¿A quién culpar? El populismo punitivo y el “problema de la inmigración”

por | Jul 15, 2024 | Análisis

Lo que genera seguridad es luchar contra los desahucios y las movilidades forzosas, contra la precariedad y la pobreza, la falta de tiempo y el deterioro de las redes sociales y comunitarias

No es nuevo y no lo inventa la extrema derecha, pero lo cierto es que el “populismo punitivo” nutre una agenda política y mediática muy fértil para los partidos ultra. Cuando los grandes temas en la carrera electoral son la inseguridad y las migraciones, qué mejor que contar con un buen fondo de armario de explicaciones simples y de recetas enraizadas en el sentido común. Propuestas que durante buena parte del siglo pasado habrían sido consideradas salidas de tono vengativas y carentes de consistencia empírica o técnica hoy aparecen escritas en programas electorales y se defienden en platós de televisión.

Las propuestas en materia de seguridad obvian las causas profundas de la delincuencia para centrarse en medidas intimidatorias que supuestamente favorecen el desistimiento: más control policial y penas más duras

A partir de los años 80 del pasado siglo, los consensos alrededor de los objetivos rehabilitadores del sistema penal empezaron a perder terreno rápidamente frente a propuestas punitivas para combatir la criminalidad. Las causas de este giro estaban íntimamente interrelacionadas. El crecimiento de las desigualdades, la extensión de la pobreza y del desempleo y el aumento de hechos delictivos relacionados con el consumo de algunas drogas, propició la pérdida de confianza en las instituciones de control y castigo por ineficaces. En paralelo, la reacción conservadora a las revoluciones de finales de la década de 1960 comportó un cambio en la percepción social de los delitos descalificando abiertamente las explicaciones estructurales y complejas de la criminalidad, tachándolas de “justificaciones sociales del crimen” e introduciendo un discurso individualista según el cual los delincuentes son seres egoístas e inmorales que actúan contra los intereses legítimos del resto de la sociedad. Siguiendo este razonamiento, los hurtos, los atracos o el tráfico de drogas ya no se verían como resultado de la marginación y la pobreza, sino como un comportamiento egoísta y racional de determinados individuos, sin mirar a su contexto. En consecuencia, las propuestas en materia de seguridad obvian las causas profundas de la delincuencia para centrarse en medidas intimidatorias que supuestamente favorecen el desistimiento: más control policial y penas más duras.

El “populismo punitivo” es el uso del derecho penal para obtener réditos electorales y, aunque nace en los Estados Unidos ligado a las transformaciones socioeconómicas de las décadas de los 70 y los 80, se extiende por los países occidentales como un elemento fundamental del catálogo neoliberal. El auge del populismo punitivo se concreta en la transformación del papel asignado socialmente a la cárcel, la magnificación de la importancia de la opinión de las víctimas y la politización y el uso electoralista de la percepción de inseguridad.

En España, la implantación del Código Penal de 1995, que venía a derogar el código franquista con casi dos décadas de retraso, introdujo algunos elementos que, de facto, extendieron la duración de las penas. Las reformas penales impulsadas por el Partido Popular en 2003 aumentaron todavía más los tiempos medios de reclusión penitenciaria y el número de conductas penadas. Estas reformas daban respuesta a un incremento de la tasa de delincuencia que había sido aprovechado por un PSOE en la oposición para atacar al gobierno atribuyéndole la ola de criminalidad “más grave de la historia de España”. Los dos principales partidos del Parlamento habían entrado de lleno en la lógica del endurecimiento de las penas para responder a las preocupaciones de la opinión pública y recabar votos. En los años posteriores, la estrategia partidista incorporó en el debate punitivista la utilización de las víctimas de casos especialmente repulsivos. Un ejemplo paradigmático de ello fue el caso de Marta del Castillo que introdujo el PP para convertir en una necesidad el endurecimiento de penas de la reforma penal de 2015.

La gestión de la escasez neoliberal requiere identificar culpables y “el inmigrante” es un culpable ideal desposeído de derechos políticos y siempre sospechoso

En los últimos años, la unión del populismo punitivo y el discurso xenófobo ha resultado de gran provecho para la extrema derecha. De hecho, su auge se apoya simultáneamente en el alarmismo securitario y la radicalización xenófoba: ofrece respuestas simples a cuestiones tan complejas como el delito mientras promete al electorado el retorno a un pasado mítico de prosperidad, paz social y sociedades culturalmente homogéneas. Si la sensación de abundancia de los 50 y los 60 facilitaba la confianza en paradigmas rehabilitadores para luchar contra el delito, la gestión de la escasez neoliberal requiere identificar culpables y “el inmigrante” es un culpable ideal desposeído de derechos políticos y siempre sospechoso de aprovecharse de ayudas sociales o de estar al acecho para obtener recursos de actividades delictivas. De ahí que se haya popularizado hablar del “problema de la inmigración”.

Pero si algo tienen en común el populismo punitivo y la radicalización xenófoba es que proponen soluciones de dudosa efectividad para los problemas que identifican. Ni el endurecimiento de los códigos penales reduce la delincuencia, ni las políticas migratorias más restrictivas reducen los flujos migratorios o el volumen de población residente en situación de irregularidad. Lo que sí consiguen es justificar el aumento de la capacidad represiva del Estado y precarizar todavía más las vidas de la población migrante.

El populismo punitivo aparca cuestiones fundamentales para la construcción de la seguridad y logra poner en duda la garantía de derechos en favor de las pulsiones vengativas y de las ansias de control

El populismo punitivo aparca cuestiones fundamentales para la construcción de la seguridad y logra poner en duda la garantía de derechos en favor de las pulsiones vengativas y de las ansias de control. La alternativa a estos discursos no es negar el derecho a que las personas se sientan seguras sino impulsar políticas que realmente generen seguridad. Los barrios más seguros son aquellos en los que la gente, venga de donde venga, se conoce, interactúa y tiene proyectos y objetivos en común. Luchar contra los desahucios y las movilidades forzosas, la precariedad, la pobreza, la falta de tiempo y el deterioro de las redes sociales y comunitarias, genera seguridades. Y también desdibuja las fronteras entre la llamada población autóctona y la migrada. O, lo que es lo mismo, entre las diferentes olas migratorias. Porque, al fin y al cabo, todas y todos venimos de algún otro lugar.

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