaria estadounidense, recurrieron a la figura de la mujer policía
Mientras ardía la tercera comisaría de Minneapolis, los liberales, en busca de soluciones fáciles a la crisis carcelaria estadounidense, recurrieron a la figura de la mujer policía. Una serie de artículos publicados en medios como la revista Ms o Los Angeles Times pedían a los departamentos de policía que contrataran a más mujeres. «Las fuerzas del orden no contratan, retienen o promocionan a las mujeres al mismo ritmo que a los hombres, a pesar de que las investigaciones sugieren que, en caso de hacerlo, la nación vería muchas menos tragedias como los asesinatos de Floyd, Laquan McDonald o Eric Garner», se lamentaba un artículo de la CNN en 2020. En 2021, una autodenominada «coalición de líderes policiales, investigadores y organizaciones profesionales» puso en marcha la Iniciativa 30×30, cuyo objetivo era convencer a los departamentos de policía de que las mujeres ocupasen el 30% de las nuevas incorporaciones para el año 2030. La revista Police Chief escribió que las fuerzas del orden debían formar policías con habilidades sociales, experiencia en «asociaciones comunitarias» y preocupación por sus barrios. «Reclutar a más mujeres para la policía es un paso fundamental en la consecución de estos tres ideales», afirmaban.
Las demandas de más mujeres policía sirvieron como alternativa contrainsurgente al eslogan «desfinanciar la policía», que a su vez era una versión diluida del llamamiento a abolir la policía. Hoy, cuatro años después de la desafortunada campaña de Harris en las primarias, lo que entonces fue un lastre se ha convertido en un elemento central de su atractivo. «Los memes de ‘Kamala la policía’ sin duda perjudicaron a Harris la última vez que se presentó», escribió Elie Honig en la revista New York en octubre. «Pero ahora lleva la etiqueta como una insignia». En un mitin celebrado en agosto en Filadelfia, un día después de que el partido le ofreciera oficialmente la candidatura, Harris se jactó de sus victorias como fiscal: «Me enfrenté a todo tipo de delincuentes: depredadores que abusaban de las mujeres, estafadores que timaban a los consumidores, tramposos que se saltaban las normas en beneficio propio», antes de soltar el chiste que se ha convertido en una especie de tarjeta de visita: «Así que creedme cuando digo: ‘Conozco a los tipos como Donald Trump». En ese momento, el público estalló en aplausos y cánticos de «¡Que lo encierren!», un eco de la frase que había escandalizado a los liberales cuando los seguidores de Trump la dirigieron a Hillary Clinton.
Las raíces del feminismo policial se enredan con el fascismo europeo
Aunque el Partido Republicano ha sido tradicionalmente más propolicial, la derecha no está tan a favor de la feminización del cuerpo. Comentaristas como Joe Rogan dicen que las mujeres son demasiado débiles físicamente para ser policías: «no es sexista pensar que resulta aterradora la idea de una mujer de 59 kilos andando por ahí sola, conduciendo un coche de policía, con un arma en la mano y tratando de detener a hombres de 1,93 metros», dijo Rogan en 2017. Y tras el intento de asesinato de Trump en julio, sus partidarios se quejaron de las «agentes mujeres del Servicio Secreto», especialmente de las que estuvieron de servicio esa mañana. Ciertamente, cuando una mujer que se autodenomina «jefa de policía» se enfrenta en el escenario mundial a un declarado pussy-grabber [agarrador de coños], el renacimiento del feminismo policial –con el que me refiero a la escuela de la política de la representación que aboga por un toque femenino en lo policial– aparece claramente como un proyecto liberal. Históricamente, sin embargo, las raíces del feminismo policial se enredan con el fascismo europeo, y las huellas del fascismo siguen presentes en la ideología moderna, incluso cuando esta se utiliza para reforzar la campaña de Harris para «salvar la democracia».
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En el mundo anglosajón, el ideal de la mujer policía tiene su origen en un grupo de delincuentes. La feminista británica Mary Sophia Allen fue encarcelada en repetidas ocasiones como soldado de la guerrilla «Votes for Women» que dirigía Emmeline Pankhurst, la militante feminista conocida por haber sido la fundadora de la Women’s Social and Political Union (WSPU) de principios del siglo XX. Allen había sido una de las principales coordinadoras del terrorismo de la WSPU en una época en la que el grupo vertía ácido en los buzones y colocaba bombas de nitroglicerina en lugares públicos. Allen, lesbiana, no solo se deleitaba infringiendo las leyes, sino también las normas de género. Adoptó un peinado masculino, se hacía llamar «Robert» entre sus íntimos y exigía a sus subordinados que se dirigieran a ella como «señor». Hacia la década de 1930 ya se había convertido en una fascista confesa y admiradora de Adolf Hitler, así como en una «pionera mujer policía», según el título de su primera autobiografía. (Utilizo aquí el pronombre «ella» para respetar la preocupación por ubicarse dentro de la feminidad que Allen evidenció en sus memorias, cuyos títulos deliberadamente sexistas son Woman at the Cross Roads y Lady in Blue).
Según su biógrafa Nina Boyd, la temprana actividad política de Allen estuvo motivada en parte por una «obsesión» con la «trata de blancas». En la época victoriana, los periódicos informaban incansablemente sobre proxenetas y traficantes extranjeros que acechaban y corrompían a las niñas en las estaciones de ferrocarril, o sobre aristócratas pedófilos que las secuestraban y encerraban en celdas acolchadas. Hoy en día, el mundo académico coincide en que estas historias eran básicamente un invento. Por lo general, las prostitutas inglesas no se reconocían a sí mismas como «esclavas blancas», pero en la mentalidad de Allen y de muchos otros, no había diferencia entre la industria del sexo y la trata de blancas o, mejor dicho, esta se situaba justamente en el ojo del espectador uniformado. Allen adoraba las cruzadas morales en general y, según Boyd, no le importaba tanto luchar contra la injusticia, como el hecho de luchar en sí mismo. Para ella, la causa del sufragio consistía en garantizar la autoridad a las mujeres «correctas»: «las mujeres trabajadoras estaban tan lejos de su propia esfera de experiencia como los elefantes del zoo».
«Queremos mujeres policía, mujeres carceleras, mujeres inspectoras y mujeres en cada vez más departamentos de la vida policial», decía un periódico sufragista
El salto de Allen de militante feminista a militante de los Camisas Negras coincidió con el estallido de la guerra. Pankhurst, enferma tras una serie de huelgas de hambre —y exaltada por el patriotismo del momento—, pidió a las sufragistas que suspendieran sus ataques contra el gobierno británico. «Sigo manteniendo las mismas opiniones que siempre he mantenido. No hay nada más terrible que las guerras de agresión», dijo la antigua dirigente socialista de la WSPU en un discurso pronunciado en noviembre de 1914. «Pero creo que, sean cuales sean los errores cometidos en el pasado, ahora estamos comprometidos en una guerra justa». El repentino cese de operaciones de la WSPU fue un duro golpe para muchas de las leales paramilitares feministas de Pankhurst. Allen se sintió perdida y abandonada. «No voy a fingir que nos gustó», escribió más tarde sobre la decisión de Pankhurst. «Estábamos entregadas en cuerpo y alma a nuestra lucha por el reconocimiento de las mujeres». Allen buscaba desesperadamente una nueva forma de canalizar su fanatismo y, escribe Boyd, la encontró en los escuadrones de policía voluntarios «creados por mujeres que vieron una ventana de oportunidad con el despliegue de los hombres en el Frente». Así lo expresó un número de 1915 del periódico sufragista The Vote: «Queremos mujeres policía, mujeres carceleras, mujeres inspectoras y mujeres en cada vez más departamentos de la vida policial».
Allen se convirtió en seguida en la segunda al mando de las Mujeres Policía Voluntarias
Allen se convirtió en seguida en la segunda al mando de las Mujeres Policía Voluntarias (WPV), una milicia fundada en 1914 y posteriormente rebautizada como Servicio de Mujeres Policía (WPS). En virtud de la Ley de Defensa del Reino en tiempos de guerra —una medida que imponía la ley marcial a todos los súbditos británicos—, el Estado encargó a organizaciones como la WPV la vigilancia de hogares, tabernas y fábricas de municiones. La razón de ser de la WPV era prevenir los abusos sexuales y proporcionar asistencia moral a las mujeres necesitadas. En opinión de Allen, este tipo de actuación policial era coherente con la causa feminista, no solo porque las sufragistas habían experimentado la brutalidad de la policía masculina, sino también porque las mujeres policía podían proteger a las mujeres de sus propios instintos inmorales, que de otro modo podrían dar una mala imagen al género en su conjunto. Según Allen, el uniforme de la WPV era tan poderoso que podía combatir las «fuerzas subversivas» solo con su apariencia. «Era evidente», recordaba en 1925, «para todos aquellos estrechamente relacionados con el mantenimiento del orden, que el uniforme era en sí mismo un elemento disuasorio, un arma real de defensa y que también tenía un efecto moral inmediato». Ella se puso el uniforme de policía en 1914 y, según todos los testimonios, nunca se la volvió a ver en público sin él: una afectación absurda.
Ese año, Allen fue destinada a Grantham, una ciudad cuya población se había duplicado con el asentamiento de veinte mil soldados. Se consideró oficialmente que las tropas de Su Majestad corrían el riesgo de contraer enfermedades venéreas debido a las muchas mujeres que pululaban por allí y se pidió ayuda a la WPV. Ansiosa por empuñar su porra, Allen ejerció su derecho a entrar en cualquier casa, edificio o terreno en un radio de seis millas de la Oficina Postal del Ejército y ayudó a imponer el toque de queda de las seis de la tarde para las mujeres solteras. En un informe de servicio de 1917, la (ahora rebautizada) WPS declaró que había «amonestado» a cien «chicas descarriadas»; ayudado a los cines locales a poner en la «lista negra» a diez espectadores «frívolos»; «asistido» a 18 «chicas respetables»; procedido contra otras cien «prostitutas y casas de perdición»; arrestado a 16 «mujeres borrachas»; intervenido en 24 «casos de bebés ilegítimos»; y denunciado 10 «casas indecentes» a las autoridades. Según su propio testimonio, la policía feminista dedicó mucho tiempo a inspeccionar «casas de huéspedes» y a expulsar de ellas a los hombres, a separar a las mujeres «de la compañía de los soldados» y a reprender a las parejas por acostarse en «actitudes sugerentes» en los parques. Allen, a quien le repugnaba la sexualidad extramatrimonial —no la suya propia, solo la de la chusma—, recopiló personalmente expedientes de mujeres sospechosas de practicar abortos ilegales.
La clase dirigente británica se mostró mayoritariamente favorable a los planteamientos de Allen. A los miembros del Parlamento obviamente no les entusiasmaba su homosexualidad ni el hecho de que tuviera unos antecedentes penales tan escabrosos. Pero contaba con poderosos partidarios, incluido el Príncipe de Gales. Fue nombrada caballero al final de la guerra y el Gabinete, convencido de los beneficios morales de la policía «femenina», creó una unidad oficial de la Policía Metropolitana inspirada en la organización de Allen. Fue una decisión tomada en un momento demasiado breve de triunfalismo feminista: al colaborar con el gobierno, la WSPU había ganado el derecho al voto en 1918, al menos para las mujeres mayores de treinta años que cumplían los requisitos de propiedad o estaban casadas. Unas restricciones que no se eliminarían hasta una década después, con la aprobación de la Ley de Igualdad de Derechos. Sin embargo, cuando el comisario de policía se puso a crear una división de mujeres decidió que no le gustaban ni la autonomía ni el pasado sufragista de Allen, por lo que esta se vio obligada a disolver sus unidades londinenses si no quería enfrentarse a una denuncia por suplantación de identidad policial.
Aunque nunca tuvo escuadrones en Londres, el prestigio de Mary Allen alcanzó fama nacional e internacional. A pesar de no ocupar «ningún rango oficial», la milicia de Allen, ahora llamada Women’s Auxiliary Service (Servicio Auxiliar Femenino), permaneció activa en múltiples ciudades, incluida la Dublín ocupada por los británicos. Mientras tanto, Allen emprendió una gira mundial, visitando Alemania, Estados Unidos, Checoslovaquia, Egipto, Uruguay, Escandinavia y Palestina. Para su deleite, fue recibida en casi todas partes como emisaria de la corona británica. En 1929, escribe Boyd, la revista cairota L’Égyptienne alabó su «calidad de estrella», calificándola como «una de las figuras más populares del feminismo contemporáneo», la «Jefa de la Policía de Mujeres en Inglaterra». Y no es de extrañar: la nueva división femenina de la policía metropolitana de Londres (MET) adoptó el diseño del uniforme de la WPV de 1919 y en 1923, el gobierno británico contrató a Allen como asesora sobre métodos de vigilancia a fin de aplicarlos en la Renania ocupada. Por lo tanto, aunque el Estado no terminó absorbiendo oficialmente su milicia, sí demostró estar dispuesto tanto a colaborar con Allen como a emularla.
El momento de mayor éxtasis de Allen llegó cuando el Congreso de Sindicatos Británicos organizó una huelga general en mayo de 1926, una muestra bolchevique de traición criminal que ella ayudó a sofocar. Allen, que soñaba con purgar el país de comunistas, de extranjeros y de extranjeros comunistas, formó una brigada de emergencia para romper la huelga. Aunque por supuesto ella misma había participado en acciones masivas contra el gobierno antes de la guerra, parece que iba identificando cada vez más este tipo de infracciones a la ley como actos fundamentalmente patrióticos, probritánicos e, incluso, protofascistas. No fue la única sufragista que sucumbió al encanto del fascismo: tras el ascenso de Mussolini, surgieron clubes de fans de los «fascisti» en todo el mundo anglófono. El historiador Martin Pugh escribe que algunas sufragistas descontentas y ávidas de aventuras recuperaron la emoción del «estilo semimilitar de la WSPU» uniéndose a la Unión Británica de Fascistas, que «expresaba gran parte de su propaganda en términos claramente feministas». En 1928, cuando finalmente se aprobó la Ley de Igualdad de Derechos que concedía el voto a las mujeres en condiciones de igualdad con los hombres, muchas feministas radicalizadas de derechas consideraron que esta ley había llegado demasiado tarde y que se había quedado demasiado corta. La antigua secretaria general de la WSPU ya pensaba en la década de 1930 que «solo el fascismo completaría el trabajo» iniciado «por las mujeres militantes de 1906 a 1914».
Allen llevó al extremo el coqueteo del feminismo con el fascismo, codeándose con Sir Oswald Mosley
Fiel a su estilo, Allen llevó al extremo el coqueteo del feminismo con el fascismo, codeándose a finales de los años 20 y durante los 30 con Sir Oswald Mosley, fundador de la Unión Británica de Fascistas (BUF), con Hermann Göring y con Adolf Hitler. Visitó España, dio una conferencia en un encuentro profranquista en Inglaterra y asistió a los Juegos Olímpicos nazis de Berlín. Tras el incendio del Reichstag, Allen cuenta en La dama de azul: «sentada junto a la encantadora hermana del Canciller, estuve dos horas y media embelesada escuchando al gran Dictador»; los «gestos hipnóticos de Hitler, su voz apasionada y enérgica y sus ojos visionarios me mantuvieron hechizada». Aunque su forma de expresar su afinidad con el nazismo era a veces más abierta y otras más reservada, solía publicar artículos para alabar al Führer y en 1940 reconoció a un periodista que se había unido al BUF. También se aseguró de aclarar que su entusiasmo por la Alemania nazi era perfectamente compatible con su pasión por la policía femenina y afirmó: «Si me lo pidieran, mañana mismo me pondría a trabajar para mi país formando a mujeres para una fuerza armada».
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En 2023, la foto de Allen apareció en un collage que adornaba la portada de un nuevo homenaje feminista a la policía de Nueva York, escrito por Mari Eder, veterana del ejército estadounidense. ¿El escueto título de la teniente general retirada? Las chicas que lucharon contra el crimen: la historia nunca contada de la primera investigadora criminal y su escuadrón de lucha contra el crimen. Al diseñador de la portada no parecieron importarle ni la nacionalidad británica de Allen, ni mucho menos su nazismo: las credenciales feministas de una rompedora de techos de cristal en el ámbito de la lucha contra el crimen que además había sido una pionera del sufragismo de la primera ola eran más que suficientes para su inclusión. Una lógica similar subyace a la admiración suscitada hacia Kamala Harris en virtud de una verdadera letanía de «la primera en». Como reza su página de Wikipedia, la primera mujer, la primera afroamericana y la primera asiático-americana en ser fiscal del distrito de San Francisco o vicepresidenta de Estados Unidos; la primera sudasiático-americana en ser senadora de Estados Unidos o fiscal general de California; e, incluso, la «primera residente del oeste de Estados Unidos en aparecer en la candidatura nacional del Partido Demócrata».
Al igual que Allen, Harris tuvo unos inicios radicales. En sus memorias de 2019, The Truths We Hold, Harris describe a sus padres como unos activistas que «se conocieron y enamoraron en Berkeley mientras participaban en el movimiento por los derechos civiles». Harris cuenta que, una vez, cuando era una niña inquieta, su madre le preguntó «¿Qué quieres?» y ella, con el puño en alto, respondió, «¡Libertad!». Cuando les dijo que pensaba ser fiscal, Shyamala y Donald Harris «en el mejor de los casos, encontraron mi decisión un tanto curiosa». A veces, la frustración parece mutua. «Me gusta bromear», tuiteó Kamala en 2017, sobre cómo «mi hermana y yo crecimos rodeadas de adultos que se pasaban el día manifestándose y gritando una cosa llamada justicia». (No está claro cuál es la gracia aquí, pero probablemente bromea sobre nosotros). En 2012, durante un discurso en la Semana de las Ideas de Chicago, Harris se burló de los activistas anticarcelarios haciendo la pantomima de sostener una pancarta y corear «¡más escuelas, menos cárceles!». Aunque afirmó estar conceptualmente de acuerdo con el lema, el «problema fundamental de ese enfoque», dijo, es que esos manifestantes «no han abordado la razón por la que tengo tres candados en la puerta de mi casa». Para Harris, la solución «no es no tener cárceles, porque hay gente que hace cosas malas y debe ir a la cárcel».
Tanto en el caso de Harris como en el de Allen, el paso de activista radical a policía tuvo que ver con asuntos relacionados con delitos sexuales
Tanto en el caso de Harris como en el de Allen, el paso de activista radical a policía tuvo que ver con asuntos relacionados con delitos sexuales. Descubrir que Wanda, su mejor amiga en el instituto, había sido víctima de abusos sexuales por parte de su padrastro fue, dijo Harris en un vídeo de la campaña de 2020, «en gran parte la razón por la que me decidí a ser fiscal». A lo cual añadió que «la gran mayoría de mi carrera como fiscal consistió en proteger a mujeres y niños, incluyendo un periodo significativo de tiempo en el que me especialicé en casos de agresión sexual infantil». Contó la misma historia en un discurso pronunciado en la Convención Nacional Demócrata del año 2024, reiterando que la había motivado el deseo de «proteger a personas como Wanda, porque creo que todo el mundo tiene derecho a la seguridad, a la dignidad y a la justicia».
Como fiscal y, posteriormente, como fiscal del distrito de San Francisco, Harris prestó especial atención a los delitos sexuales, especialmente a los cometidos contra menores. Incluso cuando trató de adoptar medidas enérgicas contra el tráfico sexual de menores en California, advirtió contra el planteamiento habitual de acusar a los menores de prostitución en lugar de tratarlos como víctimas. Este otoño, Mackenzie Mays señalaba en el L.A. Times que el enfoque de Harris en el tráfico sexual «demostró ser una estrategia política inteligente, permitiendo que su historial pareciera más moderado mientras se mostraba inflexible con un delito que sus compañeros progresistas que pedían menos encarcelamiento no podían discutir: el abuso infantil».
Aunque Harris abogó por un enfoque más progresista de los delitos que afectan a menores, pero también adoptó una línea dura respecto al trabajo sexual. En 2008, según The Nation, equiparó la despenalización del trabajo sexual con poner «una alfombra de bienvenida a proxenetas y prostitutas». Al año siguiente, en Smart on Crime: A Career Prosecutor’s Plan to Make Us Safer, escribió: «debemos detener tanto a las prostitutas como a los proxenetas y a los clientes». En una rueda de prensa, acusó a las trabajadoras sexuales de «aterrorizar a su vecindario». Cuando era fiscal general de California, Harris presentó cargos penales contra los fundadores de Backpage.com, el host de un mercado digital de anuncios clasificados, no muy distinto de Craigslist, que permitía a las trabajadoras sexuales seleccionar más eficazmente a sus clientes. En 2016, su oficina no respondió a las peticiones de investigar las acusaciones realizadas a docenas de policías de la zona de la bahía por haber explotado sexualmente a una trabajadora sexual adolescente. Como senadora, Harris apoyó la ley Stop Enabling Sex Traffickers Act y Fight Online Sex Trafficking Act (SESTA-FOSTA). Cuando en 2018 le preguntaron en un podcast por los argumentos de que SESTA-FOSTA y el cierre de Backpage habían hecho que el trabajo sexual fuera «más difícil y peligroso», Harris desplegó una magistral no-respuesta: «Bueno, en primer lugar, he pasado gran parte de mi carrera —de hecho, la mayor parte de ella— trabajando sobre crímenes cometidos contra mujeres y niños. Así que he dedicado buena parte de mi vida a trabajar en estas cuestiones y estoy muy, muy familiarizada con ellas».
Aunque por esas mismas fechas Harris pareció intuir que los vientos políticos estaban cambiando. En una entrevista de 2019 con The Root respondió «Creo que sí» a la pregunta de si el trabajo sexual debería despenalizarse. Muchas publicaciones hablaron entonces de su apoyo a la despenalización pero no sostuvieron tales afirmaciones. En otoño, Politico señaló que aunque la Plataforma del Partido Demócrata de 2020 incluía la promesa de «trabajar con los Estados y los municipios para proteger la vida de las y los trabajadores del sexo», con Harris, el partido no asumió ningún compromiso en este sentido.
El sexo mercantilizado es el campo donde las hipocresías del feminismo carcelario se hacen más evidentes
Harris ha cambiado continua y diametralmente de opinión respecto a Medicare for All y al muro fronterizo. Por el contrario, siempre ha mantenido con firmeza su idea de la ley como «una voz para los vulnerables», especialmente para las mujeres y los niños. Esta rúbrica ha demostrado ser lo suficientemente flexible como para estirarse o encogerse a fin de adaptarse a su, a veces, contradictoria carrera. Harris «impulsó programas que ayudaban a las personas a encontrar trabajo en lugar de meterlas en prisión pero también luchó por mantener a personas en prisión incluso después de haberse demostrado su inocencia», escribió Germán López en Vox, en 2019. También se negó a pedir la pena de muerte para un hombre que había matado a un policía pero a la vez luchó contra un fallo del tribunal de distrito que, según los defensores, habría anulado la pena de muerte por completo. Si suena incoherente que algunas veces Harris describa a las trabajadoras sexuales como personas que aterrorizan sus barrios y merecen ser arrestadas, y otras como víctimas —o que emprenda una cruzada contra quienes se aprovechan de las trabajadoras sexuales mientras ignora un caso de abuso en este sentido en su propia jurisdicción— es porque el sexo mercantilizado es el campo donde las hipocresías del feminismo carcelario se hacen más evidentes.
La nueva vanguardia pretendía, por el contrario, utilizar el poder securitario del Estado para proteger a «mujeres y niños» contra la violencia masculina
La denigración por parte de Harris de las mujeres que ejercen el trabajo más viejo del mundo forma parte de una tradición que se extiende a lo largo de la historia del ala derecha del feminismo. El sufragismo del siglo XIX y principios del XX siempre estuvo sacudido por tensiones internas entre la devoción de algunas de sus activistas por la templanza, la pureza y la protección, y el deseo de solidaridad y liberación de otras. Esta misma división afloró al final de la segunda ola en Estados Unidos en forma de un nuevo nacionalismo cultural femenino propugnado por femopesimistas como Robin Morgan y Andrea Dworkin, y reforzado por la voluntad de esa facción antiprostitución y antipornografía de concebir el brazo armado del Estado como un arma feminista. El ascenso de esta tendencia marcó el comienzo de una forma de liberación femenina muy alejada de los sueños de «abolición de la familia» del apogeo del movimiento. La nueva vanguardia pretendía, por el contrario, utilizar el poder securitario del Estado para proteger a «mujeres y niños» contra la violencia masculina. En una conferencia de 1975, por ejemplo, Dworkin pidió la creación de «escuadrones de mujeres policía formados para ocuparse de todos los casos de violación» y que hubiera «mujeres fiscales en los casos de violación». Los grupos que en la época eran antitrans o que excluían a las trabajadoras sexuales, como Mujeres contra la Pornografía, abordaron toda la industria del sexo como una cuestión moral de carácter excepcional y lo calificaron como una forma de «esclavitud», exigieron arrestos obligatorios en los casos de violación y violencia doméstica, y vitorearon a las mujeres policía.
Estas reivindicaciones saltaron al mainstream después de 1991, cuando los policías de Los Ángeles estuvieron a punto de linchar a Rodney King y se empezaba a oír en todo el mundo la propuesta de incluir mujeres y armas a los cuerpos policiales. Olvídense de menos policías, probemos con más y policías “diferentes”, decían los liberales —y quizá, incluso, con mujeres policía—. En 1992, Time publicó un artículo titulado «¿Son las mujeres mejores policías?» y en 1994, el Ayuntamiento de Los Ángeles se fijó el objetivo de aumentar la proporción de mujeres en su Departamento de Policía del 14% al 43%. La posibilidad de que esas mismas mujeres policía fueran especialmente aptas para encarcelar a trabajadoras del sexo —de forma compasiva y por su propio bien— era una ventaja. Un profesor de derecho sostenía en un artículo de 1992 del Yale Journal of Law and Feminism que la cárcel, como espacio segregado por sexos, «es lo más parecido a un refugio para mujeres maltratadas del que disponen muchas mujeres que ejercen la prostitución». Todavía en 2011, la reputada teórica jurídica feminista Catharine MacKinnon retomó esta misma cantinela. Si bien concedió que «no ser arrestada» supone, «en general, una mejora real» para las trabajadoras sexuales, también sugirió que la detención podría ofrecer «un respiro de los proxenetas y la calle». Una idea de la que Harris se hizo eco en Smart on Crime, donde celebraba «convencer a las mujeres para que aceptaran seguir un programa dirigido y supervisado por el tribunal de tratamiento contra el abuso de sustancias, educación y asesoramiento».
La teoría de que las mujeres policía pueden ser de más ayuda a sus detenidos prospera gracias a una máquina de cultura pop que bulle con figuras amables pero firmes; gastados clichés de una idea estatal del progreso de género; glamurosas escuderas de la ley y el orden. La primera serie policíaca femenina estadounidense fue Decoy, protagonizada por la agente secreta Casey Jones y emitida entre 1957 y 1958. Dieciséis años después —no mucho antes de que Dworkin reclamara más mujeres policía— se estrenó Police Woman, cuyo personaje central, la rubia y repeinada sargento «Pepper» Anderson, también era una agente secreta. Las mujeres policía se visibilizaron todavía más cuando el dúo Cagney y Lacey, de la policía de Nueva York, llegó a televisión en 1982. El tropo floreció en películas de los 90 como Prime Suspect, en la que Helen Mirren interpreta a una detective londinense que rompe techos de cristal, y El silencio de los corderos, en la que Jodie Foster encarnaba a una agente del FBI especialmente capacitada para entender al antropófago asesino en serie Dr. Hannibal Lecter, así como para olfatear a un carnicero de mujeres con inclinaciones trans. En las últimas tres décadas hemos visto Ley y Orden: SVU, Wonder Woman, Mare of Easttown, Top of the Lake y Killing Eve, entre otras innumerables películas y series policíacas. No es difícil entender el atractivo de una idea que imagina un mundo policial armado pero sensible.
Las mujeres policía también hacen registros corporales mediante desnudos integrales y llevan a cabo actuaciones por perfil racial
En la vida real las mujeres policía no hacen, sin embargo, el trabajo cálido y sutil que a los medios de comunicación les gusta imaginarse. Así pues, si los frecuentes abusos que sufren por parte de sus propios compañeros ya han pasado a formar parte de los historiales policiales, también se están documentando sus propios abusos a la población. En efecto, las mujeres policía también hacen registros corporales mediante desnudos integrales y llevan a cabo actuaciones por perfil racial. Frente a las expectativas de una mayor empatía femenina, los sociólogos han descubierto que las mujeres policía emplean patrones de discurso emocionalmente planos, machistas y deshumanizadores en su trato con los civiles. Puede ser que se sientan presionadas para dar muestras de dureza pero también que hayan interiorizado la cultura de la violencia, un maleficio que parece haber caído sobre Harris. En 2016, David Axelrod, ex asesor principal de Obama, especuló con que «la imagen de dureza que proporciona el hecho de pertenecer a las fuerzas del orden puede ayudar a las candidatas a repeler los prejuicios contra la elección de mujeres para altos cargos». En 2024, Harris saca claramente partido de esa imagen, como demuestra, por ejemplo, su desenfadada confesión a Oprah Winfrey de que, como orgullosa poseedora de un arma, no dudaría en dispararla «si alguien irrumpe» en su casa. En este sentido cabe recordar asimismo tanto las declaraciones de su equipo del apoyo «férreo» a Israel, como la línea dura de su hostilidad hacia Irán.
El feminismo policial viste al brazo armado del Estado con nuevos ropajes: literalmente, pone carmín a los cerdos
El feminismo policial viste al brazo armado del Estado con nuevos ropajes: literalmente, pone carmín a los cerdos. [Cerdos se utiliza en EEUU para referirse a la policía] Este filtro femenino neutraliza la crítica e incluso cuando Harris se proclama implacable con el crimen, implacable con la inmigración e implacable con la política exterior —a muerte con Israel en su genocidio de palestinos—, los progresistas actuales son aparentemente incapaces de leer la más mínima connotación fascista en nada que salga de la boca de una mujer demócrata negra. Mientras tanto, desde el punto de vista de esos «chicos» nuestros de gatillo fácil en los que la confianza de la opinión pública se vio tan amargamente mermada tras las movilizaciones por George Floyd, la presencia de una mujer como jefa de policía promete un bienvenido cambio de ambiente. Las mujeres, siempre que tengan buen carácter, nos demuestran que el trabajo policial puede ser fundamentalmente moral: una delgada línea rosa.
Publicado originalmente en la revista The Drift.
Traducción Marisa Pérez.