En las zonas afectadas directa o indirectamente por la subida del agua, no solo el cuerpo de cada cual vive y sufre el miedo, el dolor y la rabia por el momento de excepción. También el cuerpo social padece contorsiones inesperadas. El País Valenciano ha sido desfigurado por la destrucción quién sabe durante cuánto tiempo, y en sus instituciones de autogobierno permanecen los responsables de la muerte de más de 200 personas. En esta hora para los valencianos, sin duda la más dura desde el fin del franquismo, es una tarea prioritaria estudiar las implicaciones políticas y sociológicas del acontecimiento para dilucidar qué lecciones nos proporciona lo ocurrido durante las últimas semanas en l’Horta Sud a quienes somos militantes de la democracia, la libertad y la justicia social. Junto al sufrimiento, la pérdida y el hastío, algo radicalmente nuevo podría estar emergiendo, una energía social bruta disponible capaz de concretarse políticamente en lo mejor y lo peor, pero inspiradora para todos aquellos que puedan ser sensibles a ella.
En momentos críticos como este, la interdependencia social que la cotidianidad invisibiliza se vuelve imposible de ignorar
La primera semana tras las inundaciones en l’Horta Sud, ante el panorama de caos e incertidumbre, el pueblo valenciano entra en régimen de efervescencia turbulenta. Tras la deserción por arriba del govern de la Generalitat Valenciana —pero también, en segunda instancia, de un gobierno central que delega responsabilidades en ineptos evidentes— se rompe el piloto automático que habitualmente hace predecible la vida social. La cercanía de la muerte para decenas de miles de personas y la certeza del abandono institucional —”no hay suficientes bomberos” en las primeras horas, “solo el pueblo salva al pueblo” en los días siguientes— cataliza la reflexividad política de todos los que vimos con espanto e incredulidad cómo el agua no dejaba de crecer hasta llevarse consigo la vida de familiares y vecinos. Fuimos obligados por el acontecimiento a evaluar a conciencia el impacto de la comunidad en nuestras vidas, cuáles eran los rostros de quienes pertenecían y no pertenecían a ella, y qué esperábamos de las instituciones que dicen representarla. No se trató de una reflexión teórica circunscrita a una élite de expertos en la “batalla cultural”, sino de un problema eminentemente práctico, como el de colaborar para mover una nevera en el fango, distinguir enseres recuperables de los perdidos o preparar paquetes de alimentos básicos para repartir. En momentos críticos como este, la interdependencia social que la cotidianidad invisibiliza se vuelve imposible de ignorar, y uno se pregunta cómo ha sido posible hasta entonces vivir encerrados en la esfera del hogar de cada cual, ajenos a quienes viven solo dos casas más allá. Esta reflexión forzosa provocó la descompresión violenta de virtudes y miserias sociales acumuladas. Hay quienes comprenden inmediatamente la excepcionalidad de la circunstancia —sin los demás no puedo, y los demás no pueden sin mí—, y hay quienes no solo sufren el miedo a la potencia destructiva del agua, sino también el miedo a la sociedad que ya sentían antes de la inundación. Se precipita así una politización acelerada pero inmanente, no referida a lo que uno ve por la tele sino a través de la ventana de su propia casa. Turbas racistas engendrando complicidad en las colas del supermercado, y al mismo tiempo, solo unos metros más allá, valencianos de bien acogiendo en sus casas al vecino marroquí que lo ha perdido todo porque, antes que ser inmigrante, es vecino. Un valenciano más.
Turbas racistas engendrando complicidad en las colas del supermercado, y solo unos metros más allá, valencianos acogiendo en sus casas al vecino marroquí que lo ha perdido todo
En estos primeros días, la ofensiva comunicativa de la extrema derecha arrecia. Se magnifican arbitrariamente cifras de muertos para que cunda el pánico, proliferan noticias falsas sobre progresistas saboteadores de presas y azudes, y se atribuye a hordas de extranjeros el saqueo nocturno e indiscriminado de supermercados y residencias. En las jornadas previas a la manifestación del 9 de noviembre, sentencia popular finalmente abrumadora a favor de la solidaridad, la moral de muchos de nosotros estaba por los suelos. Con el miedo de los primeros momentos aún en el cuerpo, los días pasaban como una sucesión inagotable de problemas con solución incierta, agotamiento físico y mental tras mucho trabajo sobre los hombros, y la sensación angustiante de la extensión local del fascismo. Esta no como motivo de preocupación abstracto que uno observa a través de la pantalla del móvil, sino como realidad concreta visible en la calle: cosplayers disfrazados de militares patrullando por las noches en quad, cruces de Borgoña y aguiluchos en las camisetas de algunos voluntarios, y vecinos que se retratan con el tono frívolo e idiota característico de la maldad. Pero en esa desolación, también y por doquier, chispazos de alegría. Si el pueblo es algo, es alegría, solidaridad y generosidad en rostros anónimos. Completos desconocidos que se convierten en compañeros atentos, unidos por la tarea ingrata de mover lodo, derribar puertas y arrastrar muebles. Vecinos que hasta entonces no tenían más relación que algún “buenos días” a veces esquivado, se funden en abrazos de comprensión íntima del dolor del otro. Cada partícula de vida que se descubre conservada y a salvo del agua, como los gatos callejeros que reaparecen como si nada extraordinario estuviera ocurriendo, son celebradas con más júbilo y nudos en la garganta. Hay algo excepcional y divino en el aire, como si las normas invisibles que nos obligan a desconfiar miserablemente de los demás se hubieran suspendido. A diferencia del Covid, a la DANA no se le hace frente encerrándose en casa y recelando de los demás, sino abriendo las puertas del hogar a una marea de voluntarios desconocidos que caminan kilómetros a diario para llegar a l’Horta Sud a prestar ayuda.
Hay algo excepcional y divino en el aire, como si las normas invisibles que nos obligan a desconfiar miserablemente de los demás se hubieran suspendido
Esta percepción, la de que se estaba tejiendo una complicidad intransferible entre quienes vivíamos manchados de barro y con las lumbares destrozadas por moverlo de un lado a otro, se me apareció esos días como el criterio más adecuado para explicar qué convierte a uno en parte del pueblo valenciano. Habiendo nacido en el extranjero y siendo de izquierdas, siempre he sentido solidaridad por la causa nacional valenciana, pero el tipo de solidaridad vivida con la ajenidad que uno tiene por luchas con las que simpatiza, sin ser interpelado directamente por ella por motivos de origen. Algo cambió durante esos días. La pertenencia al pueblo dejó de encontrar causa en el origen y la identidad para encontrarla en la voluntad y la solidaridad. El pueblo valenciano dejó de ser para mí una abstracción sostenida sobre motivos históricos que no me incluyen para convertirse en pura concreción tangible. El éxito de la palabra “voluntario” para designar el deseo de tantos de ayudar a otros no podría ser más afortunado, pues señala el hecho mínimo necesario para la emergencia de un pueblo: la existencia de una voluntad popular encarnada e inequívoca. En este caso, no la voluntad miserable de aspirantes a porteros de discoteca que dejan o no pertenecer al pueblo según la adecuación de cada cual a un estándar étnico, sino la voluntad popular más noble posible, la de entregarse a la ayuda de los demás por no poder permanecer indiferentes ante el dolor ajeno.
Los rostros militantes amigos que lograron ser políticamente operativos no fueron los de los think tanks progresistas engendrados por cayetanos de izquierda, sino los de las organizaciones populares
El pueblo no es un enunciado lingüístico, aunque de él puedan decirse cosas, y aunque decir cosas contribuya parcialmente a su formación. Pueblo no es solo algo que se dice, sino algo que se hace porque se siente. Pueblo es el movimiento organizado de cuerpos sensibles a un afecto común. Hay dos elementos cruciales en esta definición que explican la diversidad de modos políticos de construcción popular. Por un lado, el afecto común, que puede ser expansivo, solidario e incluyente, o identitario, receloso y excluyente. Y por el otro, el movimiento organizado. En la decantación política de la manifestación del 9 de noviembre, masiva y determinante protesta popular contra Mazón, contribuyeron más quienes tuvieron organización y logística para mover diez voluntarios a l’Horta Sud que quienes cosecharon decenas de miles de visualizaciones en Twitter iluminándonos sobre lo “problemáticas” que eran las consignas políticas de quienes estábamos en el terreno. La potencia fascista crucial no fue la de los bulos —cuyo impacto fue sobredimensionado por la propia lógica recalentada y autorreferencial de las redes—, sino la que pudo poner brazos, medios y lenguas viperinas legitimadas in situ mientras la izquierda de gobierno solo posteaba infografías impotentes en Instagram. Los rostros militantes amigos que lograron ser políticamente operativos y relevantes no fueron los de los think tanks progresistas engendrados por cayetanos de izquierda, sino los de las organizaciones populares ya previamente constituidas, con voluntarios comprometidos a hacer algo más que tuitear y oler las oportunidades de acumulación de capital social en las órbitas de los centros de poder. La organización es un hábito que no puede impostarse con discurso y del que muchos han decidido desentenderse por pensarlo como un lastre para la comunicación y los liderazgos. Como si organizarse, única arma históricamente eficaz del pueblo, fuera una forma caduca de hacer política, propia de otros tiempos. El castigo de quienes creyeron posible hacer política sin organización de masas es duro pero justo: la indiferencia del pueblo, la absoluta irrelevancia en un momento crítico para el País Valenciano y la España de la próxima década. No estuvieron, pero tampoco nadie les esperó.
La única práctica coherente con el tan repetido augurio de que se avecinan décadas de inestabilidad y crisis es aprender de lo que nos dice este momento concreto de inestabilidad y crisis.
La inundación de l’Horta Sud es un mensaje estridente para quienes estén dispuestos a escuchar. La excepcionalidad de la situación no debe ocultar lo que este acontecimiento nos dice sobre la constitución normal y cotidiana del poder. La única práctica coherente con el tan repetido augurio de que se avecinan décadas de inestabilidad y crisis es aprender de lo que nos dice este momento concreto de inestabilidad y crisis. No hay atajos ni alternativas a la organización para garantizar la seguridad del pueblo. No hay atajos ni alternativas a la organización para que se extiendan la solidaridad y la confianza en los otros. No hay atajos ni alternativas a la organización para frenar la proliferación del fascismo. Es la hora de poner en acción el músculo organizativo atrofiado tras décadas de neoliberalismo. Quienes no comprendan esto a tiempo serán barridos junto a futuros lodos en los años inciertos que tenemos por delante.