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Zona de Estrategia presenta su revista papel esta vez centrada en analizar críticamente la expansión de un nuevo sentido común punitivo, que utiliza el miedo como herramienta para la gestión de un momento político asaltado por varias crisis. Esta lógica que hace uso del populismo punitivo1 no es neutra, sino funcional a mecanismos disciplinarios que impactan sobre todo en los sectores más explotados y precarizados de la sociedad, con especial relevancia en la gestión securitaria y la criminalizadora de las migraciones. Podéis leer más sobre esta perspectiva en la introducción.
Aunque el número va mucho más allá del feminismo, estos últimos años, en este movimiento se han sostenido intensos debates acerca de la pertinencia y las consecuencias de impulsar leyes penales en respuesta a las violencias machistas, así como sobre las constantes apelaciones al Estado como garante de nuestra «protección”. También se ha discutido —cada vez de forma más abierta, y aunque no ha sido fácil— sobre las mejores formas de enfrentar estas violencias en nuestros espacios y prácticas políticas. Creemos que hoy en los movimientos feministas de base el antipunitivismo está ganando terreno como marco filosófico y político. Todo ello, y aunque los caminos que estamos tomando no son ni fáciles ni siempre completamente claros, está promoviendo la proliferación de experiencias prácticas en la construcción de alternativas desde perspectivas transformadoras que eviten reforzar lógicas punitivas y securitarias. Ya hay espacios como AAMAS (Manresa), Genera (Barcelona), el Modulo Psicosocial de Deusto-San Ignacio (Bilbao), la PAH Vallekas, o Centros Sociales como La comisión de género de La Cinètika (Barcelona), entre otras muchas experiencias, las que están escogiendo estos caminos para aproximarse a lógicas que rompen con las lógicas del castigo o que introducen visiones más comunitarias y colectivas de enfrentar las violencias. (Si eres una de estas experiencias no dudes en escribirnos info@zonaestrategia.net)
Hoy en los movimientos feministas de base el antipunitivismo está ganando terreno como marco filosófico y político
Algunas de las cuestiones abordadas en este cuaderno incluyen preguntas como: ¿Qué función cumplen las leyes en un horizonte antipunitivista? ¿Existe el riesgo de que desde algunos feminismos se esté reforzando una visión esencialista de las relaciones entre hombres y mujeres? ¿Cuáles son las consecuencias subjetivas, sociales y políticas de esta división binaria? ¿Qué formas de acción política pueden emerger desde la posición de víctima y cuáles son sus límites para nuestra emancipación? ¿Cómo se está incorporando y practicando el antipunitivismo en nuestros espacios de militancia cotidiana?
Sobre el papel de las leyes y su eficacia para transformar la sociedad
En los debates públicos se perciben diferencias estratégicas fundamentales entre quienes consideran que las relaciones sociales sexistas pueden transformarse a través de las leyes y políticas públicas —el feminismo institucional o más cercano a la institución—, y quienes desconfían del Estado por considerar que este marco legislativo se aplica con los mismos sesgos patriarcales y de dominación que pretende combatir, reproduciendo desigualdades y generando efectos colaterales negativos. Esta segunda corriente —el feminismo autónomo— pone el énfasis en la autoorganización y movilización social, y alerta sobre los riesgos de cooptación estatal y de la despolitización de las luchas feministas. Desde esta perspectiva se apuesta por la autonomía de los movimientos y la construcción de alternativas transformadoras desde abajo, cuestionando la eficacia real del derecho penal como herramienta de cambio social.
Es cierto que el recurso al sistema penal puede ser funcional a algunas mujeres y que determinados elementos de las leyes contra la violencia de género pueden ser herramientas útiles de forma puntual, sobre todo cuando brindan recursos concretos a aquellas que necesitan salir de situaciones de violencia urgentes, más que cuando hacen hincapié en las medidas penales. Sin embargo creemos que el ámbito penal no debería ser una prioridad de los movimientos de base, sino la generación de alternativas, el impulso de lógicas diferentes en el marco de la transformación social y no del refuerzo de lo existente.
Se trata de que las herramientas estatales que se pongan en marcha bajo el marco de la “protección de las mujeres” no acaben impulsando refuerzos penales ni cuestionen los derechos de los penados
En cualquier caso, se trata de que las herramientas estatales que se pongan en marcha bajo el marco de la “protección de las mujeres” no acaben impulsando refuerzos penales ni cuestionen los derechos de los penados. Pero sobre todo que no generan otras violencias bajo este marco. Por ejemplo cuando se instrumentaliza la violencia sexual para atacar a los migrantes, o cuando se impulsan políticas que criminalizan a las trabajadoras sexuales. Sin ir más lejos, desde hace años, las campañas contra la trata sirven como política antiimigración antes que para liberar a las mujeres de aquellos que las explotan y provocan que muchas de esas víctimas acaban encerradas en CIES o deportadas.
Demandar nuevas tipificaciones penales puede convertirse en un boomerang peligroso
Un ejemplo paradigmático de las tensiones entre la legislación punitiva impulsada por los movimientos y sus resultados paradójicos lo desarrolla Nora Rodríguez en un artículo de este Cuadernos a través de su análisis sobre la aplicación práctica de los delitos de odio. Su investigación demuestra que una legislación inicialmente concebida para proteger a grupos vulnerables está siendo instrumentalizada por actores como la policía, grupos neonazis e incluso el Estado de Israel, quienes se autodefinen como «víctimas de odio» frente a activistas, antifascistas y movimientos propalestinos. Paradójicamente, los colectivos para los cuales se diseñó originalmente la ley —migrantes, personas trans, activistas— no siempre la pueden utilizar, precisamente porque desconfían de ser escuchados y tratados justamente por las instituciones policiales y judiciales. Este análisis evidencia que demandar nuevas tipificaciones penales no solo extiende el sentido común punitivo en la sociedad, sino que puede convertirse en un boomerang peligroso que termine siendo usado en contra de nuestras propias luchas.
Sobre las representaciones esencialistas de “hombres” y “mujeres”?
«Los hombres son violadores o agresores en potencia» y «las mujeres son objeto —pasivo— de estas violencias” es algo que tratamos en un artículo anterior. Estas posiciones binarias y esencialistas que dibuja un cierto feminismo cultural nos sirven para reflexionar sobre los efectos subjetivos y sociales de nuestras luchas, ya que tienden a naturalizar y despolitizar las relaciones de poder. Muchos feminismos construyen una identidad política «mujeres» anclada como una posición de opresión fundamentalmente a partir de este eje de la violencia (otras dentro de la división sexual del trabajo): “todas somos una clase”. Sin embargo, cuando no se reconoce que esa opresión se articula de manera diferenciada según clase, raza, nacionalidad y otros ejes de dominación, se corre el riesgo de pacificar los conflictos de clase y ocultar cómo la racialización estructura la división internacional del trabajo, y por ende, la explotación. Esta mirada homogeneizadora invisibiliza que las mujeres de clase media, blancas o del Norte global no experimentan la misma vulnerabilidad que las mujeres trabajadoras, migrantes o racializadas o incluso que los hombres migrantes racializados pobres o sin papeles.
Sin embargo, desde ciertas posiciones feministas se han defendido expresiones como «todos los hombres son potenciales violadores», que, además de reafirmar esencialismos sexistas, generan lo que podríamos denominar una «alarma sexual» comparable a los pánicos sexuales analizados por Judith Walkowitz2. Este «todos son», articulado junto a la denuncia de una «cultura de la violación» omnipresente y ubicua, construye un estado de alerta permanente que, si bien moviliza la rabia y la acción política —buscando que «el miedo cambie de bando”—, también construye los mimbres que dan lugar a un pánico moral.
La narrativa del peligro constante («todas las mujeres estamos en peligro permanente) no solo simplifica la complejidad de las violencias sino que tiene efectos problemáticos
Esta narrativa del peligro constante («todas las mujeres estamos en peligro permanente porque todos los hombres son violadores en potencia») no solo simplifica la complejidad de las violencias machistas, sino que tiene efectos opuestos a lo que proponen los feminismos de base. Por un lado, puede alimentar demandas punitivas que justifiquen el endurecimiento penal y el aumento de la vigilancia estatal. Por otro, invisibiliza cómo este pánico sexual afecta de manera desigual: mientras que para algunas mujeres puede traducirse en mayor protección policial, para otras —especialmente mujeres racializadas, trabajadoras sexuales o en situación migratoria irregular— puede significar mayor criminalización y vulnerabilidad frente al propio aparato punitivo que supuestamente las «protege».
De hecho, que buena parte de las narrativas feministas mainstream ponen el acento en el uso casi exclusivo del Estado como herramienta para luchar contra las violencias no es solo indicativo de falta de imaginación política, o de que una parte de ese feminismo mainstream integra de una manera u otra la estructura de ese mismo Estado. También es un claro indicio de qué segmento de clase hay detrás de las demandas de soluciones penales: aquel que tiene una experiencia del Estado como protector antes que opresor. Muchas otras, saben que la policía no está para protegerlas, sino para desahuciarlas, quitarles la custodia de sus hijas, meterlas presas o en Cies, acosarlas o multarlas.
No todos los hombres ocupan la misma posición de poder como sucede con los hombres racializados, de clase trabajadora o migrantes.
Bajo esta perspectiva no esencialista, habría que hablar también de que no todos los hombres ocupan la misma posición de poder como sucede con los hombres racializados, de clase trabajadora o migrantes. Las respuestas punitivas pueden reforzar otras formas de opresión sistémica, particularmente el racismo y el clasismo del sistema penal, que históricamente ha criminalizado de manera desproporcionada a los sectores más vulnerabilizados de la población masculina —y femenina—.
Así, nuestra compañera Nuria Alabao analiza uno de los efectos sociales de este pánico moral en torno a las agresiones sexuales en «Hombres jóvenes de piel oscura. Seguridad, femonacionalismo y refuerzo securitario«: su instrumentalización por la extrema derecha para fomentar el sentido común punitivo y atacar a musulmanes, refugiados y racializados en nombre de la defensa de mujeres y disidencias (femonacionalismo y homonacionalismo). Este fenómeno no es casual, históricamente, la protección de la «mujer blanca» ha servido para justificar violencias coloniales y racistas, desde los linchamientos en el sur de Estados Unidos hasta las actuales políticas antiinmigratorias europeas. La construcción del «otro» racializado como agresor sexual permite simultáneamente invisibilizar la violencia machista en los sectores dominantes y criminalizar a las poblaciones ya vulnerabilizadas.
Aunque la extrema derecha distorsiona cualquier discurso según sus intereses, el debate es nuestro: hasta qué punto ha calado el discurso esencializador hombres/mujeres en las propias redes activistas, hasta qué punto la idea de que «todas las mujeres» vivimos en extrema violencia hoy en España, hasta qué punto se ha tematizado la violencia sexual desarticulada de las demás violencias en nuestras militancias, y cómo combatir la racialización del sexismo con estos mimbres. Esta reflexión resulta urgente cuando observamos cómo ciertos discursos feministas, al presentar la violencia sexual como un problema fundamentalmente cultural o de «mentalidad», pueden alimentar inadvertidamente narrativas que sitúan a determinadas comunidades como intrínsecamente más peligrosas. La despolitización de la violencia machista —presentándola como problema individual o cultural más que estructural— facilita su apropiación por discursos xenófobos que prometen «soluciones» punitivas dirigidas contra los «otros».
Albert Sales también trabaja a partir de la criminalización de los migrantes desde una perspectiva más general en «¿A quién culpar? El populismo punitivo y el ‘problema de la inmigración'», aunque centrado en el desarrollo del populismo punitivo, incide en tres cuestiones que resuenan con nuestros debates: los peligros del alarmismo securitario, de las políticas de «tolerancia cero» y de la policialización de todo conflicto social.
Sobre la potencia política de la posición de víctima
Las personas que han sufrido agresiones tampoco parten del mismo lugar: algunas prefieren «supervivientes» porque «víctima» alude a alguien sin agencia necesitada de protección ajena; otras creen que «víctima» puede ser un lugar de enunciación, denuncia y potencia. Lo cierto es que el debate se ha proyectado más allá: el par violencia/víctima se ha extendido a todas las opresiones sociales y, aún más, a situaciones cotidianas en contextos de militancia y amistades. ¿Sirve este marco de “víctima o «maltratada», u homogeniza situaciones cualitativamente distintas que necesitarían acciones distintas? ¿En qué imaginario social emerge esta autoidentificación política?
Son muchas las tendencias contemporáneas que alimentan una política basada en el yo, en agravios e identidades: la hiperindividualización, la patologización de situaciones sociales, las corrientes de autoayuda, la distorsión de conceptos feministas como los cuidados —ahora autocuidados—, «lo personal es político» —ahora «lo político es lo personal»— o la excesiva atención a las emociones. Así como el concepto de violencia tiene una capacidad expansiva, parece más grave y digno de mayor atención ser víctima del sexismo que estar oprimidas por él.
Los relatos subjetivos y políticos mainstream sobre cómo sobrevivir a las agresiones sexuales tienen efectos negativos en las personas agredidas
En este debate, la aportación de Laura Macaya, «El goce de castigar. Política afectiva, víctimas funcionales y Estado moral«, habla sobre las mujeres que han sufrido o sufren violencia sexual y se pregunta por la utilidad de los marcos establecidos para atravesar esa experiencia. El carácter expansivo de la violencia a todos los campos sociales, el pánico sexual, la transformación de la experiencia de haber “sufrido una agresión» en una identidad, la de «víctima», la preeminencia dada a su palabra en denuncias y procesos… Macaya incide en que los relatos subjetivos y políticos mainstream sobre cómo sobrevivir a las agresiones sexuales tienen efectos negativos en las personas agredidas, colocándolas en una tensión difícil: enfatizar la importancia o la inevitabilidad del trauma en las agresiones sexuales va contra la recuperación de estas mujeres.
Sobre si existe un sentido común punitivo en nuestros espacios políticos
Por último, nuestra compañera Marisa Pérez Colina se pregunta si existe un sentido común punitivo en los espacios de movimiento. El debate no está en si estos colectivos son «espacios seguros”, está claro que queda mucho por hacer, sino en qué queremos hacer con los casos que sí se denuncian. Muchas veces estas mediaciones y acompañamientos se parecen demasiado al sistema punitivo en el que hemos sido socializados. También analiza cómo los movimientos han asumido estos años también lógicas punitivas como demandas de creación de nuevos delitos —de nuevo el delito de odio sería un ejemplo, pero también el acoso callejero, etc.— y rastrea sus causas en la genealogía neoliberal: cómo la política ha pasado a ser entendida como agravio.
Por último, el cuaderno cierra con una genealogía de las propuestas alternativas para enfrentar las violencias. El artículo de Sergio García explica propuestas como aquellas vinculadas a la justicia restaurativa y transformativa, con ejemplos como las rondas campesinas en Perú o la Guardia Indígena en Colombia. También se explican las lógicas alternativas de movimientos como Black Lives Matter y la campaña «Defund the Police» en EEUU, que apuesta por la necesidad de desinvertir en policía para fortalecer respuestas comunitarias basadas en la mediación, la reparación y la prevención.
Son muchos los debates que tenemos pendientes y que vamos a seguir trabajando, pero esperamos que los artículos reunidos en este Cuaderno nos permitan avanzar en la discusión y puesta en práctica del antipunitivismo en los feminismos y todas las luchas sociales. Porque como nos han enseñado los abolicionismos, para acabar con la violencia interpersonal tenemos que acabar con el mundo violento en el que se genera.
Acompáñanos el Martes 24 a las 19h en el Ateneo la Maliciosa de Madrid (Peñuelas, 12) para la presentación del número y para discutir con nosotras!
- Este concepto que describe la tendencia de los políticos a promover políticas penales más severas y punitivas como respuesta a las demandas públicas de mayor seguridad, frecuentemente basándose en la percepción social del delito más que en evidencias sobre su efectividad. Esta dinámica se caracteriza por el uso electoral de propuestas de «mano dura» que apelan a los sentimientos de inseguridad ciudadana, y que priorizan la satisfacción de la demanda pública de castigo por encima de consideraciones técnicas o de política criminal basada en evidencia. ↩︎
- Walkowitz, Judith R. La ciudad de las pasiones terribles: narraciones sobre el peligro sexual en el Londres victoriano. Madrid: Instituto de la Mujer, 1995. ↩︎