Secuestrar y castigar. David Graeber y el capitalismo como mutación de la esclavitud

por | Feb 12, 2024 | Feminismos/Disidencias, Teoría

El capitalismo, lejos de representar un avance, proviene en realidad de una transformación de la esclavitud que perpetúa la separación violenta de los individuos de sus contextos sociales y la reducción de las personas a meros objetos de trabajo

Este texto empieza con una cita de la antropóloga argentina Rita Segato: “la primera colonia de la humanidad fue el cuerpo de la mujer”1. El cuerpo de la mitad de la humanidad se coloniza, viene ocupado, raptado con un fin preciso: ser domesticado. No podemos avanzar en el tema que propongo sin tener en mente esta idea de domesticación, como expresión de esa fantasía de omnipotencia tan humana (demasiado humana) de dominar la naturaleza. Ya saben, siempre se nos ha dicho que a la naturaleza hay que controlarla porque si no el precario orden humano (o más bien, masculino) salta por los aires en cualquier momento. Más adelante, volveremos sobre la idea o el concepto de dominio, cuya raíz etimológica es la misma que la de domesticación. Ahora pasemos a otra cita, esta vez de una de las obras que suponen el fulcro de eso que conocemos como civilización occidental. Nos referimos a la Odisea de Homero. En el primer Canto de este poema épico aparece un joven Telémaco, empoderado por la larga ausencia de su padre, que se dirige a su madre Penélope de este modo: “tú ve / a tus salas de nuevo y atiende a tus propias labores/ al telar y a la rueca, y ordena, asimismo, a tus siervas/ aplicarse al trabajo; el hablar los compete a los hombres/ y entre todos a mí, porque tengo el poder en la casa”. Por tanto, las mujeres no solo tendrían que estar enclaustradas de por vida, también se las prefería mudas. Este discurso sexista es el que hereda Pablo de Tarso, el judío de habla griega que funda la teología cristiana, cuando se dirige a la Iglesia de Corinto en estos términos: “las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la Ley lo dice”. No está de más recordar, a propósito, que nuestra palabra Iglesia deriva del griego Ekklesía que, a su vez, significa “asamblea”.

No deberíamos dejarnos engañar por la pesimista ilusión occidental de la naturaleza humana

Ahora bien, ¿por qué hemos empezado hablando de las mujeres domesticadas? Pues porque cuando uno lee los textos de David Graeber (1961-2020) en los que trata el tema de la esclavitud, se da cuenta de que este antropólogo (y activista anarquista) encuentra una conexión íntima e inquietante entre el ámbito de los cuidados y la dominación. A través de ejemplos de poblaciones africanas en su libro En deuda o de pueblos amerindios en El amanecer de todo (coescrito con el arqueólogo David Wengrow), Graeber nos cuenta cómo las sociedades humanas han buscado motivos con los que justificar moralmente algunas formas de sumisión mediante el empleo de una violencia directa, cruda y dura: en primer lugar, contra las mujeres, a las que se las apartaba de su hogar para convertirlas en esposas forzadas y cuidadoras del marido y de la prole; y en segundo lugar, contra los extranjeros vencidos en una guerra, a los que, si se les ahorraba la muerte física, no podrían escapar de la muerte social en que consiste la esclavitud, según la expresión acuñada por el historiador jamaicano Orlando Patterson. En este sentido, podríamos ver cómo la esclavitud y, más tarde, su transformación en trabajo asalariado bajo el capitalismo, funcionan como formas de subhumanización o cosificación cuyo modelo primigenio sería el papel otorgado a las mujeres cuidadoras en las culturas patriarcales. No obstante, si por algo se caracteriza la obra de Graeber es por hacernos ver que no hay ninguna maldición ancestral que obligue a las sociedades humanas a seguir una determinada pauta de evolución histórica, que iría de un igualitarismo primitivo o salvaje a un más o menos sofisticado sistema de poder jerárquico. Siempre se han dado alternativas políticas, económicas y sociales en la manera en la que convivimos los unos con los otros. Como señalaba el maestro de Graeber, el también antropólogo Marshall Sahlins (1930-2021), no deberíamos dejarnos engañar por la pesimista ilusión occidental de la naturaleza humana.

La esclavitud comienza con un secuestro

Para poder vender a alguien, primero hay que sacarlo de su contexto, despojarlo de sus conjunciones y sus conexiones, de todo el haz de relaciones que configuran su subjetivación: parentesco, amistades, territorio. Es decir, de todo aquello que lo hacen sentirse humano. Solo así pueden convertirte en una cosa que se pueda comprar y vender. No hay esclavitud sin violencia, sin carne herida o huesos rotos, o la amenaza ominosa de la misma. Así se subhumaniza al esclavo y queda convertido en una máquina capaz de comprender órdenes. En un sentido muy real, el esclavo está muerto, ya que a partir de su captura ya no podrá establecer relaciones duraderas ni mantener promesas, pierde por completo su capacidad de autodeterminación. Graeber cita al sociólogo egipcio Al-Wahid, el primer académico que hizo un estudio histórico de esta institución en los años 30 del siglo XX, para dar una explicación sencilla, acertada y terrible: “uno se convierte en esclavo en situaciones en que, de otra manera, habría muerto”2. Los esclavos arquetípicos suelen ser cautivos (o cautivas) de guerra, aunque también podrían llegar a esa situación como castigo por cometer un crimen ―entre ellos no poder pagar una deuda―, así como por haber sido vendidos por padres arruinados o por venderse uno mismo en contextos de desesperación económica. En todos estos casos, el dilema era esclavitud o muerte. Al ser esclavizados, se convertían literalmente en muertos vivientes. Dead man walking. No es casualidad que la cultura haitiana sea conocida por sus historias de zombis.

El principal papel del esclavo era ser un medio de producción de otras personas

Un punto que nos parece interesante y, a la vez inquietante, es el que recogen Graeber y Wengrow al analizar la esclavitud en las “sociedades secuestradoras” del continente americano. En ellas encuentran una prueba de que el principal papel del esclavo era ser un medio de producción de otras personas: “Si la esclavitud es el robo de mano de obra en la que otras sociedades invierten durante la crianza de sus niños, y el principal propósito al que servían los esclavos era cuidar de niños, o cuidar y servir a una clase ociosa, en ese caso, paradójicamente, el principal objetivo de tomar esclavos para una sociedad secuestradora parece haber sido aumentar su capacidad interna de cuidadores”3. Estaríamos ante un proceso clave, según estos autores, para entender los orígenes de la dominación violenta en los grupos humanos. Los esclavos y las esclavas ―insisto en el femenino porque las mujeres fueron, muy probablemente, las primeras en padecer esta domesticación fuera de su contexto de nacimiento― eran capturadas para actuar como unas no personas que tenían como función principal permitir a otros llegar a ser personas, seres humanos que sí eran considerados como plenamente tales. Las prácticas de cuidado tendrían este pecado original: una relación íntima y perdurable que tiene su origen, frecuente y convenientemente olvidado, en un acto de violencia brutal.

La esclavitud como institución social tendría tres características básicas: 1) no ser una relación moral, como el resto de relaciones humanas, ya que se sostiene exclusivamente sobre la amenaza de la violencia directa: el esclavo obedece porque, en caso contrario, puede ser torturado o asesinado; 2) la muerte social, pues el esclavo, como ya hemos apuntado, no puede mantener vínculos duraderos ni hacer promesas, solo la gente libre puede tener amistades, así que no es casualidad que, en inglés, free y friend tengan la misma raíz germánica; incluso si los esclavos consiguen crear una familia, ésta puede ser disuelta por el amo en cualquier momento; y 3) la degradación absoluta, si el esclavo quiere mantenerse con vida debe soportar ser tratado como un objeto despreciable.

Lo verdaderamente paradójico, aunque quizá no tanto si lo miramos con atención, es que la concepción occidental de libertad, originada en el Derecho romano, deriva directamente de la propiedad entendida como poder absoluto sobre una cosa. Por eso decimos comúnmente que “tenemos” la libertad de hacer algo, porque consideramos la libertad como una propiedad, como algo que poseemos. Dominium, el término latino para designar una propiedad absolutamente privada, empieza a usarse de forma frecuente a finales de la época republicana, cuando comienzan a llegar a Italia cientos de miles de prisioneros de guerra procedentes de las conquistas militares, y Roma se convierte en una sociedad fundamentalmente esclavista. Para entender este entramado de ideas e instituciones conviene volver a la etimología y para ello citaré extensamente a Graeber:

Con respecto a dominium, la palabra deriva de dominus, que significa «amo» o «dueño de esclavos», y, en última instancia, de domus, «casa» o «posesión». Está evidentemente relacionada con la palabra «doméstico», que incluso hoy en día se puede emplear con el significado de «perteneciente a la vida privada» o para referirse al trabajador que limpia la casa. Domus se solapa un tanto con la palabra familia, pero, como deberían saber los partidarios de los «valores familiares», familia deriva directamente de famulus, «esclavo». Una familia era, originariamente, toda la gente que quedaba bajo la autoridad doméstica del paterfamilias, y tal autoridad era, al menos en el temprano derecho romano, absoluta4.

Así, un padre romano, un dominus, podía ejecutar a sus hijos si estos habían cometido un delito, pero a los esclavos podía torturarlos y asesinarlos sin motivos. Eran suyos y podía hacer con ellos lo que le diera la real gana. A partir de la noción de dominium, los juristas romanos extendieron este principio doméstico de poder absoluto sobre los esclavos, sobre unas personas cosificadas, y la aplicaron al resto de su patrimonio económico. Otra enseñanza de la historia romana que tiene resonancias hasta nuestros días era que, al ser el flujo de esclavos cautivos tan abundante y permanente, el precio de la carne humana descendió e incluso las familias de medianos ingresos podían permitirse tener algunos. De este modo, se consiguió, según Graeber, por un lado, la paz social y, por otro, que la lógica de la conquista militar se infiltrara en los espacios más íntimos de los hogares. Los esclavos que, con el pasar del tiempo, podían ser los hijos o los nietos de los vencidos en una conquista militar, eran los que peinaban o lavaban a los miembros de la familia, los que educaban a los hijos del amo, además de estar siempre disponibles sexualmente. Otra vez, por tanto, aparece aquí claramente la confusión constante entre cuidados y dominación.

Aparece aquí claramente la confusión constante entre cuidados y dominación

Mientras tanto, la libertas, la condición de no ser esclavo y poder establecer vínculos duraderos y relaciones morales con otras personas, fue progresivamente codificada como el poder de hacer lo que uno desea, este poder se fue asimilando al poder de los amos, de los propietarios de cuerpos humanos. De ahí que la libertad o los derechos se tuvieran, fueran esencialmente una posesión. Y una propiedad, como sabemos, se puede comprar o vender, pero también alquilar. Con estos derechos en propiedad llegaríamos a firmar contratos o solicitar préstamos.

Graeber observa una conexión directa entre esta concepción romana de la libertad como dominio y la libertad defendida tanto por las teorías contractualistas que legitiman el Estado moderno (los ciudadanos ceden sus derechos y libertades al soberano a cambio de protección), como por las teorías liberales que legitiman la economía capitalista, también llamada de libre mercado por sus defensores (los trabajadores alquilan su libertad a cambio de dinero). Más aún: hemos establecido incluso una relación de dominio con nosotros mismos, separando y jerarquizando nuestra mente que manda sobre nuestro cuerpo que obedece. Aunque esto último, añado yo, más que romano, ya aparece claramente en la filosofía de la antigua Grecia, otra sociedad que no podría entenderse sin el esclavismo y la dominación masculina. Al menos los atenienses inventaron la tragedia, que les servía para recordar la fragilidad de cualquier orden humano, empezando por el político. A las representaciones trágicas, por cierto, asistían mujeres y esclavos, cuya presencia estaba vetada en la Asamblea.

Todo la anterior sirve para llegar al objetivo de este artículo que ya se anunciaba en su título. En uno de sus primeros libros, Fragmentos de antropología anarquista, Graeber expresó que esta ciencia que no existe debería producir una teoría más sobre el capitalismo. Más concretamente escribió que “al menos necesitamos una teoría adecuada de la historia del trabajo asalariado, y de otras relaciones similares, ya que, después de todo, es al trabajo asalariado, y no a la compra y venta de mercancías, a lo que dedica la jornada la mayoría de los humanos y lo que los hace sentirse tan miserables. […] ¿Qué os parece un modelo de capitalismo surgido de la esclavitud?”5. Será más adelante, en su libro En deuda, cuando Graeber nos muestre que si hay algún secreto inconfesable del capitalismo ―un sistema económico y social que damos por descontado como si fuera la atmósfera― es que jamás en toda su historia se ha organizado en torno a una mano de obra libre6. Ese es, más bien, el cuento con el que nos atormentan para hacernos sentir culpables y ansiosos por nuestra precariedad económica.

Cuando los izquierdistas radicales o los anarquistas hablan de esclavitud para referirse al trabajo asalariado no estarían exagerando, sino solo definiendo la esclavitud de una manera amplia, pero también precisa, es decir, como una actividad productiva en la que el trabajador está efectivamente sometido a una coerción para desarrollar su labor. Quienes sí exageran, según Graeber, serían los marxistas que han definido el capitalismo de una forma tan omnicomprensiva que nos resulta difícil pensar en cómo salir de su jaula. A intentar demostrar esta tesis dedicó, a principios de nuestro siglo, un pequeño ensayo titulado “Turning Modes of Production Inside Out: Or, Why Capitalism is a Transformation of Slavery” en el que parte de otro Marx, uno que no ha sido muy explorado por la tradición marxista, y que aparece en unas notas de 1854 escritas en uno de sus cuadernos etnográficos: ahí aparece la idea de que en las sociedades antiguas el objetivo de la producción material no era principalmente el aumento de la riqueza sino la creación de seres humanos de un determinado tipo, así como de las relaciones sociales que atraviesan sus vidas. O dicho de otro modo, la producción de objetos es siempre simultáneamente la producción de la gente y de su modos de socialización. Graeber señala expresamente que lo que el marxismo tradicional ha entendido como “materialismo”, es decir, la división entre una infraestructura material y una superestructura ideal es, en sí misma, una forma pervertida de idealismo7. Si bien es cierto que quienes se encargan de producir música, poesía, algoritmos financieros o teoría social aseguran estar tratando con objetos más elevados o abstractos que el jornalero que recoge aceitunas o la costurera que fabrica ropa en la industria textil, en realidad, las acciones del jurista o del poeta son tan materiales como cualquier otra. Se trata siempre de la palabrería usual con la que todos los sistemas de dominación buscan autojustificarse.

Empecé este texto hablando de la colonización del cuerpo de las mujeres y de su domesticación porque, para Graeber, no es posible seguir manteniendo una concepción tan pobre y restringida del materialismo tras los conocimientos aportados en las últimas décadas por las ciencias sociales feministas. En definitiva, no podemos seguir ignorando la reproducción social: el interminable trabajo de cuidado, nutrición o educación sobre el que se sostienen todas las sociedades y que tiende a ser llevado a cabo abrumadoramente por mujeres. Si es cierto que el capitalismo tiende a invisibilizar los procesos de producción de objetos de consumo, no es menos cierto que las teorías científicas sobre el funcionamiento de la sociedad han invisibilizado las labores esenciales y feminizadas de mantenimiento de la vida, un amplísimo conjunto de actividades a las que no le atribuimos valor económico o político ni prestigio social. Graeber, en cambio, sostiene una teoría antropológica del valor enfocada en la producción de seres humanos:

Las familias se crean, crecen y se desintegran; las personas nacen, maduran, se reproducen, envejecen y mueren. Constantemente están siendo socializadas, entrenadas, educadas, guiadas hacia nuevos roles (un proceso que no se limita a la infancia, sino que dura hasta la muerte). Constantemente están siendo atendidas y cuidadas. Esto es principalmente de lo que trata la vida humana, en lo que la mayoría de las personas siempre han pasado la mayor parte de su tiempo preocupándose, en lo que nuestras pasiones, obsesiones, amores e intrigas tienden a centrarse, cuya descripción ha hecho famosos a los grandes novelistas y dramaturgos, es lo que la poesía y el mito tratan de captar, pero que la mayoría de las teorías económicas y políticas hacen desaparecer8.

Así como los esclavos y las esclavas que sostenían la Atenas de Pericles han sido constantemente invisibilizados del relato oficialista del origen de la democracia, las labores del espacio privado y domesticado han sido siempre colocados debajo de la alfombra roja por la que desfilan triunfales los hitos (y los mitos) del progreso de la humanidad. La ilusión de trascendencia, ya sea histórica, política o religiosa, proviene del dualismo jerárquico entre mente y cuerpo, un esquema ficticio que se extiende a otras conceptualizaciones como elevado e inferior, puro e impuro, cielo y tierra o naturaleza y cultura. La naturaleza, como han explicado la mayor parte de los teólogos y los filósofos de nuestra tradición intelectual, está ahí para ser dominada por la cultura. Mientras más jerárquicas sean las formas sociales, más relevancia tendrán estas distinciones en los procesos de creación de valor, en lo que consideramos valioso en sí mismo. Deberíamos tomar conciencia de que somos el producto de una cultura que ha legitimado la violencia constante sobre colectivos subhumanizados en nombre de valores cada vez más abstractos. Y pocas cosas hay más abstractas que el dinero. El sueño de la razón produce monstruos.

Una de estas monstruosidades es, efectivamente, el trabajo asalariado, la forma de creación de valor en la que se basa el sistema capitalista y que, al igual que la esclavitud, separa rigurosamente lo público y lo privado, solo que en el libre mercado lo privado no es solamente la esfera doméstica sino también los lugares en los que se producen y se exhiben los objetos de consumo. Los trabajadores, como los esclavos, son apartados de sus espacios relacionales de origen para ser enclaustrados en otros espacios de dominio privado en los que deben convertirse en cosas obedientes. Este sometimiento es tanto una cuestión de pura supervivencia como el único modo para llegar a ser apreciados socialmente. El trabajo no solo es un secuestro, sino también un chantaje.

La muerte social es otra consecuencia del trabajo asalariado

Los capitalistas, de forma siniestramente similar a los esclavistas, toman como rehenes a seres humanos que han sido producidos durante años por otras redes sociales de cuidado y educación y los ponen a trabajar ―es decir, a recibir órdenes― para enriquecer al empresario-propietario. Como en el esclavismo, lo que está detrás de este proceso de cosificación es el intercambio de dinero. El tratante de esclavos sería, por tanto, el predecesor histórico tanto de las relativamente recientes empresas de trabajo temporal como de las oficinas de empleo creadas y financiadas por los Estados. La muerte social, como ruptura traumática de nuestros vínculos sociales y amorosos, de pérdida de tiempo y fuerza para dedicarlo a actividades sentidas como libres, es otra consecuencia del trabajo asalariado. Específicamente, estas renuncias afectivas están detrás de las contemporáneas epidemias de ansiedad y depresión, de todas esas enfermedades del sinsentido que devoran los mundos internos de unos humanos reducidos a máquinas obedientes. Asimismo, el hecho de que las modernas doctrinas liberales fuesen creadas en territorios como los Estados Unidos de América o el Imperio Británico, caracterizadas, como la antigua Roma, por el uso masivo de trabajo forzado, ha llevado a que la libertad moderna sea una construcción ideológica basada en una concepción de propiedad privada como poder absoluto sobre un objeto: puesto que poseemos nuestra libertad, también podemos venderla, así como comprar la libertad de otros, o alquilar la nuestra por horas. Estos son los motivos, entre otros, que llevaron a Graeber a concluir que el capitalismo es una transformación o mutación de la esclavitud, ya que ambos modos de producción estarían basados en la separación violenta de los seres humanos del contexto social donde se humanizaron, con el objetivo de reducirlos a fuerza de trabajo abstracto: cuerpos siempre dispuestos a entender y obedecer órdenes de un superior jerárquico.

Estoy tratando, lo sé, un tema interminable: un asunto cuyas ramificaciones tienden al infinito. Un tema que, sin embargo, tiene un origen literalmente familiar, ya que parece haber empezado en ese ámbito donde desde tiempos inmemoriales la violencia se entreteje con los cuidados. Sin embargo, me paro aquí. No sin antes dejaros otra cita con la que seguir pensado juntos.

Las ciudades igualitarias, incluso las confederaciones regionales, son bastante comunes en la historia. No lo son, en cambio, las familias y los hogares igualitarios. Una vez que haya llegado el veredicto histórico, veremos que la pérdida más dolorosa de libertades humanas comenzó a pequeña escala: en el nivel de las relaciones de género, los grupos de edad y la servidumbre doméstica; en el tipo de relaciones que contienen a la vez la mayor intimidad y las formas más profundas de violencia estructural. Es aquí donde debemos mirar si queremos comprender cómo se volvió aceptable que algunos pudieran convertir la riqueza en poder y que a otros terminen diciéndoles que sus necesidades y vidas no cuentan. Aquí también, predecimos, será donde deberá darse el trabajo más difícil de crear una sociedad libre9.

Post scriptum. Este texto ha sido escrito mientras Israel, un Estado colonial, lleva a cabo impunemente una limpieza étnica contra los árabes de Palestina.

  1. Rita Laura Segato, La guerra contra las mujeres, Traficantes de sueños, Madrid, 2016, p. 155. ↩︎
  2. David Graeber, En deuda. Una historia alternativa de la economía, Ariel, Barcelona, 2012, p. 222. ↩︎
  3. David Graeber y David Wengrow, El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, Ariel, Barcelona, 2022, p. 239. ↩︎
  4. Graeber, En deuda, p. 264. ↩︎
  5. David Graeber, Fragmentos de antropología anarquista, Virus, Barcelona, 2011, p. 81. ↩︎
  6. Ver Graeber, En deuda, pp. 462-465. ↩︎
  7. Ver David Graeber, “Turning Modes of Production Inside Out: Or, Why Capitalism is a Transformation of Slavery”, en Possibilities. Essays on Hierarchy, Rebellion, and Desire, AK Press, Oakland, 2007, pp. 94-95. ↩︎
  8. Graeber, “Turning Modes of Production…”, pp. 98-99. Traducción propia. ↩︎
  9. David Graeber y David Wengrow, “Cómo cambiar el curso de la historia, o al menos lo que ya pasó” (2020), https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/como-cambiar-el-curso-de-la-historia-humana-o-al-menos-lo-que-ya-paso ↩︎

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