Durante el discurso de asunción de Trump, Elon Musk estiró su brazo derecho en señal de entusiasmo. En reacción ante lo que fue interpretado como una imitación de la gestualidad nacionalsocialista, el presidente argentino salió en defensa de su amigo tecnomillonario sudafricano, con un post titulado “Nazi, las pelotas”. Allí Milei escribe: “zurdos hijos de putas tiemblen” y apropiándose de la consigna que cantamos en las marchas de los derechos humanos contra los militares genocidas de la última dictadura (“como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”), afirmó: “los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta”. A continuación, y demostrando que no se trató de ningún exabrupto, el primer mandatario argentino dirigió su discurso en el Foro de Davos a proponer los términos de una enemistad con la que aspira a redibujar, al menos, el occidente capitalista: de un lado, el club de sus héroes, aquellos con quienes pretende arrastrar al mundo aún más a la derecha —Elon Musk, Donald Trump, Georgia Meloni, Viktor Orban, Nayib Bukele y Benjamin Netanyahu—, y del otro, los antagonistas que derrotar: los feminismos, los homosexuales y —en un dudoso alarde de sutileza conceptual— a lo que llamó la cultura “woke”, término apenas conocido en la Argentina.
El “neofacho” no hace más que tomarse en serio lo que el «progre» se tomó a la ligera: que es posible hacer política popular democrática sin asumir el núcleo constitutivo de la injusticia que son las relaciones de explotación social
La operación “Zurdos tiemblen” es, ante todo, ideológica: comienza y termina con la introducción del concepto «woke» (que los neofachos traducen como «progre»). Una vez se aceptan estos términos —se es neofacho “o” progre— la operación ya se ha consumado. El secreto de semejante eficacia esconde una derrota previa de otra índole. El “neofacho” no hace más que tomarse en serio lo que el «progre» se tomó a la ligera: que es posible hacer política popular democrática sin asumir el núcleo constitutivo de la injusticia que son las relaciones de explotación social. El escamoteo del hecho simple pero crucial de que el tiempo de vida de unos muchos (trabajadores) sea sistemáticamente subordinado al proyecto de unos pocos (propietarios privados) es el suelo común de unos y otros.
Si por “progresismo” hay que entender una posición que admite, de modo evolutivo, la adquisición de derechos relativizando la condición estructural y estructurante de la explotación social, y que crea una práctica de la cultura sin arraigo en esta condición instituyente de suma injusticia, entonces hay que admitir al enfrentarlos, que los “neofachos” tienen una primer victoria casi asegurada. Dicho de un modo más directo: una vez que se asume —dentro del llamado progresismo— una idea de la cultura y de la historia incapaz de comprender que la explotación social es irracionalidad colectiva concentrada, ya no hay cómo detener el desbarranque (ni mucho menos ganar ninguna pretendida “batalla cultural”). Porque en el terreno de una democracia incapaz de elaborar esta irracionalidad, es la irracionalidad de la explotación social la que tiende a dominarlo todo.
El progresismo desarmado, abrazado a una retórica insulsa de “democracia” y “liberalismo”, se descubre avasallado por los neofachos
Al aceptar que la explotación social —que es siempre ya explotación de la diferencia de género, de la diferencia nacional y étnica y un proceso racializante— no tiene más realidad que aquella que le confieren las palabras que la nombran, y que no es más que un efecto discursivo que rivaliza en pie de igualdad con tantos otros, la crítica radical del neoliberalismo deja de ser tal, y pierde —como decía Walter Benjamin— capacidad de enfrentamiento con el neofascismo. El progresismo desarmado, abrazado a una retórica insulsa de “democracia” y “liberalismo”, se descubre así, avasallado por los neofachos y en una suerte de estado perplejidad perpetuo, incapaz de extraer de su asombro una sola enseñanza útil ni de reaccionar ante la destrucción de esa cultura del pacto social y político que, por otra parte, ya solo existía como cultura meramente retórica. La eficacia de la operación “zurdos tiemblen” consiste, pues, en extraer unas conclusiones obvias —las proverbiales pavadas crueles de los neofachos— a partir del supuesto fin de toda verdad ligada al antagonismo social.
Fascismo cosplay
El 18 de noviembre de 2024, un día después de que un vistoso referente del mileísmo hubiera anunciado en un acto de escenografía fascistoide la constitución de su agrupación “Fuerzas del cielo” como brazo armado de la “nueva” derecha”, el filósofo Luis García hizo referencia al fenómeno de lo que llamó “fascismo cosplay”. Que no es otra cosa que una apropiación por parte de la “nueva” derecha de la “mascarada travesti” y de su enorme “potencia camaleónica”. Lo que le interesa al capitalismo cosplay, dice García, es incorporar una movilidad y una flexibilidad que el fascismo histórico rechazaba. El cosplay es el modo de superar la “rigidez y estereotipia” que convirtió al fascismo en objeto de “parodia” (por ejemplo en “El gran dictador” de Chaplin). Al actuar voluntariamente en la parodia de sí mismo, el fascista cosplay obtiene un “mayor dominio sobre el campo de efectos de su performance”. El efecto de esta acción de “imitación” de lo que es redunda en que nadie “cree” que estos jóvenes fascistas que participaron de aquel acto sean “realmente” “fascistas”. El carácter “pantomímico” y provocador de la actuación parece relevarlos de los efectos de sus actos. Lo que advierte García es que “el devenir travesti del fascismo es su estrategia más deslumbrante y genial”, la que le permite ingresar “en nuestro mundo pluralista y escéptico, fluido y veloz”. La autoparodia del fascista nos avisa entre chascarrillos que la cosa puede ir en serio.
Lo neofacho es un conservadurismo encendido en auxilio de las políticas de ajuste, un intento de ofrecer una subjetividad reaccionaria a la máquina averiada del neoliberalismo
Nazis contemporáneos, neofachos, fascistas cosplei o reaccionarios de nuevo tipo; no se trata acá de discutir los nombres precisos y categorías justas, sino de comprender a fondo las condiciones bajo las cuales una oligarquía occidental acompañada de publicistas se apodera de la crisis desde arriba para imponer un orden por medios violentos. Lo neofacho es un conservadurismo encendido en auxilio de las políticas de ajuste, un intento de ofrecer una subjetividad reaccionaria a la máquina averiada del neoliberalismo, y de recodificar la política en términos de una enemistad belicosa.
Y si hablo de “violencia” no es para agitar fantasmas en vano, ni para hacer comparaciones históricas impropias. La violencia de las oligarquías occidentales contra las comunidades de trabajadores está en acto bajo la forma de la limpieza étnica de Israel en Palestina, el odio al migrante en Europa y las deportaciones en EEUU. En Argentina la violencia política es una cuestión inminente. No solo por las personas y grupos neofascistas que se sienten autorizados por la voz oficial (“los vamos a ir a buscar”) a agredir y atacar a activistas y comunidades. No solo porque el gobierno nacional estructura pacientemente una red virtual de activistas capaz de provocar agresiones físicas por delivery. A todo esto hay que sumar una violencia ejercida por medio de la privatización de los mecanismos de regulación social —coberturas sociales, derechos sindicales, espacios de la memoria— que agrede, atemoriza y dispersa a lxs trabajadorxs de nuestro país. Un ejemplo de esta semana: el gremio de los aceiteros denunció la militarización de una planta para controlar a los trabajadores que planean llevar adelante un paro nacional en los próximos días, en caso de que no haya avances en la paritaria del sector y no se pague el bono acordado en diciembre pasado. El secretario general de la Federación, Daniel Yofre, denunció la “militarización de las fábricas” —una práctica habitual en la época de la dictadura— por parte de las fuerzas de seguridad y afirmó que desde las empresas “se niegan a darnos los aumentos que corresponden”.
La operación “zurdos tiemblen” repite como farsa lo que recordamos —el terrorismo de Estado— como tragedia. No alcanza con repetir lo que muchos sentimos: que aquí no tiembla nadie; que somos lxs orgullosxs hijxs de las Madres y las abuelas de Plaza de mayo. Urge, además, asumir plenamente el 2025 en Argentina —en todas partes— desde interpretaciones activas y lúcidas del antagonismo social.