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Una ola de rechazo laboral siguió al fin de la pandemia hacia 2021. En EEUU fue conocida como la gran dimisión (the Great Resignation): millones de trabajadores, especialmente entre las clases profesionales, los técnicos y los cuadros medios abandonaron sus puestos de trabajo, en pos aparentemente de una vida más sencilla, más plena y menos subordinada a las exigencias de la carrera corporativa. El abandono tuvo relevancia estadística suficiente —se llegó a hablar de forma algo exagerada, de hasta 40 millones de «renuncias»— como para generar cierta preocupación política. En España, entre 2021 y 2022, este desplazamiento, en clave más provinciana, empujó a unos pocas decenas de miles a dejar la ciudad y a instalarse en pequeñas poblaciones rurales, llegando casi a invertir por primera vez en 80 años, el desplazamiento secular del mundo rural a las grandes ciudades.
La deserción laboral no fue un fenómeno exclusivamente occidental. Entre 2022 y 2023, algo después que en EEUU se desencadenaran lo que en China llamaron tang ping —que se podría traducir como echarse o tumbarse—. La renuncia tenía allí motivaciones parecidas. Jóvenes profesionales de Pekín y Shanghái celebraban entrañables fiestas tras dimitir de sus empleos. Reivindicaban su derecho a tumbarse al sol, a renunciar a la carrera de ratas por el logro profesional. La renuncia era no solo al trabajo, sino a un modelo de vida estrictamente pautado, basado en las expectativas depositadas en los jóvenes por sus mismos padres, al triunfo laboral, a la constitución de una familia y la adquisición de una vivienda en propiedad cada vez más inasequible en medio de la gran burbuja inmobiliaria china. El tang ping fue un medio de protesta tanto para muchos jóvenes de alto nivel educativo, como de aquellos inmigrantes que provenían del mundo rural y que carecían de las ventajas educativas de sus contemporáneos metropolitanos y decidieron volver al campo.
La Great Resignation y el tang ping parecen haber sido uno de esos movimientos moleculares, apenas coordinados, casi afáxicos, y que sin embargo producen efectos a gran escala. Ambos se propagaron como una nueva cepa de gripe dentro de los pocos segmentos de la fuerza laboral que todavía cuentan: los sectores profesionales, de mayor inversión educativa, destinados a la gestión y la producción tecnológica. La renuncia no era, por tanto, de los marginados que querían dejar de serlo, sino que se producía dentro de de la fuerza todavía productiva en el capitalismo renqueante. De ahí también su enorme significado.
El desplazamiento no fue organizado, menos aún supo encontrar sus razones políticas y su fuerza colectiva. Por eso también ha resultado más efímero, menos consistente que la promesa que parecía haber levantado. A diferencia, de la gran renuncia de los años sesenta, que alrededor del 68 dio lugar a las protestas estudiantiles y el rechazo de los jóvenes profesionales de entonces a ser los gestores del desarrollismo fordista, la gran renuncia no superó el umbral del malestar individual. Fue el resultado de una acumulación de las decisiones individuales, algunas drásticas. Pero su carácter explícitamente colectivo no llegó a comprender más que a pequeños grupos amigos, de jóvenes quemados y desesperanzados con la vida profesional para la que se habían preparado. Por eso en 2022 o 2023 no vimos un resurgir del movimiento hippy, ni de la contracultura, ni de un nuevo movimiento de comunas —¿cómo iban a repetir estas mismas experiencias en las condiciones actuales?—.
Trabaja, reprodúcete y muere por la patria si es necesario
La renuncia laboral de la gran dimisión resuena, no obstante, con otros fenómenos modernos. Franco Berardi Bifo, convertido en uno de los nuevos profetas de la catástrofe, interpreta estas renuncias como un gran desplazamiento de las fuerzas tectónicas sociales que han encontrado en la deserción social1 tal vez el único gran antídoto para un mundo que él considerada condenado a la involución tecnofascista y el etnonacionalismo. El abandono del trabajo, quizás también definitivamente de una vida normada por las pautas de la carrera profesional, aparece en sus términos como un resultado positivo de la deflación psíquica que produjo la pandemia, una suerte de sanación temporal de la depresión y ansiedad, que han generado décadas del neoliberalismo triunfante entre las clases profesionales. No obstante, como bien recuerda Bifo, la deserción es lo contrario de la política, es la renuncia al conflicto, a luchar, a presentar batalla. Es solo el rechazo a colaborar, a asumir las llamadas obligaciones sociales elementales, los deberes hasta hace muy poco impuestos a todo súbdito del Estado: trabaja, reprodúcete y muere por la patria si es necesario.
Son pocos los ciudadanos del mundo rico o en vías de desarrollo dispuestos a sacrificarse por las viejas abstracciones metafísicas de la patria, la civilización o el pueblo
Un caso poco estudiado y que parece darle la razón a Bifo es el enorme número número de desertores en la reciente guerra de Ucrania. Tanto para el Estado Mayor ruso como para el ucraniano, la fuga de sus jóvenes —que ha tenido formas diversas: desde la desobediencia civil o el exilio hasta el escaqueo en todas sus modalidades— ha sido un controvertido factor limitante de la escalada militar, reduciendo desde el principio la capacidad bélica y la masa de tropa y empujando el conflicto militar al bombardeo a distancia y a la sustitución tecnológica de la guerra cuerpo a cuerpo por la guerra de drones.2 Efectivamente, la disposición de las mayorías sociales a las empresas de movilización del tipo que sea (laboral, bélica, etc.) es mínima. Son pocos los ciudadanos del mundo rico o en vías de desarrollo dispuestos a sacrificarse por las viejas abstracciones metafísicas de la patria, la civilización o el pueblo.
En contra de los postulados de la militarización de las conciencias, la guerra puede ser una condición de la nueva época que se abre, pero esta requerirá de un vasto proceso de condicionamiento, prolongado durante décadas, para poder construir algo parecido a una nación militantemente belicista, al modo de los israelís que hoy acometen sin cargo de conciencia, e incluso con alegría bíblica, el genocidio de los palestinos. Los decadentes «civilizados» distan de ser pacifistas, pero son demasiado hedonistas, cínicos y descreídos como para entregar su vida en los juegos de la realpolitik, que a buen seguro van a desencadenarse en la nueva geopolítica del caos. Y esto no deja de ser una buena noticia.
Pero este gran movimiento de renuncia no se limita a la renuncia laboral, a la deserción militar o incluso a la participación persistentemente baja de los más jóvenes en los rituales de la democracia liberal. El acontecimiento más relevante de la gran renuncia se esconde detrás de la imponente caída de la natalidad global, que en la última década se ha vuelto a acelerar. En términos históricos, la caída de la tasa de fertilidad global resulta abrumadora: de cinco hijos por mujer de media mundial en 1968 a poco más de 2,1 en 2024, en el borde mismo de la tasa de reemplazo poblacional, a partir del cual el descenso demográfico se vuelve inevitable. De hecho, la deserción reproductiva es casi universal: la caída de las tasas de fertilidad es general y abarca a la práctica totalidad de los países y regiones, y aunque se concentra sobre todo en los países de renta media y alta, no distingue entre «bloques civilizatorios»: afecta casi por igual a católicos, ortodoxos y protestantes, budistas y confuncianos, musulmanes y cristianos. Y está encabezado tanto por los países occidentales como por los emergentes países asiáticos. Es, de hecho, en la amplia región de la costa asiática del Pacífico donde este indicador muestra los niveles más bajos del planeta, con Corea del Sur (0,72), Singapur (1), China (1,2) y Japón (1,3) en los últimos puestos del ranking. En los países occidentales, la tasa media de fecundidad es algo mayor, de 1,6 hijos por mujer, pero es también el resultado de una tendencia secular a la baja, que se ha vuelto a acentuar en los últimos años.3
Los ricos países de Europa occidental solo podrán mantener su población si consiguen mantener un ritmo de inmigración sostenida
En un ejercicio de ciencia social proyectiva, podemos imaginar sin mucho esfuerzo, la vida de los niños nacidos en las primeras décadas de este siglo, inevitablemente rodeados por una población envejecida, en muchos casos en países bastante «más pequeños», agobiados por los costes sociales crecientes de las generaciones que les precedieron. Así, un bebe chino, nacido en 2020, vino al mundo en el país más poblado de la Tierra, con algo más de 1.400 millones de habitantes. En el otoño de su vida, hacia 2100, es probable que China «solo» disponga de 633 millones de habitantes, menos de la mitad que India y quizás los mismos que Nigeria. Si el niño fuera japonés será testigo de como su país se encoge de tal manera que los 124 millones actuales podrán ser todavía menos de los 77 millones previstos para 2100; y si hubiera nacido en Corea del Sur, de los 52 millones, cifra que se verá reducida a poco más de 21. Por su parte, el subcontinente europeo pasará de alojar a 750 millones en 2025 a menos de 600 en 2100. Dentro de esta gran península asiática, mientras su mitad oriental (y en menor medida los países ribereños del Mediterráneo) se vacían, los ricos países de Europa occidental solo podrán mantener su población si consiguen mantener un ritmo de inmigración sostenida. El mismo resultado es el que se espera para EEUU. Y una suerte no muy distinta tendrán regiones como América Latina, India y el Sudeste asiático, que acabarán el siglo con la misma población con el que lo empezaron. Solo África subsahariana conseguirá, y únicamente durante algún tiempo, mantener la «juventud del mundo»: se prevé que este continente pase de los 1.500 millones actuales a unos 4 mil en 2100. Sin esta gigantesca aportación a la población mundial, que en 2025 rebasó los 8.200 millones, la población del planeta a finales de siglo caería seguramente a poco más de 7.000 millones.4
Pero estos son los datos que proporcionan las previsiones de la ONU, un pronóstico que a muchos parece «optimista». Otros equipos de demógrafos y geógrafos hacen cuentas y dan números todavía más angustiantes para los natalistas de toda condición ideológica. Según algunos trabajos, la población de la Tierra en 2100 será aproximadamente la misma que hoy en día, e incluso algo menos en los escenarios de cumplimiento (paradójicamente) de la llamada agenda de desarrollo sostenible de la ONU, especialmente en materia de educación infantil y acceso a los contraconceptivos para la población más pobre.5 Pero incluso estas pueden ser expectativas demasiado poco realistas, de nuevo excesivamente optimistas. En ninguno de estos cálculos ni se descuentan ni se prevén posibles eventos catastróficos: guerras, epidemias y hambrunas, que, en el mejor de los casos ceñidos a nivel regional, pueden empujar todavía más abajo la población mundial.
El encarecimiento de las condiciones de vida ha llevado a la crisis de reproducción, si no de la humanidad, sí de los contingentes de fuerza de trabajo de los países desarrollados
La caída de la natalidad tiene una explicación relativamente sencilla. Esta se muestra sin muchas mediaciones en prácticamente todos los estudios demográficos de cualquier país: hoy criar niños es más caro, al igual que las condiciones de vida se han vuelto más difíciles. El encarecimiento de las condiciones de vida ha llevado a la crisis de reproducción, si no de la humanidad, sí de los contingentes de fuerza de trabajo de los países desarrollados y en desarrollo —según la siempre «progresista» terminología de las instituciones internacionales—. En las metrópolis y ciudades del Norte del global, así como del vasto continente asiático, fundar familias y criar niños implica sacrificios cada vez menos asumibles: viviendas demasiado caras debido a la liberalización y financiarización de los mercados inmobiliarios, costes educativos crecientes empujados por la retirada del Estado y las crecientes necesidades formativas en mercados laborales cada vez más competitivos, así como la obvia necesidad del doble ingreso familiar para sostener la reproducción simple de la unidad familiar.
En casi todos los países se observa una tendencia a la postergación de la emancipación juvenil que a veces no se resuelve y se prolonga en el «anidamiento» de por vida en la casa familiar; algo que en Japón, por ejemplo, ha dado lugar al fenómeno del aislamiento social radical, los hikikomori tan característicos de la «generación perdida»6. Sin llegar a estos extremos, la consolidación tardía de una trayectoria profesional que en ocasiones tampoco llega, ha condenado a un creciente número de adultos al empleo precario, cuando no informal y al correlativo aplazamiento de la formación de parejas estables o del primer hijo.
La renuncia reproductiva tiene, por supuesto, toda clase de formas, pero quizás la más explícita, brutal y seguramente más consciente de sus intenciones se pueda reconocer entre los jóvenes de Corea del Sur, epicentro del derrumbe de la natalidad: el país con la tasa de natalidad más baja del planeta, la tasa de suicidios más alta de la OCDE y donde los jóvenes se declaran básicamente infelices. En esta nación obsesionada con el éxito y el logro escolar, se ha generalizado la expresión Hell Joseon [Corea es el infierno], que apunta a la insoportable competencia escolar, un mercado de vivienda imposible y oportunidades laborales menguantes. De forma correlativa, durante la última década entre muchas jóvenes coreanas se ha generalizado lo que allí se ha dado en llamar el movimiento de los «cuatro noes», o las «4B»: no tener sexo con hombres (bisekseu), no ser madre (bichulsan), no emparejarse (biyeonae) y no casarse (bihon). En Corea, la doble denuncia de una vida volcada en el éxito y de unas formas patriarcales insoportables para las mujeres que desean o necesitan trabajar y emprender una carrera profesional, confluye en el rechazo consciente y decidido del matrimonio y la maternidad. Pero a pesar de la evidente preocupación institucional por la caída de la natalidad, y las medidas aplicadas para contrarrestarla, la tasa de fertilidad sigue batiendo su propio récord negativo año tras año desde 2015, cuando la cifra parecía ya estabilizada en un nivel decididamente bajo de 1,2 hijos por mujer. Hoy este indicador señala la cifra más baja del mundo entre los países de cierta población: 0,72 hijos por mujer.7
Quizás el mundo no sea Corea, pero Corea marca la tendencia del mundo capitalista. En todos los países, también en los de tradición familiarista más arraigada, donde el ideal de la familia nuclear con dos niños sigue siendo la norma, incluso en forma de un ideal reforzado —en una suerte reversión conservadora frente a la incertidumbre— la realidad se muestra tozuda: la fertilidad sigue descendiendo. Se trata de uno de esos efectos no deseados de las políticas fuertemente ideologizadas de la contrarrevolución neoliberal de las décadas de 1980 y 1990. Estas detectaron en la «crisis de la familia», asociada a la contracultura y el movimiento de emancipación de la mujer, la raíz de una contagiosa enfermedad de corrupción moral. Apuntaron sobre determinadas causas: el feminismo, el izquierdismo heredado del 68, el hedonismo irresponsable de los jóvenes, pero también la desmedida generosidad del Estado de bienestar, especialmente con los más pobres y las minorías —como los afroamericanos en EEUU—, que supuestamente les permitía «vivir sin trabajar», generando fenómenos como el de las madres jóvenes subsidiadas. Por contra, la política de neoconservadores y neoliberales, de Reagan a Thatcher, se presentó públicamente como una vuelta a los legítimos «valores de la familia».8 La familia como institución «natural» debía garantizar la protección y el cuidado de sus miembros, frente a la irresponsabilidad y el parasitismo que supuestamente promovía el Estado de bienestar.
La política social neoliberal promovió la vuelta al empleo como única forma de ingreso legítimo, acelerando la incorporación de las mujeres al mercado laboral
La política social neoliberal promovió así la vuelta al empleo como única forma de ingreso legítimo, acelerando la incorporación de las mujeres al mercado laboral. También descargó en las familias el coste creciente de los gastos de reproducción, especialmente en materia de vivienda, salud y educación. Previsiblemente, el resultado fue tanto el reforzamiento de la institución familiar y una aceleración de la caída de la natalidad. Paradojas del «familiarismo neoliberal», las familias proletarizadas, que tienen que obtener todo en el mercado, y que se ven sometidas a empleos cada vez más precarios, son más frágiles, cuidan poco y producen menos humanos. La fábrica de la reproducción social entró en crisis, al mismo tiempo que sus productos (los humanos) se volvían cada vez más excedentarios en un mercado de trabajo dominado por los bajos salarios y los empleos de mierda.
Otra de las contradicciones de esta evolución ha sido la creciente división generacional entre aquellos que vivieron en los «buenos tiempos» —del Estado de bienestar, los salarios crecientes, y el acceso relativamente asequible a la propiedad inmobiliaria— y sus hijos o sus nietos. Los primeros, que construyeron sus vidas en tiempos de estabilidad relativa, tienen pensiones más altas que las que tendrán las generaciones venideras, se jubilaron o se jubilarán antes, al tiempo que acumulan la mayor parte de la riqueza patrimonial de esas sociedades cuando este se segmenta por tramos de edad. Los segundos se baten en un mercado laboral más agitado, competitivo y precario, con menores salarios y menos posibilidades de generar un patrimonio propio, aunque solo sea una casa en propiedad. En no pocos casos, estos últimos se han vuelto más dependientes de la ayuda de sus padres, con edades de emancipación más tardías y con necesidades casi perpetuas de apoyo familiar, esto es, unos eternos menores de edad. En última instancia, la política social neoliberal ha conseguido su principal objetivo desigualitario: la pertenencia a una familia, más o menos funcional, y con algo de patrimonio —digamos una familia de clase media— se está convirtiendo, al menos en los países ricos, en uno de los principales recursos a la hora de determinar las fronteras de la pobreza y la precariedad.
Pero la gran fractura social, correlativa a la caída de natalidad, es la que se encuentra en su principal factor de corrección: la inmigración. El envejecimiento poblacional no es un hecho absoluto e inevitable, no al menos por el momento. Mientras China y Europa envejecen, África todavía muestra una cierta inercia en la transición demográfica que puede durar hasta el último tercio del siglo XXI. La única manera de compensar este desequilibrio, es la migración Sur-Norte, un mecanismo homoestático y a la postre de igualación geográfica, que sirve tanto a los países pobres como a los ricos. Tanto es así que solo los países ricos que acepten la inmigración masiva en el interior de su pequeño jardín podrán escapar a su «extinción» demográfica. Y «Oriente» y «Occidente» parecen haber marcado de nuevo dos caminos distintos: mientras la gran mayoría de las naciones asiáticas parecen haber asumido su declive demográfico, en un paradójico proceso de decadencia poblacional, justo en el momento de mayor plenitud económica reciente; los decadentes países occidentales se mueven en las paradojas de una inmigración que consideran necesaria —por no decir imprescindible, para mantener unos servicios baratos, incluidos los cuidados geriátricos de sus envejecidas poblaciones— y el renacimiento de un racismo nunca extinguido, tras las derrotas del fascismo y los movimientos de descolonización.
La caída de la natalidad es así el alfa y omega tanto de la gran renuncia como de la reacción conservadora. En la caída del números de nacimientos en Europa y Estados Unidos se concentran los miedos atávicos de la extinción y la contaminación raciales, e incluso de la grandeza civilizatoria de Occidente. En este sentido, debemos leer los histéricos lamentos manifiestos en el nuevo victimismo «blanco» o en productos intelectuales como la llamada «teoría del gran reemplazo» que, originada en Francia, anuncia el fin de los franceses, sustituidos por magrebíes y subsaharianos, moros y negros. El núcleo ideológico de las nuevas derechas de Alemania, Austria, Hungría, Polonia, etc., está referido a esta ecuación de solución imposible, en el que el fin de la Europa blanca y de herencia cristiana está inevitablemente contenido en la caída de los nacimientos blancos y cristianos. En el mismo sentido, va la continua perorata natalista de la persona más rica sobre la faz de la Tierra, gurú tecnológico y ahora también político, Elon Musk. Con once hijos de sucesivas mujeres, predicando con la práctica, el ingeniero avisa, siempre que puede en la red social cautiva y de su propiedad, acerca del fin de la civilización. Dando a entender, como buen chico criado en la Sudáfrica del apartheid, que en la caída de la natalidad solo los niños blancos cuentan.
Graciosamente, ninguna de estas preocupaciones deja escapar el renovado espíritu eugenésico de la época. Los inmigrantes y sus hijos parecen condenados a no ser más que el muestrario de una humanidad de segunda, quizás necesaria en el servicio a los patricios del planeta, pero en cualquier caso inferior. Se quieren niños nativos, blancos, vasijas idóneas de la gran civilización. Hasta hace poco parecía lejana la distopía de Huxley, en Un mundo feliz, con su humanidad genéticamente dividida entre la casta de los alfa y los épsilon, los trabajadores manuales.9 Hoy las posibilidades de edición genética, así como la promesa de prótesis tecnológicas para el aumento de las capacidades parecen querer empujar a la humanidad corriente, especialmente a aquella venida del Sur global, a la categoría eterna de los épsilon, al tiempo que la élite milmillonaria se promete una vida eterna y mejorada sobre las ruinas de este mundo.
El gran número de recetas probadas por las políticas sociales y la ingeniería demográfica no han conseguido invertir la caída secular de la natalidad
Sea como sea, las plegarias de los natalistas no están siendo contestadas por los nuevos dioses del caos y de la crisis. El gran número de recetas probadas por las políticas sociales y la ingeniería demográfica no han conseguido invertir la caída secular de la natalidad. Ni las políticas de conciliación y de fomento de guarderías y cuidados infantiles de inspiración socialdemócrata, ni los cheques familiares y el fomento de la vuelta al hogar en Europa Oriental y algunos países musulmanes, ni la presión social/estatal propia de algunas sociedades asiáticas, han conseguido detener la caída de la fertilidad. Así, por poner algunos ejemplos, tras la presión político-religiosa en países como Argelia, Egipto o Irán, el índice de fertilidad ha vuelto a caer en años recientes —en el caso de Irán muy por debajo de la tasa de reemplazo—. Algo parecido ha ocurrido en Hungría o Rusia donde los gobiernos conservadores de Orban y Putin llevan ya más de una década ensayando políticas natalistas con un éxito cada vez más reducido. Y otro tanto se puede observar en los recientes desarrollos de las políticas de protección de la familia y la mujer en los todavía extensos Estados de bienestar del norte de Europa. En todos estos casos, que partían en ocasiones de posiciones bastante distintas, las ganancias en el índice de fertilidad han sido de unas pocas décimas, revertidas en su mayoría desde finales de la década de 2010.
El malthusianismo —y todos sus correlatos modernos como la sociobiología o la mayor parte del ecologismo occidental—, en tanto ideología burguesa que considera a los pobres tan estúpidamente incapaces como para siquiera hacerse cargo de su propia vida, empezando por su prole, se ha demostrado, una vez más, falaz. En la decisión de ser menos, y vivir mejor, hay algo de esa deserción que Bifo considera nuestra última esperanza.
- Véase su reciente libro Franco Berardi Bifo, Desertemos, Buenos Aires, Prometeo, 2024. ↩︎
- El fenómeno ha dispuesto de un seguimiento continuo en la prensa internacional. Es seguramente difícil saber el número de desertores rusos y ucranianos entre 2023 y 2025. Para los primeros se han barajado cifras de entre 300 mil y más de un millón de desertores, que habrían abandonado en muchos casos el país, sumándose a los más de diez millones de expatriados rusos repartidos por todo el planeta. Respecto de los ucranianos, parece que el fervor por la defensa patriótica ha sido bastante más limitado de lo que ha difundido la prensa europea: desde el primer año de guerra se ha presentado una creciente dificultad para incorporar hombres en edad militar al frente, muchos de ellos también emigrados y confundidos entre los varios millones de exiliados e inmigrantes. A finales de 2024, el gobierno ucraniano parece que había abierto más de 100 mil expedientes penales por deserción. ↩︎
- Véase bases de datos del Banco Mundial, Tasa de fecundidad total (nacimientos por mujer), series 1960-2023. ↩︎
- ONU. División de Población, Probabilistic Population Projections based on the World Population Prospects 2024. ↩︎
- Stein Emil Vollset et al., «Fertility, mortality, migration, and population scenarios for 195 countries and territories from 2017 to 2100: a forecasting analysis for the Global Burden of Disease Study», Lancet, núm. 396, 2020, pp. 1285–306 ↩︎
- Este fenómeno se manifestó con fuerza en la década de 1990 y 2000, tras las consecuencias del estallido de la gran burbuja inmobiliaria en 1991. Las grandes empresas japonesas dejaron de contratar entonces a recién licenciados, que según las pautas culturales del país, se vieron humillados y sumergidos en un proceso depresivo y de aislamiento característico de los hikikomori. ↩︎
- Véase, por ejemplo, algunos de los estudios de la OCDE: Yang, Y., H. Hwang and J. Pareliussen, «korea’s unborn future: lessons from OECD experience», OECD Economics Department Working Papers, núm. 1824, 2024; Choi, S., S. Ham., Y. Yang, and J. Pareliussen, «Women’s employment and fertility in South Korea: A literature review», OECD Economics Department Working Papers, núm. 1825, 2024. ↩︎
- Melinda Cooper, Los valores de la familia, Madrid, Traficantes de Sueños, 2023. ↩︎
- Aldous Huxley, Un mundo feliz, múltiples ediciones. ↩︎