Entre la realidad de los centros sociales y el centrosocialismo real: el ciclo de los años noventa

por | Feb 7, 2024 | Historia

El objetivo es atravesar de nuevo, genealógicamente, el importante ciclo de los centros sociales, para sacar a la superficie preguntas y cuestiones no resueltas que puedan resultar útiles para la reflexión política presente.

Publicado originalmente en Machina-Derive Approdi.

El ciclo de los centros sociales es un fenómeno político-social específico de los años noventa. Pero resulta necesario argumentar esa especificidad, porque la objeción inmediata que se le podría hacer a esta hipótesis es que existían centros sociales antes de los años noventa y que siguieron existiendo después, hasta llegar a la actualidad. Así pues, digamos enseguida que el fenómeno del que estamos hablando no tiene nada que ver con su definición nominalista, y aún menos con su caracterización ideológica. Nos referimos, en cambio, a la utilización de espacios vacíos, abandonados o desmantelados en el proceso de desindustrialización por parte de significativas minorías juveniles que se relacionaban con militantes políticos «supervivientes» de la derrota de los años setenta, o que se formaron en la contrarrevolución capitalista de los años ochenta. Más allá de la representación pública —y a veces retórica— de la autogestión y los espacios liberados, entre estos dos tipos ideales de figuras (que como todos los tipos ideales pecan de esquematización, encierran en su interior una gama sin duda mucho más compleja) no coinciden entre sí, más aún, existe entre ambas una relación de tensión que alcanza en ocasiones la separación y el conflicto. Por tanto, los centros sociales a los que nos referimos son, ante todo, un espacio de politización, más que un espacio explícitamente político. En los casos en que se presenten directamente como los segundos se debe a un forzamiento identitario llevado a cabo, aun de forma legítima o cuanto menos comprensible, por parte de militantes políticos.

¿Por qué precisamente los años noventa? Por el lado político, ya lo hemos dicho: los militantes están comprometidos principalmente con una dinámica de resistencia al clima dominante, resistencia a la que le cuesta encontrar una solución de continuidad respecto de las prácticas de lucha, las formas de organización y los imaginarios de los años setenta. El encuentro con una nueva generación portadora de necesidades sociales específicas y potencialmente conflictivas representa así una ocasión de salir de la autorreferencialidad y la residualidad. En algunos casos, pocos, esto lleva a una reflexión sobre las formas de la militancia y la organización, a la apertura de talleres de experimentación en una nueva fase histórica. En la mayor parte de casos, en cambio, se trata de una mera yuxtaposición de figuras: el continuismo de los militantes se alimenta de la utilización de la nueva generación, una pequeña parte de la cual podrá engrosar las filas del grupo político o, al menos, hacer masa en las manifestaciones, y el resto dan visibilidad y legitiman las acciones del grupo, aun en la separación.

Se trata de un fenómeno que implicó a varios miles de jóvenes con características y lenguajes no necesariamente políticos

Por el lado social, los años noventa en Italia están marcados, entre otras cosas: por el desmantelamiento del sistema de fábricas, por la consolidación (no solo retórica, sino también concreta) del autoemprendedurismo, por el ascenso del trabajo autónomo de segunda generación y, paralelamente, por los procesos de precarización, industrialización de la comunicación, de la diversión y el tiempo libre, así como por la irrupción de las redes telemáticas. En este marco de mutación y transición se generan minorías juveniles —pertenecientes en buena parte a una clase media más o menos proletarizada y mediamente intelectualizada— portadoras de necesidades que el mercado no satisface — o que no satisface aún, podríamos decir, observando el fenómeno a posteriori. ¿Cuáles eran esas necesidades? Tocar, cantar y escuchar música, consumir espectáculos u organizarlos, encontrarse y experimentar nuevas formas de sociabilidad y comunicación, vivir experiencias de autovalorización individual o de grupo, darle un sentido a la gestión del tiempo libre. Y hacer todo eso a precios accesibles, o sin pagar, incluso corriendo los riesgos propios de la ilegalidad, o quizás haciendo de esos riesgos un valor añadido de la experiencia. Se trata de un fenómeno que implicó a varios miles de jóvenes, no solo en los contextos metropolitanos, sino también en las capitales de provincia, e incluso en los pueblos, con características y lenguajes no necesariamente políticos, aún más, a menudo no explícitamente políticos.

En aquella fase histórica concreta, los centros sociales representan, por tanto, una alteridad, en el sentido de que no son lugares como los demás. Los y las militantes cargan esa afirmación de política y, a menudo, también de ideología, lo cual significa, más concretamente, que ese tipo de figuras pueden satisfacer sus necesidades específicas únicamente en esos espacios. Porque —y esta es una cuestión relevante— las respuestas a dichas necesidades no han sido aún totalmente subsumidas por el mercado. Así pues, el ciclo de los centros sociales italianos hay que situarlo y analizarlo exactamente en ese breve periodo histórico de finales del siglo XX, periodo que el léxico viciado por la perspectiva historicista podría definir como algo entre el ya no y el todavía no.

La duración del ciclo

Hay dos fechas que simbolizan bien la parte más significativa del ciclo. Una es 1990, año del movimiento universitario de la Pantera, primera gran movilización de masas juveniles desde los años setenta. Tras la irrupción de aquel movimiento, el fenómeno de los centros sociales, que ya se había iniciado en los años anteriores, sufre un salto cualitativo exponencial, con la propagación de okupaciones y de grupos que reivindican nuevos espacios de autogestión. La segunda fecha simbólicamente significativa es el 10 de septiembre de 1994, cuando en Milán —en respuesta al desalojo de la sede provisional del Leoncavallo— una manifestación de alrededor de 15.000 personas (en la que participan todos los grupos italianos de «movimiento», independientemente de las divergencias políticas y pertenencias de área) desafía las prohibiciones de la jefatura policial, rompe los cordones de los antidisturbios y conquista el nuevo espacio de via Watteau, donde el centro social se encuentra aún hoy en día. Cinco años antes, en agosto de 1989, la oposición desde los tejados al desalojo de los edificios ocupados en 1975 había hecho que el Leoncavallo entrara con fuerza en el imaginario de resistencia del «movimiento».

Si bien, por un lado, el 10 de septiembre marca el culmen conflictivo del ciclo de los centros sociales y su momento de mayor visibilidad mediática, por el otro puede verse también como el inicio de su ocaso. Durante algunos años no cesarán las ocupaciones y la apertura de nuevos espacios sociales. No obstante, empieza a cambiar su atractivo social. Si continuamos el juego de los eventos simbólicos, usándolos como síntomas concretos de tendencias más generales, podríamos identificar un ejemplificante punto de inflexión en la apertura en Milán, a mediados de los noventa, del Tunnel Club. Situado bajo los andenes de la Estación Central, el local evoca el clima underground, el imaginario de la reutilización de áreas abandonadas y, sobre todo, empieza a organizar conciertos de los grupos que constituían el ambiente cultural de los centros sociales. La música y el lenguaje que habían sido expresión típica de los espacios autogestionados entran de esa forma en los circuitos comerciales. En pocos años, aquella música y aquellos lenguajes vivirán de forma estable en el mundo del espectáculo mainstream, desde los locales nocturnos hasta el Festival de Sanremo. Y no solo: el Tunnel es competitivo incluso a nivel económico, porque para acceder a los conciertos basta tener un carnet anual que acaba revelándose más barato que pagar la entrada de las fiestas o conciertos del Leoncavallo.

La explosión de la industria de internet capturará y dará forma sistémica a esos experimentos, vaciando aquellos comportamientos y saberes de su carga transgresora y conflictiva

Al mismo tiempo, la comunicación telemática e Internet se convierten en poco tiempo en una industria extremadamente floreciente. Solo han pasado pocos años, y no obstante parece que haya sido una era geológica desde que la Pantera encontrara las máquinas de fax en los rectorados ocupados y las utilizara con alegría y sorpresa para intercambiar de forma instantánea comunicados, o simplemente para divertirse. Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, los frikis de la tecnología de los centros sociales estuvieron entre los pioneros —a veces en las zonas de sombra de la legalidad— de las primeras experimentaciones de conexión entre ordenadores, como ocurrió por ejemplo con los BBS, boletines telemáticos predecesores del world wide web. La explosión de la industria de internet capturará y dará forma sistémica a esos experimentos, vaciando aquellos comportamientos y saberes de su carga transgresora y conflictiva.

La subsunción capitalista dejó seco el terreno en el que se desarrolló la dimensión político-social de los espacios ocupados y autogestionados transformándolos en lugares de consumo

En resumen, la subsunción capitalista dejó seco el terreno en el que se desarrolló la dimensión político-social de los espacios ocupados y autogestionados, normalizándolos, esto es, transformándolos progresivamente en lugares de consumo iguales a todos los demás. Su especificidad, diluida en la realidad material, quedará reducida al plano ideológico, es decir, a la autorrepresentación que los y las militantes dan a sus espacios.

Una oportunidad perdida

Precisamente en ese periodo, algunas alcaldías de izquierdas y el circuito de Jóvenes Artistas confían al consorcio de investigación Aaster la organización de un congreso sobre «El espacio social metropolitano: entre el peligro de la gueto y el proyectista emprendedor». El encuentro, que debía llevarse a cabo en Arezzo en octubre de 1995, tenía como protagonistas a los centros sociales, vistos como una suerte de «sindicatos posfordistas», es decir, lugares de reunión de nuevas figuras productivas y de una parte relevante de la nueva composición social metropolitana emergente. Se hipotetizaba que esos espacios, como reza el título del congreso, habían llegado a una encrucijada. Por una parte, el abismo de la marginalidad, de un nicho destinado a la residualidad; por el otro, la posibilidad de imaginarse como auténticas empresas sociales, moviéndose en las ambivalencias del autoemprendedurismo y el trabajo autónomo de segunda generación.

La propuesta del congreso suscita la reacción inmediata de la gran mayoría de centros sociales, que se perciben a sí mismos como cobayas de un laboratorio gestionado por poderes adversos. El resultado es que el congreso no tendrá lugar, quedando únicamente un libro (Centri sociali: che impresa!, editado por Castelvecchi en 1995) que recoge los materiales de aquello que resulta difícil definir como un auténtico debate. No obstante, más allá de la valoración de las motivaciones que guiaron a los organizadores del congreso, nos parece útil pararnos a observar las respuestas que se dieron a la cuestión planteada. Más que configurar un auténtico debate sobre las diferentes perspectivas y estrategias de los centros sociales, aquellas respuestas revelan, por un lado —el de la oposición al congreso— una actitud meramente reactiva y defensiva, un cerrarse en banda para proteger una identidad evidentemente percibida como vulnerable; y por el otro —el de las personas receptivas a la invitación— una aceptación acrítica del papel comercial de los espacios autogestionados, con la (vana, por otro lado) esperanza de obtener algún rédito en términos económicos. En uno y otro caso faltó una reflexión política, llevando a una parte de los centros sociales hacia el gueto y a la otra hacia la redistribución de la miseria, confundiendo el gueto con una empresa.

A la realidad de los centros sociales le siguió la mera gestión de lugares que oscilan entre el identitarismo y la oferta de consumo marginal

En el siguiente cuarto de siglo, decíamos, los centros sociales no se acabaron en absoluto. Varios de ellos siguieron reproduciéndose, mientras que otros nacieron uniéndose a los ya existentes. Lo que sí se acabó fue aquel espacio de politización que se generó en el ciclo de los años noventa. A la realidad de los centros sociales, abierta a múltiples posibilidades de desarrollo, le siguió el centrosocialismo real, esto es, la mera gestión de lugares que —perdida la participación social y, por tanto, la potencialidad política— oscilan entre el identitarismo y la oferta de consumo marginal.

¿Y entonces?

En los ambientes de (aquello que fue el) «movimiento», la decadencia y el final de los centros sociales suele a menudo negarse, o bien se acusa de ello a las decisiones de grupos particulares. Como si lo que hubiese entrado en crisis irreversible hubieran sido los centros sociales gestionados por corruptos o guiados por tácticas equivocadas. Una parte de esas valoraciones tiene una naturaleza moral y hay que rechazarlas; otra parte, aunque pueda captar aspectos reales, corre el riesgo de no situarlos en un marco determinado por lo material. Por otro lado, no estamos diciendo en absoluto que todos los centros sociales hayan hecho las mismas cosas. Existen diferencias, a menudo considerables. En primer lugar, entre los centros sociales de derivación comunista y las okupas anarquistas; y entre los primeros existe además una diversidad debida a la pertenencia territorial y a geografías políticas más o menos heredadas de los años setenta que son, por tanto, cada vez menos cercanas a las vivencias y las realidades de las nuevas generaciones de militantes. Pero en este texto no pretendemos llevar a cabo una entomología de los centros sociales, o reconstruir meramente su historiografía. El objetivo es atravesar de nuevo, genealógicamente, el importante ciclo de los centros sociales, para sacar a la superficie preguntas y cuestiones no resueltas que puedan resultar útiles para la reflexión política presente.

La experiencia política se ha convertido en innovación sistémica

Si nos preguntamos, con esa perspectiva, dónde han acabado una parte significativa de los y las militantes de los centros sociales en las décadas siguientes a aquella experiencia, la respuesta es bastante simple: podemos encontrarlos, sobre todo, en las industrias de la comunicación, del tiempo libre, de la formación, de los cuidados o, más genéricamente —utilizando un léxico alquatiano1—, en las industrias de la reproducción de capacidades humanas y producción de mercancías ligadas al conocimiento. La experiencia política se ha convertido así en innovación sistémica, mientras que la ambivalencia de la autovalorización se ha disuelto en su mayor parte en términos individuales. Para no alargarnos demasiado sobre esto, nos remitimos a los análisis de La generazione scomparsa.

Una vez más, si no queremos entregarnos a inútiles categorías morales, para entender estos procesos hemos de ir a su raíz material. Así podemos ver cómo el/la militante centrosocialista es una figura escindida. Por un lado, se trata de un/a militante (del movimiento antiglobalización en adelante, utilizará para autodefinirse el término «activista», de origen anglosajón) de su grupo político, del cual recibe reconocimiento y gratificación: un salario psicológico que sustituye la ausencia de un salario real. Por otro lado, es un actor/actriz social como todos los demás, que en sus papeles sistémicos —del trabajo a las amistades y la familia— tiene una actitud aún más aceptante que los demás, precisamente porque su currículum ideológico está ya garantizado por la actividad que realiza en el centro social. Esa separación está en continuidad con la tradición de los partidos políticos desde la segunda posguerra en adelante, empezando por los comunistas, que marcaron siempre una clara división entre formas de vida y formas de militancia. En resumen, para el/la centrosocialista, la militancia se convierte en un trabajo de gestión del propio grupo, de forma que una vez terminado puede volver a su «vida». Cuando ese trabajo y el reconocimiento que de él derivan dejan de ser gratificantes —normalmente hacia el final de los estudios universitarios o cuando encuentra un trabajo más o menos estable— se dedica exclusivamente o casi a la otra parte, esto es, a esa vida laboralizada que nunca ha llegado a cuestionarse. Así, el emprendedurismo arrolló los centros sociales, ya fuera porque lo rechazaran con desdén o porque se adaptaran a él de forma subalterna. Por su parte, los protagonistas de ese proceso, sin darse cuenta, se convertían en autoemprendedores de su propia identidad residual.

Mientras que su producción ocupaba un espacio no totalmente subsumido por el mercado capitalista, los centros sociales se alimentaban de una ambigua idea del afuera

Por otro lado, mientras que su producción ocupaba un espacio no totalmente subsumido por el mercado capitalista, los centros sociales se alimentaban de una ambigua idea del afuera. Algunos teorizaban explícitamente la falaz utopía romántica de las «islas felices», separadas de las lógicas del mercado, mientras que otros —ajenos o adversos a esa proposición ideológica— se nutrían, de facto, de ese mismo caldo de cultivo, sin plantearse el problema de la relación dinámica entre producción «autoorganizada» y captura capitalista. Las islas se convirtieron así en marginalidades dentro de una red que las vació y las hizo compatibles con el contexto general, independientemente del voluntarismo antagonista que caracterizaba algunas de ellas.

Ahora, que se han agotado completamente las posibilidades de esos intersticios no plenamente integrados en la industria de la reproducción, el ciclo de los centros sociales nos deja en herencia dos problemas interrelacionados entre sí. El primero podemos definirlo como el de los espacios de reunión potencialmente política. Ese potencialmente apunta a romper la distinción historicista entre prepolítica y política, como si se tratara de dos estadios de desarrollo necesarios y consecuentes. Nos referimos, por usar términos familiares, de lugares de coinvestigación y producción de subjetividades. Es una cuestión que tiene una larga historia, dando inicio con el nacimiento de las sociedades de socorro mutuo y cooperativas a mediados del siglo XIX. Todas las experiencias específicas en ese ámbito nos muestran que cada una de ellas pertenece a ciclos históricos cuya temporalidad viene determinada por la relación de tensión y conflicto con procesos de subsunción y captura capitalista. Adelantarse proyectualmente al agotamiento del ciclo antes de que lo hagan el enemigo y el cansancio, significa no dejar que caiga en el olvido la acumulación de subjetividad que este generó.

«Empresa política» no significa simplemente darle un mero uso político a la empresa, ni tampoco imitar sus modelos de organización

El segundo problema es tener que reflexionar, en un terreno nuevo, sobre un tema que no es para nada nuevo: la empresa política. Esto implica, o al menos esa es la hipótesis que aquí proponemos, plantear un debate sobre las formas actuales de militancia y de organización. Se trata de un debate tan amplio y complejo que claramente no puede resolverse en unas pocas líneas. Nos limitaremos así pues a una suerte de advertencia. «Empresa política» no significa simplemente darle un mero uso político a la empresa, ni tampoco imitar sus modelos de organización. Sería ingenuo pensar en militantes ingeniosamente miméticos con las lógicas empresariales, que adoptan la lógica de la empresa y simplemente cambian su finalidad, dirigiendo los frutos de ese trabajo a la acumulación política y no al beneficio económico. Huelga decirlo, tampoco queremos abrir la más mínima posibilidad a una vuelta de las utopías románticas sobre el afuera, esto es, sobre islas de autoproducción liberadas del mercado capitalista. Tratar con el oxímoron de la empresa política significa, para nosotros, realizar el recorrido inverso respecto a la separación entre vida y militancia; significa, por tanto, llevar la contradicción a la misma forma de organización. Más aún, significa hacer de esa contradicción el motor de desarrollo de la organización. Se rompe así la sucesión lineal entre táctica y estrategia: debemos por tanto desarrollar una forma, la de la empresa, en el mismo momento en que entramos en conflicto con ella. Hoy en día, esa contradicción no puede resolverse más que desde un punto de vista ideológico. Mantenerla abierta significa mantener abierto el espacio de la politización y del desarrollo organizativo; escindirla, por el contrario, significaría restaurar la separación entre vida y militancia, con la consiguiente laboralización de ambas.

Si queremos continuar la excavación genealógica para aproximarnos al planteamiento del problema, convendrá profundizar en el estudio de algunas cuestiones leninistas. No, no nos referimos al partido que ha de organizarse como si fuera un banco, simplificación portadora de ulteriores simplificaciones. Nos referimos al Lenin de principios de los años veinte, aquel del debate sobre los sindicatos y la Nueva Política Económica (NEP). Se trata del Lenin menos conocido, ocultado por vergüenza o abiertamente manipulado. En aquel momento, el líder bolchevique lanzó un descabellado desafío: los obreros debían organizarse contra su Estado; había que desarrollar el capitalismo para poder luchar contra él. Para aquel Lenin, la contradicción había que conducirla dentro de la misma línea de desarrollo del partido, que tendría que llegar a actuar contra sí mismo.

Ahora, de espaldas al futuro y con los ojos en el presente, intentemos hacer que esta conclusión sea el inicio de un debate abierto hacia delante, sobre las ambiguas posibilidades del hoy y sus inquietos futuros. Ese es exactamente el espíritu que debería tener un auténtico recorrido genealógico y que pretende tener esta cartografía de Machina: avanzar en la excavación de las «décadas perdidas» para desarrollar una búsqueda no de soluciones inverosímiles, sino de las preguntas adecuadas.

Traducción A este lado del Mediterráneo editada por Zona de Estrategia.

 

  1. De Romano Alquati.[]

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