El sindicato de la crisis. Anticiparnos al próximo colapso

por | Ene 12, 2024 | Análisis, Cuadernos de estrategia, Organizarse en el impasse

Es crucial entender y anticipar cómo las crisis actuales pueden reconfigurar la sociedad y generar nuevos sujetos políticos y formas de conflicto. Por tanto, es necesario un sindicalismo social que pueda crear alianzas entre diferentes sectores afectados por la crisis, para promover una política autónoma y autodeterminada.

Las recientes convulsiones económicas se pueden interpretar —cada vez más— como la última parada del capitalismo. Esta afirmación no resuelve, sin embargo, el tiempo corto de la política, tampoco las posiciones estratégicas a considerar en el medio o largo plazo.

Sabemos que la economía capitalista, así como las fronteras1 sobre las que tradicionalmente ha basado su expansión, muestran signos definitivos de agotamiento. Multitud de elementos conducen a esta misma conclusión: la crisis pandémica —con los desiguales sistemas sanitarios y de clase que desvelara Mike Davis2—, la escasez de materiales, los datos sobre segregación y empobrecimiento social y, por supuesto, el cambio climático. La crisis parece, por tanto, terminal.

Frente a las dimensiones de este fenómeno, es habitual que nos preguntemos cómo este impacta en nuestro contexto inmediato, en el Estado español. A este respecto, sabemos igualmente que este territorio está inserto y determinado por la Unión Europea, concretamente por la agenda de recuperación aprobada tras la COVID19 y cuyo objetivo era sostener la economía. No obstante, también sabemos que los años dorados de los fondos europeos Next Generation están por terminar. 

Los años dorados de los fondos europeos Next Generation están por terminar

Entre 2020 y 2023, se han producido, en efecto, varias idas y venidas en lo que a las líneas generales de la política se refiere. Durante el primer episodio de lucha contra la crisis provocada por la COVID19, la Unión Europea se volcó en una retórica verde, así como en una política de expansión monetaria en pro de la estabilidad y la recuperación. En el momento en que se escribía este artículo, se estaba amagando, sin embargo, con volver a las recetas de austeridad fiscal, al mismo tiempo que en Alemania se abría un debate acerca de una recarbonización de la economía que, por parcial o temporal que fuera, nos sirve también de testigo de este cambio de orientación. Valga aquí señalar el caso de la reapertura de la mina de carbón a cielo abierto de Lützerath, que ha provocado fuertes movilizaciones en su contra. En la misma dirección, el gobierno germano ha dado marcha atrás en su compromiso de extinguir la producción de motores diésel para 2032.

En definitiva, Europa atraviesa esta peculiar transición discursiva en medio de serias dificultades. Las líneas de mando europeas pretenden sumergirnos en un baño de neodesarrollismo verde, pero el contexto viene marcado por dos factores ineludibles. El primero es el proceso de subordinación al decadente bloque estadounidense en el marco de la guerra de Ucrania. El belicismo entre los dos bloques ha terminado por cortocircuitar la vieja globalización capitalista. El segundo es la vuelta a las políticas de austeridad que ya han tomado forma en el presupuesto alemán de 2024. Es, de hecho, previsible que los 44.585 millones de euros de recortes de estas cuentas lleguen, tarde o temprano, al conjunto de las economías europeas. 

En lo que se refiere al caso español, es preciso además considerar otros elementos destacados de la situación económica, principalmente el espectacular aumento de la inflación desde 2022 y las cifras del euribor, que a finales de 2023 ya superaban el 4 %. En otras palabras, el coste de la vida ha subido significativamente en un contexto todavía apoyado en un mercado laboral que funciona gracias a las bajos salarios y una precariedad endémica. Así se confirma en el repaso a algunas cifras. En octubre de 2023, había en España 2,9 millones de personas en paro, al tiempo que otras 3,5 millones —a pesar de tener un empleo— estaban en el umbral de la pobreza. Según la última entrega estadística de la agencia tributaria (2021), un 37 % cobraba igual o menos que el salario mínimo interprofesional (1.080 euros mensuales).3 Todo esto, mientras la inflación devoraba en ese mismo tiempo en torno al 15 % de los ingresos salariales.

las luchas van a necesitar de anclajes sindicales fuertes que conviertan las crisis individuales en proyectos colectivos de desobediencia

Estos datos parecen apuntar al estallido de una nueva crisis social. La cuestión es: ¿qué tipo de conflictividad podemos anticipar? ¿Dónde empezar a reconocer las revueltas venideras? En definitiva, ¿qué nuevos procesos de lucha pueden «expresar» la crisis, redistribuir la riqueza y provocar una transformación política? Con el fin de contestar a estas cuestiones vamos a considerar una posible hipótesis de trabajo, lo que se ha venido llamando sindicalismo social. Esta hipótesis da por supuesto que las luchas por venir van a necesitar de anclajes sindicales fuertes que conviertan las crisis individuales en proyectos colectivos de desobediencia. Con ello nos referimos a estructuras de autodefensa más allá del territorio convencional del mundo del trabajo. Formas organizativas que se van a concentrar —como sucedió en 2008— alrededor de espacios de conflicto como la vivienda, la carestía de los bienes básicos o las luchas contra las fronteras y el racismo. Para poder entender esto mejor, consideramos la historia reciente de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), referente organizativo surgido al calor de la anterior fase de crisis.

Anclajes e intuiciones del sindicalismo social

Quienes impulsaron la PAH a comienzos de la crisis de 2008, enfrentaron dos importantes efectos del colapso financiero e inmobiliario. El primero fue el incremento del euribor, que sobrepasó el 5 %, y el segundo, el crecimiento del paro, que superó los 6 millones de personas a principios de 2013. Estos fenómenos produjeron un nuevo sujeto en crisis, que casi en el mismo golpe perdía el trabajo y la vivienda: la figura del hipotecado.4

En efecto, después de 2008, y en pocos años, se desencadenó una oleada que llevó al desahucio a cientos de miles de familias. Con el fin de hacer frente a esta situación, se articuló un dispositivo de sindicalismo social al que se dio el nombre de Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). La mecánica de la PAH era relativamente sencilla. A partir de asesorías colectivas y de redes de apoyo mutuo —donde las personas afectadas exponían su caso y se organizaban—, se lanzaban campañas políticas y de desobediencia civil con un objetivo concreto: convertir a las personas hipotecadas en inquilinas. Los alquileres sociales, la eliminación de todas las deudas y la dación en pago de las viviendas fueron los ejes principales de vertebración del movimiento. Cientos de activistas de diversos movimientos formados en el 15M y multitud de personas afectadas por la crisis hipotecaria dieron cuerpo a la PAH. La extensión de la Plataforma, con más de doscientos grupos por todo el territorio, articuló en la práctica una alianza que permitía que las reivindicaciones de los movimientos tomasen tierra en una causa concreta: la de la vivienda.

En tanto proceso complejo y contradictorio, la amplia implantación de la PAH se explica por el cruce que se produjo entre el movimiento 15M y este nuevo fenómeno de sindicalismo social. De hecho, solo gracias al movimiento de las plazas esta lucha pudo proyectarse más allá de determinados círculos y dotarse de consistencia. A la puerta de las viviendas desahuciadas se conjugó así una suerte de alianza entre migrantes expropiados e hijos/as de clase media, convertidos en activistas; una alianza que hasta esa fecha parecía imposible Se trataba de un proyecto de sindicalismo social compartido, con el objetivo de construir procesos de movilización, lucha y organización conjunta.5

De aquella experiencia, que llega hasta la actualidad, podemos extraer al menos dos lecciones. La primera es que el sindicalismo social se ha construido a partir de una hipótesis de anticipación, esto es, a partir de líneas de ruptura intuidas antes de que la crisis económica se convirtiera en crisis social. Así, para el caso de la PAH, ya en los previos a 2008 existían pequeños laboratorios sindicales en distintas ciudades —como las denominadas oficinas de derechos sociales, las ODS— que sirvieron de inspiración, punto de apoyo y de encuentro, antes de que el sujeto hipotecado entrara propiamente en escena. A un nivel micro, estos espacios permitieron el primer cruce entre tejidos militantes y el nuevo sujeto en crisis.

La PAH se apoyó, por tanto, sobre un sujeto nacido y organizado en las condiciones concretas de crisis

La segunda lección de la PAH estaba en su anclaje político y organizativo en los sujetos más afectados, así como alrededor de sus necesidades más inmediatas, como la vivienda, pero también el acceso a los bienes básicos, los suministros de gas, luz y agua, la salud o los derechos de las personas extranjeras. Esta nueva institución de lucha se apoyó, por tanto, sobre un sujeto nacido y organizado en las condiciones concretas de crisis. De hecho, este sujeto no preexistía a la crisis. Crisis, organización y nueva construcción institucional fueron de la mano. Por decirlo de otro modo, las formas concretas del nuevo sujeto en lucha incorporaron elementos no del todo previsibles, pero que sin embargo fueron en cierto modo anticipados por las experiencias previas.

En este punto, conviene considerar con más detalle el problema de la formas de la crisis y su relación con el sujeto o los sujetos políticos. Formulado en forma de pregunta, ¿existe alguna sinergia entre crisis, sujeto en lucha y organización? ¿Disponemos de algún tipo análisis que nos permita deducir quienes y en torno a qué movilizaciones se van a articular las luchas centrales de la siguiente crisis?

Sabemos que el éxito de la PAH no respondió a un simple ejercicio de ingeniería social. Tampoco se debió a una deducción analítica más o menos razonada. Pero sin una matriz organizativa previa, con mecanismos y herramientas sindicales ya esbozados y en marcha, no se hubiese construido un espacio capaz de expresar y organizar las potencias de esa crisis de desahucios. Si este modelo de intervención pudo tener cierta capacidad de anticipación fue porque supo poner en funcionamiento un método de encuentro lo suficientemente abierto como para cruzarse o hibridarse con otras realidades; porque supo trabajar sobre las zonas opacas, imprevisibles y grises que se producen en las crisis.

No son las organizaciones las que con fantástica pericia política prefiguran el sujeto de lucha

Conviene así partir de una posición política capaz de analizar y anticipar los posibles escenarios críticos y de conflicto. Y esto no con el fin de tutelarlos o dirigirlos —algo de todo punto imposible—, como de nutrirse de ellos. Se trata de considerar la crisis como una analizador de las posibles dinámicas de producción de conflicto. Asumida la distancia entre el lugar donde se podrían producir estos nuevos conflictos y los sectores organizados dentro del campo político de la izquierda y de los movimientos sociales, la tensión del sindicalismo social se nos muestra desnuda. Al contrario de lo que pudiera parecer, no son las organizaciones las que con fantástica pericia política prefiguran el sujeto de lucha, sino que es la crisis —entendida en todas sus dimensiones— lo que constituye y forma los sujetos en lucha. La idea de anticipación nos empuja a construir una posición sobre los posibles contornos de intervención política, sobre los posibles territorios en disputa, pero no nos señala de forma clara la forma del sujeto político por venir. Es en el momento de la articulación política, no antes, donde aparecen la nuevas formas organizativas, pero también contraculturales, políticas e ideológicas. Todo lo cual no desmerece la importancia de ciertas tradiciones y memorias políticas.

De hecho, al considerar con cierto detenimiento las tres grandes crisis ocurridas en democracia (1973, 2008 y la que ahora se abre), observamos un dato curioso. Lo que conocemos como movimientos sociales e incluso como izquierdas, casi nunca han sido capaces de construir verdaderos frentes de lucha en los puntos de ruptura social que se abrieron en estas crisis. Tradicionalmente, quienes se integraban en términos amplios en el sistema y quienes quedaban excluidos del mismo, casi nunca han encontrado formas claras de alianza. Esto tiene importantes consecuencias de cara a la crisis actual, especialmente en lo que se refiere a una política que tome parte de las capas más proletarizadas y excluidas de la sociedad.

La segunda generación en crisis estuvo compuesta por decenas de miles de migrantes proletarizadas o en paro

Así, por ejemplo, la primera generación en crisis nunca superó la depresión de los años setenta y ochenta. Esta fue la generación de la heroína y de los barrios obreros, la de la enésima exclusión del pueblo gitano, el paro y la reconversión industrial. Estos derrotados de primera hora apenas tuvieron una expresión política fuerte, ni en los años de crisis, ni en la posterior ola de modernización de la economía española de los felices ochenta (1985-1991). Por su parte, la segunda generación en crisis, a partir de 2008, estuvo compuesta por decenas de miles de migrantes proletarizadas o en paro; una generación hipotecada que acabó en el subarriendo de habitaciones, alquileres desorbitados o en la precariedad asistida por los servicios sociales. Para esta generación quizás solo la PAH haya demostrado el potencial sindical de estos sujetos apenas definidos.

En lo que al caso actual se refiere será preciso ahora hacer un retrato de la nueva generación en crisis. Como es lógico, sabemos mucho más de los perfiles producidos en las crisis pasadas que de los que vendrán. Y en esto parece que van a servir de poco las grandes conceptualizaciones del tipo multitud, precariado o proletariado. Pero tampoco aquellas que dan por supuesto la formas de esa crisis, en forma de colas del hambre, inquilinato o nuevos hipotecados. Lo que se trata de anticipar, por tanto, es quiénes van a formar esta tercera generación en crisis y cuáles van a ser las principales líneas de tensión política.

El epicentro de la crisis se va a situar en algunos puntos concretos de la ruptura de la sociedad de clases medias y en ciertas dinámicas de proletarización

Con ánimo de empezar a contestar estas cuestiones, apenas disponemos de algunas intuiciones. El nuevo proletariado en crisis es bastante opaco. No parece que este se pueda resumir con nombres como proletariado, inquilinato o nuevo precariado. Lo que sí sabemos es que en esta nueva fase —como ya amagó en 2008—, el epicentro de la crisis se va a situar en algunos puntos concretos de la ruptura de la sociedad de clases medias, y en ciertas dinámicas de proletarización de los sectores más vulnerables.

Pero tampoco debemos ser ingenuos, los procesos que organizan estos movimientos de ascenso y caída social son complejos. Antes de prefigurar «el sujeto» y sus formas de lucha, debemos perfilar, en consecuencia, la forma de la crisis. Se trata de entender, por resumir, las fuerzas que sostienen el orden y su legitimidad, y también de cartografiar los movimientos centrífugos que desarman, segregan o deshacen esas líneas de integración. Esta es la clave de todo.

La modalidad española de la crisis

Nunca, ni siquiera en los peores años de la crisis de 2008, los indicadores económicos cayeron con tanta fuerza como con la pandemia de 2020. Más de un 11 % de retroceso del PIB, una espectacular escalada de la deuda pública, que llegó a superar el 116 % también del PIB, y más de 140.000 millones de euros inyectados en la economía española por parte de los fondos Next Generation, son algunos de los datos que explican la magnitud de esta depresión y la posterior recuperación.

A diferencia de la anterior crisis —cuando el propio gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero impuso recortes por valor de 15.000 millones de euros en un solo año—, la actual situación se presenta distinta. Tres años después de la pandemia, los mecanismos estatales de integración siguen funcionando. Ya sea a pesar o a causa de la reforma de las pensiones, el mantenimiento de las reformas laborales, el cierre sangriento de fronteras, los desahucios o la privatización de los servicios públicos, la economía parece que «va bien». Y, de hecho, si no hubiera sido por la irrupción de los procesos inflacionistas, hablaríamos de un cierto equilibrio y continuidad en los mecanismos de estabilización social.

Por considerar algunos datos, a finales de 2023, el paro se situaba en torno a los 2,7 millones de personas, sin percibirse mayor crisis de empleo que en los meses precedentes, y muy lejos de los cinco millones de la crisis pasada. También a diferencia de aquella, las clases medias no han percibido impacto alguno de esta reciente crisis más allá de la subida de los precios, que por ahora se ha quedado en un serio aviso de futuras tensiones macroeconómicas. El contexto inflacionista ha hecho, además, que los beneficios empresariales repunten y que en casos como el sector de la alimentación o el sector bancario, se disparen. De hecho, los seis grandes bancos españoles obtuvieron más de 21.000 millones de euros de beneficio durante el año 2022. Mientras que en el sector alimentario, tal y como denunciaba la confederación de organizaciones agrarias (COAG), los productos agrarios experimentaron espectaculares subidas de precios muy por encima del valor de compra a los productores. Por citar solo algunos productos cotidianos, en 2022, el precio de venta al consumidor final del brócoli subió en un 456 %, el de las naranjas en un 887 %, los ajos en un 749% y las patatas en un 576 %.

La inflación ha permitido así una fuerte transferencia de rentas de las familias a los monopolios empresariales y al sector financiero

La inflación se convirtió, de este modo, más allá del obvio impacto del incremento de los precios de la energía, en la mejor manera de recapturar —por parte de las principales agencias capitalistas— los incrementos salariales previos y en cierto modo la liquidez generada por las políticas de expansión monetaria de la UE. La inflación ha permitido así una fuerte transferencia de rentas de las familias a los monopolios empresariales y al sector financiero, lo que ha apuntalado sus beneficios y su capacidad para sortear la crisis.

De otra parte, y salvo excepciones, el debate público sobre la inflación se ha centrado en torno a su relación con la subida o no de los salarios. Pero tal y como ha señalado en varias ocasiones el economista Michael Roberts,6 la inflación que arrancó en 2022 no tiene que ver con una supuesta presión de los salarios sobre los costes empresariales. Sin obviar la tensión que la pandemia y la guerra han impreso sobre las cadenas globales de materias primas y de suministros, es evidente que los grandes actores empresariales han aprovechado la coyuntura para elevar los beneficios a costa de disparar los precios. El marco de explicación de la crisis, tal y como señalaba Roberts, debe por eso ampliarse. Así por ejemplo, es preciso considerar la caída de la oferta como factor detonante de la desinversión, fenómeno que se ha producido especialmente en los sectores productivos de baja rentabilidad, y que apunta sobre la endémica falta de rentabilidad del conjunto del sistema. Aun cuando no sea objeto de esta artículo considerar la crisis de sobreproducción, que lleva décadas necesitando de constantes reajustes a la baja, debemos señalar las diferentes capas o líneas de tendencia que apuntan hacia un declive económico y que no pueden explicarse exclusivamente por factores como la crisis de materiales o la crisis climática.

Sin mayor desarrollo, podemos resumir la actual crisis con la imagen de un monumental atasco del conjunto de la economía global, que está empezando a tener serias consecuencias políticas. Así mientras las revueltas populares han provocado en los últimos años olas de protesta en Ecuador, Sri Lanka, Perú, Líbano o Sudán, otros muchos países han tomado medidas para recortar las importaciones de productos alimentarios y favorecer el autoabastecimiento. El control de precios de los propios mercados, pretende esquivar de este modo los posibles estallidos sociales. Casos como el de Argelia, Argentina, Irán o Turquía serían buenos ejemplos. Del mismo modo, se asiste a la construcción de un nuevo marco geopolítico y de hegemonías globales, que da nuevas alas al horizonte anticolonial, tal y como se ha demostrado en Níger o —en diferente medida— en Senegal.7

También en Europa, estos elementos de desestabilización —la inflación y los recortes públicos impuestos tras la pandemia— están detrás de las recientes movilizaciones, con los casos de Gran Bretaña, Alemania y Francia a la cabeza. En el caso de Francia es preciso considerar el ciclo de insurrección casi continua que se extiende en una secuencia que comienza con los chalecos amarillos en 2019, sigue con las luchas ecologistas y culmina con las recientes protestas contra la reforma de las pensiones y las nueva revueltas de las banlieues. Estos movimientos son un primer síntoma de que se están abriendo algunas de las costuras que sellaban el equilibrio de poderes de la globalización capitalista.

No obstante, cómo se podrían expresar estas tensiones en el Estado español. ¿Se tratará de movilizaciones más ligadas a la crisis de inflación como en Inglaterra y Francia, o quizás de una nueva crisis hipotecaria, o bien —como en el caso francés— de una reacción defensiva frente al deterioro del Estado del bienestar y —por extensión— de la justicia social, incluida la justicia climática? Ciertamente, no se trata de un ejercicio sencillo de adivinación.

La estabilidad del corazón mismo de Europa, con Alemania a la cabeza, parece también amenazada

Desde el punto de vista de las posibles formas de gobierno de la crisis, lo más relevante es que —a diferencia de la crisis de 2008—, ahora no está nada claro dónde está el verdadero centro de decisión y mando. De un lado, el Banco Central Europeo combate la inflación con subidas de tipos de interés que, a pesar de moderar los precios, ponen de nuevo en riesgo al sistema bancario y al conjunto de empresas, administraciones públicas y particulares según sus diferentes niveles de endeudamiento. Al mismo tiempo, a diferencia de lo sucedido en 2008, y con la guerra de Ucrania y de Oriente Medio de por medio, la estabilidad del corazón mismo de Europa, con Alemania a la cabeza, parece también amenazada.

No se puede olvidar que estamos en pleno giro de los ejes de poder económico global a favor de los BRICS. Países-continente como China, Rusia, Brasil e India llevan décadas capturando líneas productivas que antes eran de indudable liderazgo estadounidense o europeo. Los modelos de gobernanza global posteriores a la Segunda Guerra Mundial están entrando en una situación de cambio irreversible con el desplazamiento de los países centrales del viejo ciclo (Estados Unidos, Japón y Alemania) a posiciones mucho más débiles. Indudablemente en este juego de posiciones, Europa tiene todas las papeletas de salir perdiendo.

Quizás por esta debilidad europea, nadie parece dispuesto a decretar la austeridad en los mismos términos que en 2008-2011. Lo que se resolvió después de 2008 apretando el botón de la crisis de deuda pública, no parece tener ahora fácil solución. Con una Alemania seriamente dañada por la guerra de Ucrania y con la expulsión desde los años noventa del 10 % de su población de la clase media hacia los estratos más pobres,8 Europa está entrando en esta nueva fase de crisis sin un claro modelo de gobierno.

Los procesos de estabilización 

Efectivamente, parece que esta vez no hay troika. No al menos aquella que gobernó la anterior crisis. Hoy el modelo de intervención europeo pasa por la aplicación de diferentes medidas de impulso de la economía y contención de la crisis, territorio a territorio. La Unión Europea sigue marcando la pauta, pero sus Estados han ganado una cierta centralidad relativa en la gestión de la crisis. Por eso, debemos comprender el papel que juegan los Estados, a la vez que entender también cuales son los resortes de control e integración europea.

Al menos hasta que termine por consolidarse el nuevo giro a la austeridad, los Estados se presentan como los auténticos árbitros sociales de la crisis. La UE ha parecido dejar en sus manos la gestión económica de la pandemia y de ciertas políticas sociales, teñidas de retórica verde. Aparentemente, por tanto, han sido las entidades encargadas de coordinar y mantener la actividad económica y el empleo durante la crisis sanitaria y posteriormente durante la reciente recuperación de 2022-2023. Los créditos ICO, la gestión de los fondos Next Generation o la compra de acciones por parte de la SEPI, para el caso español, son buen ejemplo de ello.9 A fin de cuentas, los Estados parecen haber vuelto a reclamar su papel como directores económicos y guardianes de la estabilidad social. Aparentemente.

Las tibias medidas tomadas en materia de vivienda y una reforma laboral de escaso calado, han sido suficientes para mantener el control de la situación

Para el caso español, este tipo de intervenciones se presentan como relativamente exitosas. Así, si bien los márgenes de beneficio empresariales se han disparado, al tiempo que se profundizaba el deterioro social marcado por la inflación, esto no ha generado una clara oposición social, menos aún una oleada de protestas. A pesar de las alarmantes cifras de desahucios —más de 41.000 en el año 2021— y de las renovadas líneas de precarización laboral —con una pérdida de más del 14 % del poder adquisitivo—, la tensión social se ha visto relativamente apaciguada. A primera vista, por tanto, los principales lineamientos sociales parecen equilibrados. Podríamos decir incluso, que las tibias medidas tomadas en materia de vivienda y una reforma laboral de escaso calado, han sido suficientes para mantener el control de la situación. Con poco más que un puñado de guerras culturales, peleas internas en el gobierno y algunas consignas —cuando no chantajes en pro de la unidad de la izquierda frente a la derecha—, se ha resuelto buena parte de esta posible conflictividad, al menos la que podría venir por el flanco izquierdo.

Debemos entender que, en esta situación, en la que los impactos de la incipiente crisis están contenidos en los sectores más vulnerables, es probable que asistamos a pocas tensiones políticas. De hecho, lo realmente importante es saber si la crisis puede poner realmente en juego la estabilidad de las clases medias; esto es, si el modelo de reproducción social de nuestra democracia que —en términos muy gruesos— sostiene a dos tercios de la población dentro de ciertos niveles de bienestar, puede seguir operando.

Con una inteligencia práctica que merece analizarse, el Estado ha apostado por mantener los hilos de una economía que pasa por momentos delicados, al tiempo que no ha descuidado las grandes líneas de reproducción de las clases medias. Un elemento, que resulta aquí fundamental, es el crecimiento del gasto público y con ello de la deuda pública. Valga decir que en 2023, el Estado y las comunidades autónomas han tenido que pagar más de 134.400 millones de euros en concepto de servicios de deuda, quizás el mejor indicador de los elevados niveles de endeudamiento. También, si en el año 2017 la deuda de todas las administraciones públicas estaba en 1,18 billones de euros en diciembre de 2022 se situaba por encima de los 1,5 billones (véase el cuadro 1.1). Este fuerte apalancamiento de las administraciones tiende obviamente a agudizar el marco de subordinación de los gobiernos a los mercados financieros, a subordinar las cuentas públicas a sus acreedores, lo que puede convertirse, como sucedió en 2008-2011, en un fuerte elemento de desestabilización económica y social.

Cuadro 1.4. Evolución del presupuesto de gasto del Estado (PGEs 2005-2023)

Fuente: Ministerio de Hacienda y Función Pública

En este sentido, cuando se dice que las líneas básicas de reproducción de estas clases medias siguen siendo estables se dice fundamentalmente que estas siguen estando (de momento) ampliamente financiadas por el Estado. A la hora de considerar el modelo de reproducción de las clases medias de base estatal, este se puede resumir, de hecho, en tres grandes rúbricas: el mantenimiento de los valores patrimoniales (fundamentalmente inmobiliarios), la ampliación y reproducción de las capas funcionariales y la consolidación de los sectores licitadores y proyectistas dependientes de la economía pública.10 A estos tres factores habría además que añadir un cuarto elemento, que es la preservación de los sistemas de bienestar (educación, sanidad, etc.), como garantía última de las clases medias. Si bien a este último no le dedicaremos mayor atención aquí, vamos a tratar de hacer un análisis pormenorizado de los tres puntos anteriores.

La primera cuestión remite al mantenimiento de la sociedad de propietarios heredada del franquismo y promovida también durante las primeras décadas de la democracia. La segunda tiene que ver con la contratación pública de funcionarios interrumpida durante la crisis de 2008. Y la tercera se resume en la capacidad inversora de las administraciones públicas a la hora de sostener una parte de la economía privada y, por ende, del empleo ligado a la misma. En la crisis previas, estas tres cuestiones han actuado como parteaguas entre quienes cayeron por la pendiente del descenso social y quienes aguantaron el envite. De igual modo, estas tres dimensiones van a ser seguramente determinantes de nuevo en la crisis por venir. Al fin y al cabo lo que está juego es la reproducción de la sociedad de clases medias, tal y como la hemos conocido. De cómo se estructure o se desestructure este cemento social se podrá determinar la nueva crisis. Tratamos cada uno de estos puntos en detalle.

1. La democracia de propietarios. El mercado inmobiliario ha sido durante décadas el espacio privilegiado de ahorro e inversión de las familias de clase media. Dos magnitudes nos pueden resumir esta cuestión. Cerca del 11 % de la población mayor de 25 años —y en torno al 14 % de los hogares— reciben algún tipo de renta por alquiler de una o varias viviendas.11 De hecho, si entre 2008 y 2021 el numero de hogares que vivía de alquiler aumentó en 800.000 unidades, el número de personas que declararon tener ingresos por alquiler lo hizo en más de un millón. Sin duda, la propiedad es interpretada por las clases medias como la principal y más segura de sus inversiones, y como el medio de captación de rentas más importante más allá de los ingresos salariales.

El mercado inmobiliario ha sido durante décadas el espacio privilegiado de ahorro e inversión de las familias de clase media

De otro lado, la vivienda concentra en los balances de las familias españolas un valor equivalente a 6,23 billones de euros.12 La crisis no ha destruido este valor más que de una forma temporal. Antes al contrario, entre 2012 y 2022 el valor del patrimonio inmobiliario en manos de las familias creció en un 1,68 billones. A pesar de la crisis, de hecho todos los estratos de la clase media —grosso modo entre los percentiles 40 y 90— vieron incrementado el valor de su patrimonio.13

Las cifras muestran igualmente que las posiciones propietarias siguen teniendo un enorme grado de transversalidad. Por ejemplo, del volumen total de alquiler de bienes inmuebles, más del 83 % pertenecen a personas con rentas inferiores a 60.000 euros anuales y más de la mitad con rentas inferiores a 30.000 euros anuales.14 Además, el número de propiedades en manos de la familias distintas a la vivienda habitual ha aumentado en los últimos años en todos los estratos de renta, salvo en el 25 % de menores ingresos.15

Estos datos parecen mostrar que el conjunto de las familias de clase media y alta no solo han conservado sus posiciones propietarias y conservado el valor de sus patrimonios, sino que muchas han pasado a alquilar propiedades como medio para incrementar sus ingresos, pasando a tener a una posición económica propiamente rentista.

2. El funcionariado. Otro de los elementos en disputa tras la crisis de 2008 fue el acceso al empleo público, caracterizado por salarios, estabilidad y garantías muy superiores a las del asalariado en el sector privado. La oferta de empleo público y especialmente de plazas de funcionario de carrera había quedado casi cerrada tras la aprobación de la Ley 2/2012 de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. No obstante, pasados diez años, se ha superado la cifra de 2,7 millones de empleados públicos. La vía funcionarial, que se vio truncada entre 2011 y 2018,16 con importantes recortes a la contratación pública en todos los niveles de la administración, se ha abierto de nuevo y ha vuelto a convertirse en una de las piezas clave para la reproducción de las clases medias.

Cuadro 2.4. Evolución del número de funcionarios (2002-2022)

Fuente: Ministerio de Hacienda y Función Pública.

El acceso al funcionariado no se debería confundir con el aumento de la interinidad o las ruedas de entrada y salida en las administraciones. A pesar de los altos índices de interinidad en los cuerpos públicos, la oferta de plazas en oposición no ha hecho más que incrementarse en estos años. Algunas encuestas hablan, de hecho, de 6,8 millones de personas que en la actualidad están en fase de preparación de una oposición o que han opositado recientemente. Solo en 2022, el Estado anunció más de 44.000 nuevas plazas en su oferta de empleo público, a las que habría que sumar otras 45.000 de las comunidades autónomas.

Dos elementos más pueden servir también a esta explicación. En la pasada crisis, especialmente en 2011, se produjeron recortes salariales a los funcionarios (congelación salarial y eliminación de alguna pagas) y se pusieron en marcha las denominadas tasas de reposición, que eliminaron más de 160.000 puestos públicos. Lo que se ha visto entre 2017 y 2022 tiene, sin embargo, un signo completamente distinto. En estos años se han creado 211.700 nuevas plazas públicas.

3. Las fracciones proyectistas y licitadoras. Similares resultados se pueden observar en lo que podríamos dar el nombre de sectores licitadores y proyectistas.17 Este amplio abanico de puestos de trabajo se caracteriza por ser directamente dependiente de los presupuestos públicos. El rango de sectores económicos que se podrían incluir aquí es enorme y va desde la obra civil hasta la consultoría pública; desde la «cultura» a los servicios sociales subcontratados al tercer sector. En estos ámbitos, la estabilidad o expansión de los presupuestos públicos se traduce en mecanismos de contratación de los que dependen de forma completa o casi completa.

Si consideramos la crisis anterior, se recordará que los recortes sumaron entre 2012 y 2014 más de 102.000 millones de euros. La cuestión es si se puede reconocer algo parecido hoy en día. La respuesta a esta pregunta no es sencilla, pero ciertamente el panorama actual dista mucho del de hace una década.

Cuadro 3.4. Evolución del gasto en subcontratación e inversión en obras del Estado (2005-2023)

Fuente: Ministerio de Hacienda y Función Pública

De acuerdo con la evolución que refleja el gráfico, si el crecimiento del empleo público fue de un 8,4 % entre la anterior crisis y el año 2023, la inversión pública del Estado en subcontratación de servicios (y su personal asociado) lo hizo en un 60,4 %. Y en el apartado de inversiones directas vinculadas a obras públicas el incremento fue del 207,2 %, superando notablemente el gasto público previo a la crisis.

A primera vista, por tanto, los resortes básicos de la política de Estado respecto de las clases medias siguen funcionando con eficacia. La pandemia y las políticas postcrisis han reforzado la centralidad de las economías públicas —si cabe más que antes de 2008—, como espacio de coordinación de los impulsos económicos de la contabilidad nacional. Y este hecho —claro está— tiene importantes consecuencias políticas.

En términos generales el panorama a finales de 2023 resulta, de acuerdo con lo analizado, relativamente sencillo de entender. Por un lado, el número de desempleados, aunque alto, se mantiene en un contexto de cierta capacidad de generación de empleo precario. A su vez, las puertas de las administraciones públicas se han abierto a la contratación de nuevos funcionarios, mientras el gasto público sigue proporcionando nuevos oportunidades de medios de vida, en forma de proyectos, servicios y obras. De otro lado, en las economías familiares, los patrimonios inmobiliarios han mantenido balances estables, e incluso crecientemente saneados, de tal forma que incluso el ahorro familiar ha repuntado en el primer semestre de 2023, superando el 11 % de la Renta Bruta Disponible.18

Cabe insistir en que no es sencillo anticipar las próximas rupturas sociales en una nueva fase de crisis. Sabemos que existen algunas realidades que van a quedar descolgadas de estas líneas de estabilización y recomposición. También sabemos que el futuro sindicalismo social deberá apuntar a organizar estas realidades precarias, que tienden a caer por debajo del nivel de flotación de la clase media. No obstante, se hace difícil anticipar algo similar a lo sucedido con la crisis hipotecaria de 2008. La pregunta vuelve a ser qué nuevos conflictos y movilizaciones podemos ya anticipar.

Los procesos de desestabilización

Las características de la intervención pública —articuladas por el gobierno progresista— han permitido que las políticas de continuidad de las viejas trayectorias neoliberales no hayan desencadenado protestas equiparables a las de Reino Unido o Francia. De hecho, solo algunas movilizaciones como las de defensa de la sanidad pública o el #8M tuvieron cierto grado de masividad en la legislatura que finalizó en 2023. Casi en solitario, los únicos amagos de movilización vinculados al actual ciclo de crisis vinieron de la mano de los transportistas, enfrentados a las subidas del precio del diésel.

En los meses finales de 2022, estas movilizaciones se concretaron en varias huelgas y protestas que terminaron con las medidas de subvención al diésel por parte del gobierno. Como ya había sucedido con otro de los conflictos heredados de la pandemia (los desahucios), el gobierno volvió a encauzar la situación con dinero público. El coste se endosó, en esta ocasión, a los Presupuestos Generales del Estado (PGEs), engrosando aún más el saldo de deuda pública.19 A partir de ese momento, el horizonte de la movilización quedó en tierra de nadie. La derecha, que animó las protestas en el transporte, no logró tener más que una incidencia puntual, lo que ha acabado manifestando un cierto retroceso de VOX en todos estos sectores. Por parte de la izquierda progresista, la situación se ha saldado con el control, más o menos efectivo, de las líneas de desestabilización.

La conclusión de estos años de crisis pandémica e inflaccionaria es que las políticas de estabilización consensuadas con Europa y protegidas por el gobierno progresista han logrado contener los impactos políticos y sociales que amenazaban con producir una nueva quiebra social y política. Sin enemigos reseñables en el campo sindical o en el campo social, el gobierno progresista ha sabido jugar sus cartas. Una vez integrada toda la izquierda (la nueva y la vieja) en el ámbito parlamentario e hipotecada por la contención de la extrema derecha, se ha vuelto cada vez más difícil construir movilizaciones capaces de desbordar los límites marcados por el gobierno progresista.

No obstante, esta crisis ha mostrado algunos indicios interesantes. La primera cuestión a considerar es que la diversidad de capas de la crisis ya no va a permitir una vuelta a una retórica del 1% frente al 99%. Lo que está por venir no pasará seguramente por la lógica de la ciudadanía contra la oligarquía o de la democracia frente a la casta, como sucedió en 2011. En esta ocasión, por tanto, será difícil que la propia democracia y sus mecanismos de reproducción sean a la vez la fuente del conflicto y el espacio de contención e integración del mismo.

Anticipamos un nuevo espacio de protesta, donde podrían concurrir los herederos de la crisis de 2008

Desde esa perspectiva, se debería poder dibujar otro terreno de juego, seguramente caracterizado por movilizaciones protagonizadas por quienes no tienen un horizonte claro de integración. Quizás estamos aquí anticipando un nuevo espacio de protesta, donde podrían concurrir los herederos de la crisis de 2008 —expulsados del tablero político y económico del país—, y quienes salgan mal parados de esta futurible crisis de las clases medias. Sobre todo, aquellos quienes están en sus estratos de ingreso más bajos.

A falta de mejores inspiraciones para anticipar las nuevas formas y lugares de protesta, quizás convenga considerar las principales líneas de movilización social de la derecha. De hecho, las dianas de la nuevas derecha pueden servirnos de inspiración acerca de las líneas de conflicto y politización por venir. Con trazo grueso, son cinco los campos de batalla elegidos por estos espacios sociales y políticos —mucho más amplios y complejos que su forma política representativa aglutinada en VOX—. Estos posibles espacios de disputa se pueden concretar como sigue: la lucha contra la globalización y la defensa del territorio, las guerras del diésel, la defensa de la propiedad, las fronteras y la islamofobia, y la reconstrucción de la familia patriarcal. Siendo a su vez dos los lemas generales que pretenden englobar a todo lo anterior: la reacción nacional y el «cuidado de lo nuestro» (sic).

Se puede discutir si estos espacios apuntan realmente sobre las temáticas centrales de la próxima crisis, pero sin duda constituyen un terreno de disputa fundamental. Y esto por varias razones: primero, porque en estos puntos se agitan las viejas soflamas nacionalistas españolas, si bien renovadas en el contexto de crisis de la globalización y de un creciente caos sistémico. A su vez, estos espacios muestran una de las características de los futuros conflictos: la extrema ambigüedad y diversidad de intereses de los sujetos en liza. Esta complejidad y ambigüedad se muestra especialmente ajena a la política institucional post-15M, específicamente al eje izquierda-derecha y su reflejo en el estrecho campo de las batallas culturales entre progres y fachas.

De otra parte, la señalada recomposición de las escalas globales, así como el incipiente proceso de desglobalización, han sido considerados sin demasiada crítica por parte los nuevos discursos de la economía verde. La mayoría de los gobiernos se han sumado a la operación tragicómica de un poder financiero global que habla un particular dialecto ecocapitalista. Esta suerte de desarrollismo verde se acompaña de un modelo de explotación territorial, energético y social, que ahora se viste con un discurso de progresismo político. Y esto último, es lo que resulta más problemático.

La minería de tierras raras, la ganadería intensiva, la proliferación de regadíos, los macroproyectos de eólicas y solares han puesto encima de la mesa serias contradicciones dentro de los planteamientos del ecologismo y, por extensión, del conjunto de la izquierda y de los movimientos sociales. La polémica alrededor de las macroinstalaciones de energía renovable, los modelos de gestión del agua, la defensa del lobo, las posiciones animalistas o la multiplicación de las ampliaciones urbanas verdes, sociales y con vivienda asequible, han llevado a los movimientos sociales a distintos callejones sin salida. En torno a esta cuestiones han aparecido así multitud de zonas grises e intermedias, nuevos puntos calientes sobre las que solo parecen intervenir fuerzas de derecha.

Por considerar un caso, en el ámbito urbano —y cruzado con la cuestión de la logística y la movilidad—, estas contradicciones se han expresado con cierta claridad en lo que podríamos llamar las batallas del diésel. Los conflictos, presentes y futuros, por el acceso y reparto a buena precio de este combustible —en plena guerra por el mantenimiento de la industria automovilística— tienen que ver también con la cuestión de la movilidad urbana. La promoción de zonas de bajas emisiones y del coche eléctrico implican aquí un desplazamiento de facto de las clases populares. Al reservar los centros urbanos como hábitat prioritario para la movilidad eléctrica, el turismo transnacional del queroseno y el AirBnB, se restringe a la vez el acceso privado a aquellos con menores opciones, condenados a tener una posición de servicio y consumo subordinada a un transporte público masificado o a veces inexistente

Como consecuencia, y en el corto y medio plazo, la hipermovilidad de los ricos y de las clases medias suburbanas, sumada a la de los turistas, contrasta de forma insoportable para muchos con las periferias proletarizadas dependientes de la logística, los servicios y el transportes vinculados al diésel. Atadas a sistemas de transporte público muy precarios, la brecha de clase tiende así a ensancharse en los términos más inmediatos de la movilidad y el acceso, especialmente en los entornos metropolitanos. En lo que a este punto se refiere, las medidas de protección del medio ambiente, al lado del acelerado deterioro de los sistemas de transporte público (es el caso de las cercanías ferroviarias), serán interpretadas exclusivamente como una expresión más del poder de clase.

Este tipo de conflictos larvados es lo que el gobierno de Pedro Sánchez, contra todo criterio ambientalista, resolvió subvencionando los carburantes de toda la población en 2022 y de todos los profesionales en 2023. En esencia, el modelo de desarrollo del capitalismo español, en forma de un nuevo keynesianismo verde, no encuentra más soluciones que el viejo modelo desarrollista apoyado por fondos públicos.

El fenómeno abstencionista no es más que la expresión electoral de la desafección producida entre las clases populares

En este marco, la receta de VOX pasa por una interpretación exclusivamente centrada en una retórica nacionalista: tu mejor defensa es la patria, que tampoco termina de funcionar, pero que al menos tiene capacidad para mostrar y aprovechar algunas de estas contradicciones. Su falta de efectividad solo se puede explicar porque el votante medio sigue viendo en el perfil de VOX a un profesional de la política o, de forma casi cómica, a un «cayetano». Y también porque el núcleo central de estos conflictos afecta principalmente a población migrante y a los hogares con menor renta, aquellos que poco se pueden identificar con VOX o in extenso con el perfil de cualquier fuerza política. Es por este motivo que la nueva crisis lleva necesariamente aparejada una fuerte crisis de representación política. El fenómeno abstencionista que tanto preocupa en la sociología política oficial —sobre todo del campo progresista— no es más que la expresión electoral de la desafección producida entre las clases populares, las más golpeadas por la crisis. Sin esta base material concreta entre la población de menores recursos, el resto de banderines de enganche de la derecha, como la islamofobia y la defensa de los valores y la cultura españolas —que se ponen en relación con la defensa de las mujeres frente al Islam—, no garantizan más que un predicamento limitado. La compleja ecuación de femonacionalismo, islamofobia y la economía nacionalista frente al «globalismo verde», que propone la nueva derecha, tiene por eso los pies cortos.

Por su lado, las respuestas del progresismo a las contradicciones que acabamos de plantear suelen quedarse en un terreno confuso. Ya sea la implementación de una suerte de keynnesianismo verde o un decrecimiento planificado, el conjunto de soluciones «de izquierda» a la crisis resultan difíciles de imaginar (y menos de realizar) sin el recurso a una expropiación masiva y colectiva de bienes privados. Por eso las propuestas políticas progresistas suelen resumirse en un uso deliberado del miedo a la derecha como elemento disciplinante. Fuerzan así al cierre de filas en torno a una supuesta unidad del campo progresista, signifique lo que signifique esto.

En todo caso, mientras este (neo)progresismo pueda seguir usando los diques de contención social señalados más arriba, como modelo de integración, no se producirá una clara ruptura social. Por su parte, la extrema derecha ha demostrado entender los ejes temáticos del conflicto, pero camina —salvo en el mundo rural y en algunos sectores sociales muy reducidos— en dirección contraria a la de las clases sociales que deberían protagonizar los nuevos conflictos. En 2023, con la investidura de la nueva coalición progresista, la cuestión puede quizás posponerse algún tiempo. De lo que no caben muchas dudas, es que estas contradicciones van a plantearse de forma agudizada, a medida que avance la crisis, y que ni el magro crecimiento económico, lastrado por la deuda pública, ni las políticas de expansión cuantitativa van a lograr producir una situación de pleno empleo y un crecimiento de la justicia social.

En el medio plazo, es más que previsible que estalle una nueva oleada de conflictos. La mayoría resultarán ambiguos y difíciles de interpretar, también serán difíciles de encajar en los relatos y en los ejes de tipo izquierda-derecha, o según patrones del tipo feminismo / antifeminismo o ecologismo / negacionismo. Por esta razón, es preciso pensar modelos de intervención que proporcionen marcos de interpretación nuevos, sin deudas ni complicidades con este espacio (neo)progre. En este sentido, el sindicalismo de la crisis —en tanto hipótesis de anticipación— debe salir de la ilusión planificadora, de cierta idea democrática que reconstruye la ilusión keynnesiana o que confía en la alianza entre los sectores políticos radicales y de la izquierda con los gobiernos progresistas.

Más allá, se trata de pensar e intervenir en los territorios concretos, a pie de calle, en el medio de la crisis. Las fronteras, la islamofobia y la criminalización de los MENAs, la movilidad de los pobres, la familia, la desglobalización de la economía, el ámbito rural, la seguridad, el acceso a la renta, la propiedad inmobiliaria o las violencias machistas van a ser espacios probables de disputa. Las economías informales, los territorios de lucha de los no propietarios (hipotecados, inquilinas, okupas), las comunidades posfamiliares y posnacionales, el mestizaje o la construcción de un feminismo popular deben formar parte de esta apuesta por la construcción de futuras comunidades en lucha.

El sindicalismo de la crisis debe ser antifascista y antiprogresista

En forma de consigna, el sindicalismo de la crisis debe ser antifascista y antiprogresista. Su campo de actuación no debe ser ni el negro de la derecha, ni el blanco inmaculado del gobierno progresista, sino el gris de las crisis vitales, diversas, complejas y contradictorias que se van a producir en las líneas de frontera entre los sujetos de las tres crisis que ya hemos señalado. Los olvidados de la primera democracia, los migrantes caídos en 2008 y los nuevos precarios de las clases medias que ven sus posibilidades de reproducción social arruinadas deben encontrar en este sindicalismo un espacio de alianza y lucha. Como ya hemos señalado, es en estos espacios «raros» donde están interviniendo los nuevos ecosistemas de derechas, aún torpemente, pero con cierta visión de futuro.

Ahora bien, ¿cuál es el papel del núcleo central de los movimientos sociales que ahora tiene un pie en la clase funcionarial y otro en la clase proyectista? ¿Cómo hacer política desde ese lugar tan contradictorio y ambivalente? La querencia de los movimientos por las políticas de los techos del cristal (el techo de cristal del feminismo, el techo de cristal institucional, el techo de cristal de las leyes injustas),20 así como por la integración y la representación dentro del marco sistémico, han entrado en crisis. Si aceptamos el carácter contradictorio de esta posición, deberíamos también aceptar la necesidad de abrir nuevos debates.

El cruce de caminos necesario para superar este impás político y articular nuevas alianzas sociales es complejo. De un lado, tenemos tres generaciones en crisis, dos crisis consolidadas y otra en ciernes. Del otro, varias generaciones militantes compuestas por diversas familias políticas, marcadas por una ideología progresista y democratista, en la mayoría de los casos con tendencia a concentrar sus esfuerzos en intentar romper esos infinitos «techos de cristal», esto es, a abrir camino para nuevas formas de integración. Una militancia, por tanto, todavía tendente a aprovechar los mecanismos de reproducción disponibles; todavía distanciada de la construcción política marginal a la que obligan la ruptura y la desintegración que se expresan en cada nueva fase de crisis. El reto es, sin duda, enorme.

¿Donde está el sindicato de la crisis? 

Por lo que se ha visto, la anticipación de los futuros conflictos es todavía una ciencia incipiente. Podría tratarse de movilizaciones por los servicios públicos, y por eso necesariamente mediadas por el campo progresista. También podría tratarse de movilizaciones más imprevisibles como las de las pensiones en Francia, o motivadas por las subidas de los precios de los bienes básicos. Otra opción es que surjan protestas vinculadas a los sectores del transporte o la logística ligadas al precio del diésel, o movilizaciones del mundo rural solapadas con las anteriores. Todo ello sin descartar otros lugares o espacios sociales potencialmente explosivos.

En cualquier caso, estos puntos grises y diversos, susceptibles de entrar en ebullición, van a requerir de dos elementos importantes a la hora de poder desarrollar nuevas formas de organización sindical. El primero es la necesidad de articular espacios de discusión y orientación estratégica más formales, donde la propia discusión política componga el núcleo de su propuesta. El segundo está en construir apuestas sindicales que escapen de la sectorialidad, donde el sindicalismo social deje de contemplarse como la elaboración de mecanismos concretos, temáticos y con metodologías específicas (véase para el caso el multipolar sindicalismo de vivienda),21 y se empiece a entender como un movimiento capaz de intervenir con distintas intensidades y herramientas en conflictos de espectro diverso.

Por hacer una comparación histórica, el sindicalismo social está obligado a trabajar formalmente bajo presupuestos parecidos a los de las históricas federaciones locales del movimiento anarcosindicalista. Este trató de convertir la federación en una fábrica de estrategia política. Se trataba de trabajar sobre marcos de alianza de escala local y regional. En esta misma línea, hoy se podrían federar centros sociales, despensas solidarias, escuelas populares, viviendas okupadas, redes de apoyo mutuo y sindicatos de distinta índole. Caso de no asumir este tipo de tareas, el devenir sectorial y particular del sindicalismo social correrá el riesgo de caer en un modelo similar al del sindicalismo de servicios, las asociaciones de consumidores o las ONG. Atravesados por la urgencia cotidiana y por líneas estratégicas muy parciales, estas debilidades hacen del sindicalismo social presa fácil de perspectivas propiamente partidistas.

Por ser más claros: envueltas en las lógicas de los movimientos sociales, las líneas tácticas y estratégicas parcializadas, las vías de representación separadas y las reivindicaciones agrupadas por ejes temáticos, las iniciativas de sindicalismo social tienden a sectorializarse y, con ello, a aislarse. Como consecuencia —en demasiadas ocasiones— parece que solo el campo político institucional-progresista ofrece unidad y coherencia a través fundamentalmente de la producción formal de propuestas legislativas. En dirección contraria, sin embargo, se deben ensayar formas federadas de intervención que estructuren el trabajo sindical, lo desectorialicen y lo ensanchen con horizontes estratégicos nuevos. Se trata, por eso, de no poner en el centro las políticas públicas, ni los famosos techos de cristal. Se trata de expresar un programa autónomo que defienda los intereses de quienes encarnan estos movimientos y no la política de «resultados parciales y graduales», que tanto encandilan a los partidos progresistas y su dramaturgia parlamentaria.

En cualquier caso, este modelo de sindicalismo social puede acusar otros puntos de debilidad, especialmente frente a formas de conflictividad más imprevisibles. De una parte, el crecimiento y la acumulación de fuerzas alrededor del sindicalismo social ha sido, hasta la fecha, relativamente débil, no ha logrado movilizar con cierto nivel de masividad y —como ya hemos dicho— su articulación no ha dejado nunca de ser sectorial. Esto no solo quiere decir que se ha especializado en problemas concretos, por ejemplo la vivienda o la carestía de los alimentos, sino que sus bases organizativas se componen y articulan entorno a sistemas de necesidades dentro de ese mismo campo, lo que vuelve muy difícil la movilización en otros territorios de conflicto.

Esta necesidad de articulación y movilización estratégica, no sectorializada, obliga además a escapar de modelos sindicales «de servicios», al tiempo que se priman los mecanismos de organización comunitaria. Para ello es necesario, conviene insistir, que los dispositivos sindicales sectoriales se federen con otros colectivos y grupos, se inserten en centros sociales y redes de apoyo mutuo, de autodefensa laboral y sindical, de lucha contra las fronteras, el racismo y por la educación popular. Se trata primeramente de construir un modelo sindical más integral. Todo ello, bajo el presupuesto, de que las formas y fuerzas de la crisis por venir, tanto en sus formas de estabilización como en sus líneas de ruptura, van a producir formas de conflictividad que —con toda probabilidad— no serán protagonizadas por las redes activas hoy existentes. De ahí la importancia de testar permanentemente el modelo de acumulación de fuerzas, la versatilidad política de nuestra estructuras, su capacidad de mover y empujar conflictos diversos, hoy difíciles de determinar y a escalas aún por dimensionar.

En definitiva, la crisis nos obliga a apostar por una política autónoma, de autodeterminación política. Esto implica una ruptura decidida con cualquier responsabilidad con respecto del ámbito institucional

De otra parte, y como última tesis para la discusión, postularíamos que el programa político a proponer debe tener formas constituyentes y no solo de ensanchamiento del marco de lo constituido. Salir de las lógicas del progresismo obliga a cuestionarse la posición de los movimientos sociales como interlocutores gubernamentales, a no aceptar este sistema de delegación / negociación. Esto significa que nada tiene que ver cómo se consiguen leyes como las del aborto en Argentina, donde la desobediencia civil es masiva y está inserta en un movimiento internacional, con las concesiones parlamentarias que se «logran» en contextos de baja movilización. En esta última modalidad, que podríamos llamar de «concesión legislativa», las organizaciones sociales aparecen como una contraparte casi decorativa dentro del sistema de gobernanza progresista, cuando no directamente como un simple apéndice de la misma. Reconocidos como parte a la hora de hacer propuestas y jugar el papel de interlocutores válidos de cara a producir leyes y propuestas normativas, estos actores no cuentan con fuerza organizada suficiente cuando se trata de torcer la voluntad de un gobierno.

En definitiva, la crisis nos obliga a apostar por una política autónoma, de autodeterminación política. Esto implica una ruptura decidida con cualquier responsabilidad con respecto del ámbito institucional.

  1. Sobre el concepto de frontera en el capitalismo es importante referirse a estos dos trabajos de Jason W. Moore, El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital, Madrid, Traficantes de Sueños, 2020 y Mina Lorena Navarro y Horacio Machado Aráoz (comp.), La trama de la vida en los umbrales del capitaloceno (el pensamiento de Jason W. Moore), México, Bajo tierra ediciones, 2020. ↩︎
  2. Mike Davis, «Entra el monstruo en escena», New Left Review, núm. 122, Madrid, Traficantes de Sueños, pp. 15-19. ↩︎
  3. Estadísticas salariales de la Agencia Tributaria (2021), desde el punto de vista del trabajador y sin contabilizar las personas en situación de ERTE (expediente de regulación temporal de empleo). ↩︎
  4. Melissa García-Lamarca, Préstamos fallidos, personas fallidas. Vida y lucha contra la deuda hipotecaria, Barcelona, Bellatierra, 2023. ↩︎
  5. Dean Spade, El apoyo mutuo, construir solidaridad en sociedades en crisis, Madrid, Traficantes de Sueños, 2021. ↩︎
  6. Michael Roberts, «El debate de la inflación», Revista Sin Permiso, abril de 2022. ↩︎
  7. Véanse las revueltas que al menos desde 2021 viene protagonizando la juventud senegalesa y que ha llevado al asesinato de al menos 23 manifestantes a manos de la policía en defensa de Ousmane Sonko; también el golpe militar del 26 de julio 2023 del general Abdourahamane Tchiani en Níger con el que se solidarizaron las juntas militares de Mali y Burkina Fasso. En todos estos casos ha habido un explícito posicionamiento anticolonial y contra el poder de Francia sobre estos países, lo que parece apuntar a un cambio sustancial en las relaciones geopolíticas en África. ↩︎
  8. OCDE y Bertelsmann Foundation, «Is the German Middle Class Crumbling? Risks and Opportunities», OCDE, 2021. ↩︎
  9. Erika González y Pedro Ramiro, «El estado-empresa español en el capitalismo verde», La Pública, núm. 1, 29 de junio de 2022. ↩︎
  10. Estos tres elementos destacados aquí como centrales para la constitución y reproducción de las clases medias están desarrollados en Emmanuel Rodríguez, El efecto clase media, Madrid, Traficantes de Sueños, 2022. ↩︎
  11. Dato elaborado a partir de las declaraciones de viviendas en alquiler de la Agencia Tributaria 2021. ↩︎
  12. Datos de Contabilidad nacional elaborados por el Banco de España. ↩︎
  13. Encuesta Financiera de las Familias (2002-2020), Banco de España, 2022. ↩︎
  14. Estadísticas de la Agencia Tributaria, 2021. ↩︎
  15. Encuesta Financiera de la Familias, Banco de España, 2022. ↩︎
  16. El primer recorte serio se produjo con el Real Decreto-ley 20/2011, de 30 de diciembre, de medidas urgentes en materia presupuestaria, tributaria y financiera para la corrección del déficit público. Estas medidas se trasladaron a la Ley 2/2012, de 29 de junio, de Presupuestos Generales para el año 2012. ↩︎
  17. Tomamos este término por extensión de los análisis de la obra David Graeber, Trabajos de mierda, Barcelona, Ariel, 2018. ↩︎
  18. Banco de España, Informe sobre la situación financiera de los hogares y las empresas, Madrid, BdE, 2023, p. 11. ↩︎
  19. Nos referimos en materia de desahucios al Decreto 20/2022 que compensa a precios de mercado al propietario de una vivienda donde se paralice un desahucio. Esta medida es la que se hace equivalente a subvencionar con dinero público al sector de los hidrocarburos por la subida de precios. ↩︎
  20. El término «techo de cristal» fue una imagen corriente en el momento post-15M con la que se aludía al campo de posibilidades abiertas con el fin de escalar el conflicto social. Los horizontes se situaban —según se decía entonces— por encima de un umbral transparente, que permitía ver hasta donde se podía llegar, pero que sin embargo no se podía atravesar. La supuesta solución pasó por organizar partidos y candidaturas, convertir las fuerzas organizativas en sistemas de demandas y reclamaciones de derechos dirigidas al Estado. Paradójicamente no lograron su objetivo inicial de superar los límites señalados. ↩︎
  21. Nos referimos al movimiento de vivienda compuesto en la actualidad por más de 200 proyectos entre Plataformas de Afectados por la Hipoteca (PAH), Sindicatos de Inquilinas y Sindicatos de Vivienda, entre otros. ↩︎

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