A la vista de los resultados de las elecciones legislativas francesas, la doble pregunta recurrente es: ¿cómo interpretamos lo que ha ocurrido?, y ¿qué lecciones podemos extraer? Al fin y al cabo Francia, con su Frente Nacional y el clan familiar de los Le Pen, constituye una suerte de laboratorio político para tratar de comprender cómo asciende y se consolida una fuerza política de extrema derecha a partir de la crisis de, vamos a llamarlo así, la hegemonía socialdemócrata en Europa durante la segunda mitad del siglo XX.
Es tentadora la lectura triunfalista: la unión de la izquierda en torno a un programa de mínimos para hacer frente a la extrema derecha funciona; no solo permite evitar la victoria electoral de la extrema derecha sino que además coloca a esa izquierda unificada en una posición ventajosa. Del otro lado, quienes venimos planteando que no se puede sustentar una estrategia política exclusivamente sobre la necesidad imperiosa de “frenar a la extrema derecha” en las convocatorias electorales, parece que nos quedamos sin argumentos. Hasta ahora, se diría, esa estrategia no ha funcionado muy bien, pero esta vez sí. Y por tanto hay que identificar por qué.
En estas elecciones la extrema derecha francesa conserva e incluso refuerza su capacidad de influencia
El problema, como trataremos de mostrar, es que es imposible explicar lo que ha ocurrido sin relativizar la victoria del Nouveau Front Populaire –Nuevo Frente Popular– y sin poner de manifiesto que, en realidad, la extrema derecha francesa conserva e incluso refuerza su capacidad de influencia.
Desde hace por lo menos veinte años la política francesa está condicionada por dos grandes fracturas. Ambas son explícitamente reconocidas, pues de hecho se han vuelto recurrentes los discursos institucionales que expresan una cínica preocupación por el riesgo de que se quiebre la “unidad” de la República Francesa como consecuencia de la exacerbación de las mismas.
Por un lado, la fractura provincias-grandes ciudades. No se puede establecer una analogía directa con el problema del “vaciamiento” español porque la población francesa está repartida de forma mucho más homogénea por todo el territorio. La Francia metropolitana tiene casi 65 millones de habitantes, y aproximadamente 20 millones viven en áreas metropolitanas de más de 1 millón de habitantes (París, Lyon, Marsella, Toulouse, Burdeos, Lille y Niza). La de París por sí sola alberga 11 millones de habitantes; la siguiente de mayor tamaño es la de Lyon, y tiene menos de dos millones de habitantes. El centralismo francés, y este relativo desequilibrio poblacional en favor de la región parisina, suponen que haya una enorme concentración de recursos en torno a París, y que, en relación a la capital, el resto de provincias resulten territorios secundarios. A otra escala, el esquema se repite en el resto del país en relación a los grandes núcleos urbanos de referencia. El campo francés no se está despoblando de forma comparable al vaciamiento del rural español, pero sí se han deteriorado las infraestructuras de transporte público (especialmente los trenes) y sí se percibe una desaparición de actividad económica local, que a su vez conduce al abandono. Esto hace imprescindible el uso del vehículo privado y el desplazamiento fuera del núcleo urbano, incluso en el caso de ciudades pequeñas –20.000 habitantes o menos–, para trabajar, acudir a una consulta médica, o realizar ciertas compras. Este es, descrito muy sucintamente, el contexto estructural en el que se fraguó la protesta de los gilets jaunes.
Los procesos de gentrificación, agravados por la presión del turismo (Francia, y en concreto París reproducen en cada gran ciudad el desequilibrio que existe entre la región parisina y el resto de provincias.
La segunda fractura se da, en el seno de las grandes ciudades, entre centro y periferia. Los procesos de gentrificación, agravados por la presión del turismo (Francia, y en concreto París, es el primer destino turístico a nivel mundial en número de visitantes), reproducen en cada gran ciudad el desequilibrio que existe entre la región parisina y el resto de provincias. El centro de las grandes ciudades francesas es un gran decorado para el consumo y las finanzas, y la vida real se desarrolla en densas y vastas periferias (banlieues). En muchos de estos barrios y municipios periféricos es donde se concentra la población migrante, además de la población francesa no blanca, con una palmaria relación directa entre el nivel de desatención y abandono y la proporción de población migrante o no blanca. Esta fractura es mucho más conocida, porque los medios cubren las revueltas de las banlieues y el cine las ha hecho icónicas, de La Haine a Les Misérables).
Estas dos fracturas están interrelacionadas, y la presión especulativa sobre el mercado inmobiliario es la correa de transmisión fundamental que las conecta. Los precios prohibitivos de viviendas minúsculas y/o mal situadas, inflados aun más por el negocio del alquiler turístico, incentivan la búsqueda de vivienda de mayores dimensiones cada vez más lejos, pero eso distorsiona el mercado inmobiliario que se amplía para lugares cada vez más distantes, lo que a su vez dificulta la continuidad y el relevo del tejido económico local.
Ambas fracturas, que tienen un recorrido histórico mucho más amplio, se han vuelto determinantes porque, desde hace algo más de dos décadas, el Estado francés mantiene una política deliberada de desmantelamiento de los recursos, las infraestructuras y los mecanismos “republicanos” que las atenuaban o compensaban estas brechas.
Identificamos dos grandes razones que explican esa política. Por un lado, la crisis de la hegemonía socialdemócrata y un cambio de paradigma en política económica: estos contrapesos republicanos se sostenían con recursos públicos, pero el gasto del Estado ya no es considerado una inversión sino una pérdida, así que con arreglo al nuevo criterio técnico-económico estos contrapesos dejan de ser defendibles. Por otro, la crisis ideológica del propio republicanismo francés, pues es una evidencia vital y un hecho sociológicamente contrastado que, en última instancia, la vocación republicana fracasa en su intento, y reproduce las estructuras de desigualdad asentadas sobre la clase y la raza.
Los partidos políticos que podemos llamar liberales se benefician claramente de esa posición de fuerza de la extrema derecha, utilizando la política de cordón sanitario como fuente de legitimidad adicional
El racismo francés, por tanto, es al mismo tiempo un producto transversal de estas facturas y una distorsión de las mismas. Es un producto porque, efectivamente, de estas dos fracturas, y del modo en el que han sido deliberadamente reproducidas, se deriva la transformación de ciertas banlieues en guetos, y una sensación explícita de agravio comparativo para muchos franceses no blancos que, a pesar de las promesas de libertad, igualdad y fraternidad, son ciudadanos de segunda. Es una distorsión, sin embargo, porque existe cierta tendencia a centrar el debate político sobre el racismo, y particularmente sobre la islamofobia, creando un marco discursivo en el que las dos fracturas fundamentales que acabo de presentar quedan desdibujadas, distorsionadas bajo la dicotomía nativo/extranjero, y en el que la extrema derecha se siente muy cómoda.
La extrema derecha, de hecho, se alimenta de estas dos fracturas, y de este modo se ha consolidado a nivel local desde hace ya mucho, especialmente en provincias. Por otra parte, los partidos políticos que podemos llamar liberales, ya sean la derecha de tradición gaullista en sus diversas siglas o el Partido Socialista francés, se benefician claramente de esa posición de fuerza de la extrema derecha, utilizando la política de cordón sanitario como fuente de legitimidad adicional.
La dinámica establecida y consolidada es que, frente al agravamiento de ambas fracturas, la extrema derecha (desde el poder local) y liberales de distinto pelaje (desde el poder estatal, legislativo o ejecutivo) se responsabilizan mutuamente de un deterioro que interesa a ambos porque les permite conservar su posición. Los partidos que articulan mayorías en la Asamblea Nacional y que participan en el Gobierno francés se escudan en que allá donde la extrema derecha es mayoritaria a nivel local no se puede hacer nada. La extrema derecha local, por su parte, deja que los problemas se enquisten, que las infraestructuras se degraden, que lo que está deteriorado acabe por pudrirse, y con eso alimenta el descontento que causan las políticas estatales.
Se están produciendo algunos fenómenos como la radicalización neocon (o peor) de la derecha gaullista de Sarkozy en adelante, el colapso del Partido Socialista, y la llegada a la presidencia de un tipo como Macron, que consigue también mayoría en la Asamblea Nacional y por tanto controlar el Ejecutivo, con un desempeño político demencial. A este marco habría que sumar los escándalos (Benalla, Darmanin), los absurdos (el Servicio Nacional Universal), la actitud frente a las reivindicaciones de los territorios de ultramar (Guadalupe y las Antillas francesas, Mayotte, Kanaky), la política desastrosa en relación con la selección y designación de docentes en centros educativos… Todo ello produce la imagen de conjunto de una praxis gubernamental autoritaria tanto en el contenido (a menudo en línea con la agenda de la extrema derecha) como en la forma (a golpe de decreto).
Esta es la situación en la que Macron disuelve una Asamblea Nacional por la que ya apenas pasaba porque no tenía capacidad para articular una mayoría parlamentaria. El resultado de las elecciones legislativas supone la polarización de las posiciones previamente existentes, frente a las cuales Macron se encontraba en relativa minoría.
A un lado, el Nouveau Front Populaire, una coalición constituida a toda prisa, con un objetivo puramente negativo, y que ha ganado en parte gracias a la retirada de candidatos del partido de Macron en segunda vuelta, no tiene realmente un programa de gobierno ni la estructura para defenderlo.
Al otro, el Rassemblement National (antes Front National), en realidad tiene una posición de fuerza porque conserva su capacidad de presión, pues ha incrementado su presencia parlamentaria, puede hacer valer el hecho de que ha sido el partido más votado, y además, al no tener opción de formar gobierno, sigue disponiendo de la excusa perfecta para echar balones fuera y encubrir sus responsabilidades como fuerza política hegemónica a nivel local.
El resultado electoral reproduce nuevamente el reparto de roles entre derecha liberal y extrema derecha, colocando esta vez a una coalición política de izquierda en una posición complicada, pues puede ser considerada responsable de todo sin tener realmente poder para hacer nada
En principio esto coloca a Macron en una situación más difícil, porque pierde escaños y se abre la posibilidad de articulación de una nueva mayoría que de pie a una situación de cohabitación, en la que la Presidencia de la República y el Gobierno no están bajo control del mismo partido. Pero la combinatoria parlamentaria no es sencilla, y la coalición electoral macronista (Ensemble) podría ocupar un lugar estratégico como bisagra, presionando a uno y otro polo; a este respecto, parece que del lado del Partido Socialista el Nouveau Front Populaire ya comieza a hacer aguas. Por lo tanto, el resultado electoral reproduce nuevamente el reparto de roles entre derecha liberal y extrema derecha, colocando esta vez a una coalición política de izquierda en una posición complicada, pues puede ser considerada responsable de todo sin tener realmente poder para hacer nada.
En el caso concreto de Francia, lo cierto es que en los últimos años se han ido consolidando realidades gravísimas, en términos de represión política y social, de autoritarismo institucional, de brutalidad policial, de impunidad
Da la sensación de que la aparición y consolidación de partidos de extrema derecha en otros países europeos puede llevarnos a entrar en dinámicas políticas parecidas, que habría que tratar de evitar. En este sentido, y más sabiendo cuál es el rol del emporio mediático de Vincent Bolloré en Francia, es fundamental tener en cuenta cómo los medios de comunicación dotan de visibilidad a estos partidos emergentes, dándoles la posibilidad de hacerse un hueco electoral. Igualmente importante es que los medios alternativos no asuman ese marco discursivo, porque lo retroalimentan y refuerzan su realidad. Un marco de este estilo tiene la tendencia inherente a la descripción minuciosa, acumulada, de incidentes y situaciones que, aunque graves, no dejan de ser representados como acontecimientos puntuales, como ejemplos aislados que se suceden, pero que no quedan articulados por un análisis integral de la situación. Así, cuando se alerta del riesgo de que la extrema derecha llegue al poder, lo que se representa como riesgo es una generalización, totalmente irreal, de ese conjunto de hechos.
En el caso concreto de Francia, lo cierto es que en los últimos años se han ido consolidando realidades gravísimas, en términos de represión política y social, de autoritarismo institucional, de brutalidad policial, de impunidad… realidades que son sin duda propias de regímenes de extrema derecha. Porque la extrema derecha francesa, sin ser mayoritaria, se aprovecha de un contexto que le proporciona un enorme poder.
El trasfondo sociológico que ha hecho posible que eso ocurra, que ha generado un vacío político en el que la extrema derecha parece no encontrar ningún límite, se materializa en realidades prácticas, cotidianas, que tienen que ver con las dos grandes fracturas que he descrito, y que están totalmente normalizadas, incluso ante los ojos de quienes han votado por el Nouveau Front Populaire. Por desgracia, una coalición creada contrarreloj para concurrir a unas elecciones anticipadas no es el tipo de organización política con capacidad para definir y materializar una estrategia que atienda a estas fracturas y articule soluciones para superarlas.