Hablar de «fin» o de «cambio» de ciclo se ha convertido ya en un lugar común en la izquierda española. Como todas las expresiones que se popularizan, expresa una verdad obvia e inapelable: la situación política ha cambiado con respecto de la fase anterior. El problema es que rara vez se concreta lo que ha cambiado, salvo para naturalizar el proceso: hemos pasado de un animado verano a un largo invierno. Como decía el Eclesiastés, se asume que «todo gira y cambia», pero sin explicar claramente el proceso que conduce a esta alteración climática, la cual sería la precondición para un balance estratégico que permitiese preparar nuevas batallas. La izquierda progresista no es «negacionista» del cambio de ciclo, pero su actitud recuerda a los que intentan explicar el cambio climático sin analizar el papel del modo de producción capitalista: nominar los efectos sin abordar radicalmente las causas.
En este texto, se prueba a discutir el marco de «revolución pasiva» formulado por Antonio Gramsci para explicar el proceso por el cual el impulso destituyente que se desplegó en España tras la crisis de 2008 ha terminado integrado en el orden del régimen que aspiraba a derribar. La formulación de este marco nos permite analizar también la nueva coyuntura. La particularidad de esta deriva está en que, en nuestra opinión, hay causas de fondo que convierten este intento de «revolución pasiva» en algo fallido e incompleto, lo que no implica que este proceso no tenga efectos reales. Partiendo de esta hipótesis, se tratará de clarificar lo que significa el concepto de «revolución pasiva» para el pensador sardo, para posteriormente adentrarnos en el análisis del ciclo español, extrayendo una serie de conclusiones políticas que nos permitan abordar desde cierto «realismo activista» la nueva fase política.
El concepto de revolución pasiva en Gramsci
Gramsci es el gran pensador de la derrota del movimiento obrero tras el ciclo revolucionario de Octubre. Lo hace partiendo de referencias a veces lejanas a la historia italiana, pero con el objeto de desarrollar la idea de que, en pro de su estabilización, el capitalismo es capaz de dotarse de nuevas articulaciones en el terreno de la hegemonía política, un planteamiento que choca con las tendencias neocatastrofistas presentes en la Internacional Comunista:
Tanto la «revolución-restauración» de Quinet como la «revolución pasiva» de Cuoco expresarían el hecho histórico de la falta de iniciativa popular en el desarrollo de la historia italiana, y el hecho de que el «progreso» tendría lugar como reacción de las clases dominantes al subersivismo esporádico e inorgánico de las masas populares con «restauraciones» que acogen cierta parte de las exigencias populares, o sea «restauraciones progresistas» o «revoluciones-restauraciones» o también «revoluciones pasivas».
En ese sentido, la revolución pasiva sería un proceso de «conservación-innovación»
En ese sentido, la revolución pasiva sería un proceso de «conservación-innovación», que puede dar lugar a una pasivización de corte progresivo o de corte reaccionario, pero siempre marcada por un límite que expresa explícitamente Gramsci: «Sin por ello tocar (o limitándose solo a regular y controlar) la apropiación individual y de grupo de la ganancia». En ese sentido, como destaca Massimo Modonesi, «el lugar o el momento estatal es crucial a nivel táctico, ya que recompensa la debilidad relativa de las clases dominantes». Por lo tanto, la nueva hegemonía no se establecería reproduciendo de forma fotográfica la vieja formula anterior, porque «el movimiento histórico no se vuelve nunca hacia atrás y no existen restauraciones in toto». Como el mismo aclaraba, se trataba entonces de definir si «en la dialéctica «revolución-restauración» es el elemento revolución o el de restauración el que prevalece». Este proceso, sin duda, es convulso y está lleno de conflictos, pero con un objetivo claro: «La clase tradicional dirigente […] hace incluso sacrificios, se expone a un futuro oscuro con promesas demagógicas, pero conserva el poder, lo refuerza por el momento y se sirve de él para aniquilar al adversario y dispersar a su personal de dirección».
La revolución pasiva es un resultado distorsionado de la lucha de clases: la clase dominante puede incorporar algunas demandas de los subalternos, pero a coste de desactivar su capacidad de iniciativa y de ejercicio del poder. Existen causas estructurales para ello, ya que «los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes, aun cuando se rebelan e insurgen»y la «no superación» de las mismas es lo que define la aparición de la revolución pasiva, en oposición a la revolución activa. Sin la superación de estado de «subversivismo inorgánico», las clases populares estarán condenadas a «la absorción de los elementos activos surgidos de las clases aliadas, e incluso de las enemigas. La dirección política se convierte en un aspecto del dominio, en la medida en que la absorción de las élites de las clases enemigas, conduce a la decapitación de estas y a su impotencia».
En ese sentido, una revolución pasiva va siempre acompañada de un proceso de transformismo por parte de una facción dirigente de las clases subalternas, que pasa a integrarse también de forma subalterna en el restablecimiento de la hegemonía de la clase dirigente. Como buen marxista, relacionaba estos cambios políticos con modificaciones en la organización social del capital:
La revolución pasiva se verificaría en el hecho de la transformación de la estructura económica de modo reformista, de individualista a planificada (economía dirigida) y en el surgimiento de una «economía media»,entre la individualista pura y la planificada en sentido integral, que permitiría el paso a formas políticas y culturales más progresistas sin cataclismos radicales y demasiado destructivos.
Estamos ante un proceso profundo que opera como respuesta de la clase dominante a la crisis permanente
En ese sentido, la pasivización de las clases subalternas significa también un proceso de corporativización que «que hasta ahora ha impedido al proletariado occidental organizarse en clase dirigente», provocando que «el grupo portador de las nuevas ideas no sea el grupo económico, sino la capa de los intelectuales». En definitiva, estamos ante un proceso profundo y de largo recorrido, que opera como respuesta de la clase dominante a la crisis permanente mediante el cual desarrolla su poder de disgregación de las tesis adversarias.
Una vez hemos puesto sobre la mesa las principales características del concepto de «revolución pasiva» en Gramsci, podemos tratar ahora de aplicarlo al ciclo político español, delimitar sus niveles de «conservación-innovación», así como de posible perdurabilidad. El marco de la revolución pasiva nos lleva a plantearnos la pregunta gramsciana: «¿En qué formas lograron los moderados establecer el aparato de su dirección política?».
El largo ciclo español y sus vectores
Desde la crisis de 2008, el ciclo de movilización social y política español generó varios tipos de movimientos disruptivos, que ponían en cuestión el orden político surgido del pacto de 1978. En realidad, pese a formar parte del mismo ciclo largo apreciamos diferencias sustanciales entre ellos. Esquemáticamente, podríamos nombrar cuatro grandes olas:
- La ola 15M-mareas, en la que grandes capas de las clases medias, trabajadoras y populares, expresan su malestar en las calles, con diversas formas de acción enlazadas a un proceso internacional que va desde las revoluciones árabes hasta las huelgas generales en Grecia. Esta ola da inicio a una crisis orgánica en el Estado español. En cualquier caso, la crisis no llega a ser una crisis de Estado ni a poner en cuestión seriamente el régimen político, pero es «orgánica» porque escinde a amplios sectores de la población de sus partidos tradicionales, reduciendo el margen de maniobra del bipartidismo.
- La fase Podemos-muncipalismo. En esta fase, la mayoría de la generación activista, pero también sectores de las clases populares, apostaron por un asalto institucional que terminó con un rotundo fracaso en el terreno rupturista y en la conformación de una nueva clase política renovada, que hoy forma parte, de forma subalterna, de la gobernanza estatal y de la nueva clase intelectual que la sostiene.
- Un largo ciclo independentista catalán, que partiendo de la imposibilidad de reformar el Estatut de Autonomía surgido de la Transición, se embarca en un proceso que culmina con el referéndum desobediente y popular del 1 de octubre de 2017. La derrota de este proceso abre paso a una nueva fase en la que se combina la agonía del independentismo con la búsqueda de una salida transformista que restablezca los clásicos equilibrios sobre los cuales se sostiene el régimen territorial español.
- Un proceso de movilización posterior de carácter internacional, previo a la entrada en el gobierno de la coalición liderada por Podemos, marcado por las demandas feministas y ecologistas que apuntaban al fondo de la lógica sistémica, pero cuyo límite estructural está en la vuelta a la lógica de las «demandas» y la presión al gobierno.
Esta enumeración esquemática nos permite comprender una serie de cuestiones a la hora de analizar el proceso transformista llevado a cabo por las fuerzas surgidas de la crisis de 2008 y sus mutaciones a lo largo de diferentes momentos. En primer lugar, estas fases nunca llegan a coincidir en el mismo espacio-tiempo. Cuando Podemos irrumpe, la movilización del 15M llevaba tiempo agonizando; cuando las movilizaciones feministas y ecologistas irrumpen, no suponen (pese a su indudable carácter progresivo) un reimpulso que permita rearmar un bloque político anti-régimen, antes bien acompañan de alguna forma la conformación de un nuevo bloque progresista liderado por el PSOE y con la participación de las fuerzas políticas surgidas del ciclo de movilizaciones anterior. El ciclo independentista catalán, pese a su fuerte trasfondo democratizador, es incapaz de generar una reacción similar en el resto del Estado, y acaba condenado al aislamiento y a la derrota, previo paso a una renegociación de su integración en la gobernabilidad del Estado.
En segundo lugar, estas fases del ciclo reconfiguran inicialmente el sistema de partidos, pero a medida que su impulso se apaga, van produciendo dos bloques estancos que reproducen los marcos políticos anteriores. Hace una década, el parlamentarismo español se sostenía sobre un bipartidismo, en el cual dos grandes maquinarias (el PP-derecha y el PSOE-centro izquierda) dominaban el terreno electoral de forma abrumadora, oscilando entre mayorías absolutas y cuasi mayorías, sostenidas puntualmente por partidos nacionalistas catalanes y vascos de derechas. Hoy ese panorama se ha reconfigurado, con el PP y el PSOE respectivamente por debajo del 30 % de los votos, y necesitando siempre para gobernar a partidos situados, al menos en el terreno discusivo, a su derecha y a su izquierda, configurando una política de bloques estable y definida, pero sometida a ciertas tensiones internas. No obstante, si la gran expresión política de la crisis política provocada por el 15M fue la crisis del bipartidismo, en las últimas elecciones de 2023 el bipartidismo (PP-PSOE) ha salido notablemente reforzado, acaparando el 65 % de los votos frente al 49 %, 45 %, 56 % y 51 % de las pasadas convocatorias.
El surgimiento de VOX ha conseguido agrupar el descontento de sectores duros del electorado derechista, frente al auge del feminismo, el ecologismo y el independentismo catalán
En tercer lugar, la reconfiguración resultante del ciclo español no solo ha afectado a su ala izquierda. En la derecha, el PP, partido heredero del sector conservador del franquismo lo suficientemente inteligente como para adaptarse a la «modernización democrática», ha perdido el monopolio de la representación exclusiva de la derecha. Primero surgió Ciudadanos, una formación liberal con pretensiones centristas, que acabó devorado por sus propios errores tácticos, pero también por la tendencia global a la polarización, que liquida estos espacios políticos y los sustituye por partidos de extrema derecha. El surgimiento de VOX responde a este fenómeno, adaptado a la idiosincrasia española: mas ultra-conservador que populista, más nacional-católico que rupturista, ha conseguido agrupar el descontento de sectores duros del electorado derechista, frente al auge del feminismo, el ecologismo y el independentismo catalán, agitando los pánicos morales de las viejas clases medias.
Algunas causas del proceso pasivizante
Si nos centramos en el rol de las fuerzas que nacieron impulsadas por la voluntad de impugnar el sistema vigente, existen dos extremos en la búsqueda de las explicaciones de este proceso de restauración del orden. La primera, típica de la extrema izquierda, hace hincapié en la «traición de las direcciones políticas», en concreto, en la irrupción de Podemos. Según esta tesis, el proceso ascendente de las luchas en la calle se habría visto cortocircuitado por la aparición de un partido que desvió unas energías sociales dispuestas a llevar el proceso hasta el final. La otra explicación, simétrica a la anterior, y muy querida por las direcciones de los partidos integrados en el bloque progresista, tiende a poner el acento en la idea de la debilidad estructural del ciclo social, como si se tratara un proceso inevitable con un resultado inexorable. «Llegamos hasta donde podemos» o «hacemos lo que podemos con los votos que nos da la gente» son dos de las expresiones favoritas de los nuevos políticos profesionales y sus acólitos.
Estas explicaciones resultan bastante insatisfactorias. La primera («la traición de las direcciones») tiende a representar el clásico paroxismo izquierdista que oblicúa las preguntas claves: ¿por qué surge Podemos y no un partido de otras características, nítidamente revolucionarias? ¿Por qué los sectores rupturistas en el seno del bloque institucional fueron derrotados? La única respuesta posible es que había muy poco revolucionarios y que estos «no tenían la estrategia correcta». En todo caso, ¿por qué las organizaciones con la presunta «estrategia revolucionaria correcta» no se fortalecieron en este proceso? La segunda explicación, basada en la debilidad del movimiento social, no responde a una pregunta obvia: ¿por qué, si la intención era llegar más lejos y el factor clave era la fortaleza del movimiento social, no se dedicaron los esfuerzos centrales a su reforzamiento? ¿Por qué, si el movimiento social era débil y a la vez es fundamental para abordar las necesarias transformaciones, estos partidos optaron por entrar en los gobiernos sin tener asegurada la retaguardia?
Una vez descartada, sin embargo, la versión más estrecha de este relato, aparece una parte de verdad. Si entendemos la dirección política como una combinación de los rasgos y cualidades de los grupos dirigentes con el nivel de radicalidad, autoorganización y autonomía de la fuerza social que los sostiene, podemos empezar a encontrar ciertas respuestas. El proceso transformista de las fuerzas políticas que protagonizaron el ciclo político español no fue instantáneo. Fue un proceso mediado por la lucha política (las batallas fraccionales en el interior de los partidos, entre los sectores rupturistas y los transformistas), por la debilidad de los equipos dirigentes (hablamos de una rearticulación política acelerada, incapaz por sí misma de superar el proceso de derrota histórica que todavía pesa sobre el movimiento obrero) y por factores internacionales (la capitulación de Syriza y el cierre del ciclo europeo).
Por supuesto, el proceso podría haber sido otro. Apoyándose en el fuerte impulso de la fuerza social surgida del 15M, Podemos podría haber apostado por diseñar un gran partido de oposición al régimen, que, mediante un trabajo paciente de inserción, hubiese ampliado y diseñado una guerra de posiciones a largo plazo. No faltaban, al contrario de lo que ahora puede parecer, elementos en los que apoyarse: los primeros círculos de Podemos tenían una composición mucho más popular que el primer 15M, capaces de atraer incluso a sectores descontentos con las estructuras anquilosadas del movimiento obrero. Sin embargo, la dirección de Podemos optó por apoyarse en una hipótesis que ha resultado errónea (el rápido asalto a los cielos por la vía electoral), dentro de la cual todo este sector popular no era más que una inerte masa de maniobra, abriendo el paso a la hegemonía de los sectores de clase media y a sus aspiraciones transformistas. Lo interesante es entender las bases materiales de este proceso.
Este proceso se apoyó en la conformación de una nueva clase política, entendida en un sentido amplio. Una nueva capa de políticos, que de otra forma habrían tenido que pasar por el arduo trabajo de convertir sus licenciaturas devaluadas en una posición social, se consolidó como una nueva casta profesional. Pero esta fracción social no pudo sostenerse sin la concurrencia de dos procesos paralelos: una cierta renovación generacional de la intelectualidad tradicional ligada a la comunicación y a la academia, y la estatización de amplios sectores de los movimientos sociales, ligados a los proyectos, subvenciones y profesiones típicamente vinculados al campo progresista. Estas posiciones tienen una función social específica concentrada en la estabilización, contención o ralentización parcial de la crisis social, acompañada de una pasivización de las clases subalternas.
Más allá de la ideología
Este proceso transformista y conservador no es simplemente ideológico, antes bien se inscribe en la dinámica real y contradictoria la formación social española. En la sociedad pospandémica actúan tendencias a la despolitización, al tiempo que otras que apuntan en dirección contraria. En los últimos años se ha producido un giro molecular hacia la derecha de amplias capas de la población, junto con la consolidación de nuevas identidades sexuales y de género entre un sector de la juventud. La integración de una capa de activistas en la gobernabilidad capitalista ha ido acompañada (y esta es la principal característica del gobierno progresista) de la vuelta a la concertación social y a un renovado papel político, en clave conservadora, de los sindicatos. La política internacional, en un mundo donde el internacionalismo parece vivir una crisis terminal, condiciona la política nacional hasta límites insospechados. La guerra de Ucrania y el cambio climático provocan reacciones aparentemente contradictorias, como el miedo a los cambios, la incertidumbre y cierto hedonismo vacacional en las cada vez más menguadas capas de la población que pueden permitírselo. La inflación se come buena parte del salario de la clase trabajadora, vivir en las grandes ciudades de alquiler se ha vuelto una tortura, los servicios públicos han entrado en una fase de degradación sin freno, pero las cifras del paro (eterno drama estructural del mercado de trabajo español) se mantienen a niveles aceptables para una parte importante de la población. Amplios sectores de la población están en proceso de proletarizarse, como por ejemplo, el personal sanitario. Una capa importante, que se amplía año tras año, vive fuera de la representación de la sociedad oficial: proletarios que rotan laboralmente, trabajadores del sector industrial que no existen ni para la izquierda de Madrid y Barcelona, migrantes que se hacen evangélicos. Y sin embargo, el Estado busca construir nuevos nichos de estabilidad: hoy varias generaciones de licenciados universitarios vuelve a optar de nuevo por las oposiciones para ser funcionario. En definitiva, el transformismo progresista se sostiene sobre el núcleo que, de alguna forma, ha conseguido reiniciar su integración en la clase media, mientras que pasiviza a los sectores más precarizados de la sociedad y sostiene su legitimidad sobre el espantajo del «miedo a la derecha».
En una década hemos pasado de aspirar a «derribar el régimen del 78» a situarnos en una posición estructuralmente defensiva
Esto genera un estado de ánimo en el que ya ni siquiera los más fanáticos o cínicos seguidores del progresismo se creen los cantos de sirena de la «ilusión», «el cambio» y «las transformaciones sociales». El único argumento que ha permitido al centro izquierda evitar el derrumbe y sacar fuerzas de su flaqueza ha sido la existencia de Vox y el miedo de buena parte del electorado a que esta opción política pudiese estar en el gobierno. No se trata de minusvalorar ese instinto de supervivencia: se trata de comprender las causas y el proceso que ha llevado a que hayamos pasado en una década de aspirar a «derribar el régimen del 78» a situarnos en una posición estructuralmente defensiva.
Aunque el gobierno progresista ha sido muy pobre en el terreno de las transformaciones sociales y políticas, dedicando sus esfuerzos a «pacificar» y estabilizar el orden constitucional, en vez de buscar algún tipo de confrontación con las clases dominantes que permitiese generar una situación en clave ofensiva para la clase trabajadora, eso no significa que su política no haya tenido efectos sobre lo que llamamos «conciencia activa» de las clases populares.
Hay, sin duda, razones de fondo que explican este «reformismo sin reformas». El gobierno ha intentado compensar la falta de política estructural con una intensa agenda mediático legislativa: pero, como ya se sabe, es mucho más fácil para una socialdemocracia agotada sacar leyes que hacer reformas. El contexto económico del centro capitalista ya no es de crecimiento, y la tendencia a la caída de la rentabilidad, que no encuentra salida en una gran crisis purificadora, impiden grandes operaciones redistributivas dentro del modo de acumulación capitalista. Siendo cierto, el gobierno del PSOE-UP ha sido incapaz de tomar ninguna medida profunda que palíe la caída general del poder adquisitivo de la clase trabajadora, cuyo salario se ve reducido mes a mes por una inflación que durante 2022 alcanzó picos del 10 %, mientras que la media de los aumentos salariales se situaban apenas por encima del 2 %. La famosa reforma laboral de Yolanda Díaz, no derogó las medidas más lesivas impulsadas por los gobiernos anteriores, en concreto, la protección en caso de despido. De otra parte, el gobierno ha aumentado un 25 % el presupuesto militar por orden de la OTAN, alineándose completamente con la política exterior del imperialismo norteamericano y abandonando reivindicaciones históricas de la izquierda como el derecho de autodeterminación del pueblo saharahui, a lo cual se suma su posición cobarde y cómplice con el colonialismo israelí ante el genocidio cometido en Gaza. También ha mantenido una política extremadamente racista en las fronteras, con varios escándalos en la frontera con Marruecos y casos graves de violencia y muertes de migrantes provenientes de África: en un ejemplo de cinismo, Pedro Sánchez ha mostrado su complicidad explicita con Meloni en este terreno.
Los escasos logros que puede exhibir el gobierno, como la ley trans y la mejora de los permisos de paternidad son más bien excepciones
El gobierno ha mantenido la edad de jubilación a los 67 años, lo cual, en uno de esos casos en donde política y cinismo se entrecruzan sin ningún tipo de vergüenza, no fue obstáculo para que los ministros de izquierdas aplaudiesen las movilizaciones francesas con las que la clase obrera se oponía al aumento de la edad de jubilación a los 64 años. Los fondos europeos y el famoso keynesianismo verde, que iban a cambiar Europa para siempre, porque presuntamente se habían aprendido las lecciones de la pandemia, solo han servido para maquillar y engordar las cuentas de las grandes empresas, especialmente eléctricas. Los millones de euros del rescate bancario de 2008 no se han devuelto. Los escasos logros que puede exhibir el gobierno, como la ley trans y la mejora de los permisos de paternidad, no son por supuesto cuestiones menores, pero el hecho de que sean más bien excepciones revela el carácter conservador y pasivizante del «gobierno más progresista de la historia», según una expresión que ya es de uso común de forma irónica.
Este es el balance en crudo de la legislatura progresista: nadie espera que una nueva legislatura vaya a ser más «transformadora» que esta. La cuestión es, en un panorama sin transformaciones estructurales, qué efecto y cuánto tiempo durarán los parches temporales que el progresismo ha introducido para establecer esta situación de impás.
La evolución de la sociedad española apunta a la ampliación de las bolsas de precariedad y pobreza, pero si queremos huir de una visión «catastrofista», debemos entender que este proceso es históricamente contradictorio, desigual y que porta contra-tendencias en su desarrollo. Eso significa que existe una creciente masa empobrecida excluida de la sociedad oficial y de las estructuras de la izquierda y de la derecha, carentes de representación política, que se dotan de formas de socialización propias, aunque sean inducidas por arriba. Es el caso e la relación entre iglesias evangélicas y sectores del proletariado migrante. Este fenómeno (nos referimos, obviamente, a la ampliación y consolidación de bolsas de trabajadores marginados por la sociedad oficial) se amplia también a los trabajadores nativos, sobre todo en zonas que sufren una desindustrialización y abandono territorial crónicos (algunas zonas de Andalucía y Extremadura, el olvidado Mezzogiorno español, son un buen ejemplo de ello). Esto convive con una amplia capa de trabajadores, pero también de autónomos o falsos autónomos, muchos de ellos de origen migrante, en la industria, la logística y el sector servicios, que ve empeorar progresivamente sus condiciones de vida pese a vivir en sociedades opulentas. Este sector conforma la «moda» de la clase obrera (en el sentido de ser la situación que más se repite), pero está muy atomizado en el terreno organizativo: la clase obrera posee cierta capacidad sindical en la industria, pero es débil en servicios, por destacar una tendencia conocida.
Sin embargo, estos sectores están lejos de ser el núcleo sobre el cual se sostiene el consenso progresista. Los sectores de las clases medias tituladas, aspirantes a funcionarias y potencialmente hereditarias han encontrado un nuevo acomodo en el impás progresista. La generación política que protagonizó el ciclo de luchas anterior, cansada y ligeramente cínica, busca su acomodo en la vida familiar, las abundantes plazas públicas ofertadas, la financiación cortoplacista de los fondos europeos, y la perspectiva de las herencias familiares. Este núcleo es el que marca la dinámica del debate público y su pasivización está acompañada de la marginación de la vida política de las facciones sociales no representadas a las que hacíamos mención más arriba. Junto con el núcleo sindical representado por CCOO-UGT y ese millón de asalariados aristocratizados, encantados de la vuelta al consenso social y a las mesas patronales, forman el núcleo que sostiene el transformismo progresista. Este segmento social es capaz de indignarse moralmente por todo tipo de asuntos, pero es extremadamente conservador en el terreno de las transformaciones políticas: cualquier cambio aparece, para esta numerosa fracción social, como una posible perdida de su posición relativa.
Las débiles bases de esta revolución pasiva fallida
El debate político en el campo progresista se ha desplazado hacia los marcos que permiten la autoreproducción en el poder de su precaria coalición electoral. Esta reorientación política pasa por reequilibrar, dentro del marco constitucional y lejos de cualquier veleidad transformadora, los equilibrios que permiten a su núcleo seguir jugando un rol protagónico, mientras mantienen la pasividad de los sectores subalternos. Si hablamos de «revolución pasiva fallida» es precisamente porque la revolución pasiva no implica un simple equilibrio temporal: implica un cambio que, sin tocar el motor del sistema, asuma transformaciones que permitan una nueva articulación para un largo periodo histórico. Es en este punto donde se revelan con facilidad los límites del proceso progresista español, especialmente en torno a tres grandes crisis irresueltas que seguirán irrumpiendo en los próximos años.
La particularidad española en el terreno de la cuestión nacional, especialmente presente en Catalunya, Euskal Herria y Galicia obliga al campo progresista a mantener equilibrios constantes, pero que no es capaz de suturar. Aísla a la derecha, cuyo españolismo fanático le permite recoger votos en España a costa de perderlos en las nacionales sin Estado. A su vez, los independentismos sufren la derrota del Procés catalán y su propia crisis estratégica, que les lleva a buscar su propio camino «transformista», para reintegrarse en el marco constitucional español. El conflicto parece desplazarse del terreno democrático-decisionista al terreno duro de la política fiscal y las competencias: los próximos años van a ser los de una competencia desaforada entre las comunidades autónomas para mejorar su posición relativa respecto de las demás, generando tensiones que tendrán repercusiones en las aritméticas que posibilitan la gobernabilidad.
En un contexto de largo estancamiento económico, la reestructuración global implicará nuevos ajustes a la hora de normalizar la situación española
La segunda gran crisis tiene que ver con los efectos de la crisis global en España y su posición en el mercado mundial. País de tercer rango, España forma del club de soldados rasos de la UE y de la política exterior norteamericana. Esto conlleva un vínculo que le permite reproducir ideológicamente el sueño de la modernidad capitalista, pero obliga a un capitalismo débil y carente de dinamismo a depender de los vaivenes de la política monetaria europea y a afrontar retos muy por encima de sus posibilidades. En un contexto de largo estancamiento económico, la reestructuración global que condena a medio plazo a Europa a una posición de potencia de segundo orden cada vez más insignificante a nivel mundial, implicará nuevos ajustes a la hora de normalizar la situación española. Estos implicarán recortes en el gasto público y la socialización de los efectos de una futura recesión sobre las clases trabajadoras. Los desesperados y frágiles intentos del neo-keynesianismo verde y militar están lejos de provocar intentos de una revolución pasiva estilo New Deal y tampoco se auguran a corto plazo cambios de régimen brutales al estilo del fascismo de las décadas de 1920 y 1930, esto es, los dos grandes modelos de revolución pasiva sobre los que pensó Gramsci, una como salida «restauracionista progresista» y la otra como «salida reaccionaria». Más bien, los regímenes liberal-capitalista están sumergidos en una crisis de larga degradación sin ninguna salida clara a la vista.
Por último, la crisis ecológica se entremezcla con los intentos fallidos del capitalismo español para modernizar su estructura económico-empresarial. Un país dependiente del turismo vacacional, que sufre ya los efectos del cambio climático en forma de sequía, sin autonomía energética, que asume las políticas migratorias genocidas de la UE, un tejido empresarial parasitario dependiente de las subvenciones estatales; en el que tanto el progresismo como la derecha coinciden en intentar postergar la crisis, aunque se propongan hacerlo de forma diferente, incapaces de transformar el modelo productivo español. Solo en términos marxistas se puede llegar a comprender que estas características no son disfuncionales en la formación social española: son constitutivas del capitalismo español. El ridículo «momento estatal» del progresismo español apuntala temporalmente los intereses del núcleo de las clases medias sobre el que se sostiene, configurando una especie de «chovinismo de clase media», pero deja fuera de ese momento a sectores cada vez más amplios de la población.
En definitiva, la fallida revolución pasiva española solo supone una integración parcial e incompleta en las élites políticas, siempre de forma subalterna, de una parte de la fracción política que se movilizó en el largo ciclo pos-2008 español. Incapaz de convertir esa integración en reformas estructurales de largo recorrido que rearticulen de una forma nueva el sistema político surgido de 1978, condenan a la coyuntura resultante a un impás con raíces débiles, que o bien opera como preludio a una restauración reaccionaria o bien abrirá el camino a nuevos conflictos en los cuales el protagonismo será de segmentos subalternos no representados en el régimen actual. Todo reagrupamiento y acumulación de fuerzas que aspire a incidir en clave transformadora deberá operar en este mapa marcado por la fallida revolución pasiva española.
1 Brais Fernández es miembro de la redacción de Viento Sur y militante de Anticapitalistas.
2 A. Gramsci, Cuadernos de la cárcel, México, Era, 1986, cuaderno 8, § 25, p. 231.
3 Massimo Modonesi, «Pasividad y subalternidad: Una relectura del concepto gramsciano de revolución pasiva» en La revolución pasiva: una antología de estudios gramscianos, Manresa, Bellaterra, 2022.
4 A. Gramsci, op. cit., cuaderno 9, § 133, p. 102.
5 Ibídem, cuaderno 9, § 133, p 102
6 Ibídem, cuaderno 13, § 23, pp. 52-53
7 Ibídem, cuaderno 21, § 2, p. 178
8 Ibídem, cuaderno 1, nota, 44.
9 Ibídem, cuaderno 8, p. 236.
10 Ibídem, cuaderno 10 II, § 61, pp. 232- 233.
11 Véase «el nuevo Debate Brenner» en torno al carácter de la onda larga capitalista desde los años setenta, iniciado por el mismo autor en «La economía de la turbulencia global» y recientemente retomado por autores como SETH Ackerman y Aaron Benanaz en la New Left Review o Jacobin.