Más wokes que el wokismo. Minorizar la revolución, revolucionar la minoría

por | Ene 21, 2025 | Movimientos

Urge volver a un marco materialista que sea capaz de hilvanar e integrar la experiencia de todas en un marco común más allá de la llana inmediatez fragmentada

Introducción: ¿tabú o elefante en la habitación?

La palabra woke, sin una cuantas capas de ironía que nos separen de ella, es un término tabú, innombrable, y no es para menos. El wokismo es un cajón de sastre donde la derechización global encierra y caricaturiza toda reivindicación asociada a grupos minoritarios, esas malentendidas “políticas de la identidad” que, a fuerza de corrección política y superioridad moral, a golpe de degeneración y persecución de la normalidad vienen a atentar contra el orden natural del mundo, dicen. Woke, wokismo, ofendiditos, generación de cristal, cultura de la cancelación… términos que han de ser manejados con cuidado, como dinamita defectuosa, pues su mera mención (incluso desde su crítica) pareciera legitimar el marco discursivo de la derecha.

No hay santos ante la necesaria e implacable crítica del estado actual de las cosas que, en última instancia, permitirá su superación

No somos la derecha, no les haremos la batalla cultural; sin embargo ¿qué fenómeno describen realmente estas palabras? ¿Qué lógicas favorece su tabú? ¿Podemos extraer algo valioso de lo que señalan? Un fantasma recorre las organizaciones políticas –más bien, un elefante en la habitación—. Existen dudas, existen resquemores y existe un malestar hacia discursos que se han revelado impotentes o directamente reactivos –a veces, participando de una negligencia política que arrasa con grupos—. El presente texto, lejos de buscar retroalimentar la oleada de reacción asfixiante que parece marcar una tendencia política mundial, lejos de responsabilizar y culpar a los grupos minorizados de su puesta en existencia y reivindicación, lejos de tender lazos con ese rojipardismo que sigue parasitando a la izquierda; busca expurgar en los entresijos del término, rebuscar en el origen, uso y articulación del término para elaborar una exégesis crítica, una pragmática que nos permita identificar aquellas limitaciones discursivas que establecen complicidades con el agotamiento político del ciclo pasado de luchas; comenzar a abrir, sin miedo ni tapujos, un debate que nos permita superar algunos atolladeros de nuestro hacer político. Pero una cosa es comprar un marco discursivo reaccionario, y otra muy distinta darle la espalda a un fenómeno con tal de no incomodar e incomodarnos por el camino. No hay santos ante la necesaria e implacable crítica del estado actual de las cosas que, en última instancia, permitirá su superación.

Genealogía histórica y repensar el materialismo: intersección y movimientos sociales

En un primer momento, el tipo de políticas encerradas bajo el término wokismo emerge en la contestación al carácter discriminatorio de un status quo que produce sistemas de exclusión social, económica, política… material; un levantamiento contra la imagen de una mayoría social que oprime históricamente a diferentes grupos sociales subalternos o minorías. La imagen de este status quo señalaba una serie de realidades hegemónicas que, sin embargo, se mantuvieron en la indeterminación material; la particularidad abstracta de unos «ejes de opresión» concretos, que se entrelazan y establecen sinergias en el ejercicio de su dominación, pero que no se abordan desde un marco de análisis común, tendiendo a cierto nominalismo histórico que ataca directamente a la consideración tradicionalmente materialista de la historia, relato acusado de hegemónico y excluyente: la incómoda cuestión de la clase no se comprende procesualmente, desde su relación antagónica con el capital, sino que esta se sustantiva y reifica de forma positiva y excluyente. La clase como compuesta de sujetos obrerOs blancOs de mono azul, no como aglutinador diverso de particularidades situadas. El marco de la intersección comprende el relato materialista como una particularidad más con ínfulas totalitarias, ergo opresiva: otra gran narrativa excluyente.

Los aportes de la interseccionalidad han sido numerosos en el proceso de producción de diferencia viva y encarnada al que un marxismo senil y rigidificado no alcanzaba; análisis fruto de un materialismo vulgar que establecía y naturalizaba cuestionables escalas de prioridades desde prácticas y estrategias de por sí excluyentes hacia estos grupos, resultado lógico de discursos centrados en sujetos de enunciación pertenecientes a esta mayoría social. El contacto del marxismo y las diversas teorías marxianas con los feminismos, las luchas antirracistas, las trabajadoras sexuales, el movimiento queer y demás disidencias organizadas solo lo han nutrido en desreificar su imagen del proletariado. Este proletariado se muestra siempre abierto en canal a otros modos de expresión marginados históricamente respecto a su imaginario hegemónico, haciendo visibles más formas de este proceso de diferencia encarnada que compone nuestra realidad política. Sin embargo, para este discurso interseccional, la clase es, como hemos dicho, otra particularidad más en un juego de opresiones sustancializadas y particularizadas que podrán –y deberán– señalarse mutuamente para no participar de su mutua exclusión en un tablero indefinido, indeterminado. Esta reivindicación, a nivel de discurso, se basaba en la visibilización de la realidad excluida y en la puesta en existencia y toma en consideración de las realidades subalternas en y desde el discurso. Este ejercicio de visibilización dependía, principalmente, de operaciones de disrupción, de contra-narrativa al relato dominante y de corte en la cadena de los significantes del poder mediante la inclusión de una alteridad. El objetivo era multiplicar las posibilidades de subjetivación respecto a un modelo de subjetividad excluyente –no todas las mujeres tienen coño, no todas las personas poseen las mismas capacidades, no todos los obreros llevan mono azul—.

Inevitablemente, la falta de un análisis material de conjunto y la limitación de las prácticas derivadas de estos discursos abstractos, donde los ejes de opresión flotaban y colisionaban con historiografías separadas, establecían prácticas autorreferenciales, una realidad compartimentada sin una apuesta revolucionaria conjunta, más allá de la reivindicación, más allá de la reparación. El capitalismo era analizado en tanto que otro eje de opresión y no explicitado como totalidad material que sostenía estos sistemas de opresión –género, raza, cisheteronorma, especismo, capacitismo…–, por lo que los discursos y sus modos de visibilización tendían a la misma inmediatez formal del capital que, en última instancia, lo reproduce: la lucha contra unas condiciones materiales trascendentales de producción de subjetividad y sus distintos dispositivos de producción ideológica será ubicada desde la (mal llamada) deconstrucción individual de la subjetividad política.

Desde un individualismo metodológico centrado en un trabajo siempre y casi exclusivamente personal, se priorizaría esta deconstrucción como una condición previa a la elaboración de una estrategia común contra las condiciones estructurales. Esto ya señala una clara demarcación ideológica, donde la pedagogía a veces se reduce a poco más que una amable concesión. La pertenencia o no pertenencia al grupo, a la identidad, queda marcada de forma rígida por unos operadores del discurso, tendiendo al esencialismo en categorías políticas dinámicas. Esto conduce a la clausura en la interioridad subjetiva en procesos abiertos de subjetivación.

Comprendemos la política como proceso abierto que no puede disociar su discurso de un horizonte emancipador común al que debe apuntar su práctica

Que no se malentienda: los espacios no-mixtos y de organización propia de una minoría concreta, aunque con la inestabilización de las identidades como coherentes y unitarias tengan cada vez una demarcación más problemática, resultan necesarios para la elaboración de prácticas discursivas propias, así como la vida y la militancia de quienes encarnan una minoría no puede estar dedicada permanentemente a la pedagogía –exigencia que resultaría, cuanto menos, sospechosa—. Pero es innegable el papel que determinadas lógicas han ejercido en la configuración del grupo y la agenda política de este en el pasado ciclo político, su distanciamiento del trabajo de base, de la articulación de comunidades de resistencia o prácticas subjetivantes de grupo que desprivaticen la subjetividad del sujeto individual; el repliegue subjetivo sobre la persona, su emocionalidad y una sensibilidad que se pensará e forma privada pero se traerá al espacio público. A fin de cuentas, comprendemos la política como proceso abierto que no puede disociar su discurso de un horizonte emancipador común al que debe apuntar su práctica –lo que podríamos llamar la oposición dialéctica de una conciencia revolucionaria a la totalidad del capital, si se quisiera—. Lejos de esto, la deconstrucción era la única práctica política junto a la difusión del discurso. El discurso como ideal abstracto, trascendente y suficiente, escindido de la práctica material que lo forma; al que las subjetividades deben engancharse, independientemente de una comunidad política, cada vez más relegada a un segundo lugar.

Agotamiento del “movimentismo” y el regreso a la socialdemocracia

El agotamiento del ciclo de luchas donde se gestó la forma y la difusión de este discurso, cuyos principales actores serían los movimientos sociales, puede encontrar distintas causas con mayor o menor impacto según la comunidad y el territorio. Hasta qué punto las mismas limitaciones de este ciclo estaban implícitas en su propia reivindicación o en los principales actores en este fracaso requeriría de otro espacio de discusión. En un primer esbozo de contexto nacional podemos resaltar la institucionalización de las luchas en el reformismo, la derrota de las apuestas municipalistas o el auge de las políticas represivas y la persecución policial; factores que llevaron a una desmovilización generalizada de la organización política, a una crisis y precarización de sus redes y dispositivos, cuando no directamente a su desmantelamiento. Techo sin cimientos: un repliegue de la organización política sobre el discurso como herramienta de transformación de la realidad en un momento de desmantelamiento práctico que favoreció esta escisión, síntoma del momento de impotencia política, incapacidad de las luchas de superar sus limitaciones. Sin prácticas constituyentes, la performatividad de los discursos políticos quedó relegada a una dimensión gestual, a una política abstracta del gesto (a veces, del aspaviento) que separaba un lenguaje, una expresión, un modo de presencia del mundo, del agenciamiento material concreto de donde extraían su génesis y sentido práctico.

Al abandonar la organización política revolucionaria, entre otras cosas por el abandono mismo de un horizonte revolucionario y el vaciamiento de significado de la palabra ‘revolución’ –o lo que es lo mismo, la posibilidad de transformación estructural del estado actual de las cosas–; este discurso progresivamente ha ido abandonando una agenda política propia para quedar relegado a la mera reactividad sobre ese status quo, señalado pero intacto. Sin embargo, como el orden hegemónico de las cosas no ha podido ser depuesto, el poder y su ejercicio han quedado convenientemente vetados por su asociación necesaria a la opresión. Si el poder es inherentemente opresivo, la pertenencia a una minoría queda refugiada, clausurada, en la condición de la herida permanente, abandonados los medios políticos de su cese; y toda su actividad política, la mera apelación de reparaciones, de concesiones y cláusulas en una agenda ajena, la agenda de aquellos que perpetúan el estado de cosas del que mana la dominación.

El discurso woke: redes sociales y difusión

De forma paralela, las redes sociales experimentan su auge y se convierten en un foco de politización y difusión de discurso político que irá adquiriendo centralidad, especialmente para la organización y formación políticas –podemos citar el papel de la ya asesinada twitter en la coordinación entre territorios del 15M–, pero sobre todo, toman relevancia como primer contacto político de una generación que se topa, por un lado, con un momento de debilidad y repliegue del tejido social y, por otro, con una privatización de los espacios de producción común de discurso. Pero a fin de cuentas, una generación que se encuentra con la contraparte del acceso a una cantidad prácticamente ilimitada de información, a la ebullición de un general intellect que permite una elaboración horizontal y común del discurso. Sin embargo, este momento político de desmantelamiento de la militancia, privatización de los espacios comunes y (sobre)peso en las tecnologías de la información hace que esta elaboración común del discurso adopte la mediación social propia de estas plataformas al verse cada vez más cercada en ellas, a sus modos de visibilidad, interacción, difusión, de subjetivaciónla forma siempre es, también, contenido. La experiencia se basa en una instantaneidad a la que el juicio queda supeditado, la enunciación queda individualizada y estandarizada en usuarios y toda práctica progresivamente se reduce a la difusión, a la proclama o adopción de la consigna. Difusividad y visibilidad, pero bajo las escandalosas formas de una la vida espectacularizada, de una vida que, individualizada, se convierte en otra forma fetichizada más de mercancía. La militancia se disuelve en un activismo cada vez más indisociable del marketing.

La herida ha de ser atendida, subsanada y protegida, pero sin un marco ni horizonte común para deponer aquello que causa daño, a veces siquiera sin comunidad

Un primer momento disruptivo de contestación ha pasado de largo; esta fase ya ha sido normalizada, integrada y axiomatizada por los aparatos del capital, desde el Estado hasta sus inversores. Ese mismo antiestablishment se ha reestratificado en la convivencia de discursos heterogeneizados, fragmentados y cerrados sobre una herida que ha de ser atendida, subsanada y protegida, pero sin un marco ni horizonte común para deponer aquello que causa daño, a veces siquiera sin comunidad. Así, los discursos quedan supeditados a esta lógica de la contestación al poder: una reactividad despolitizada y separada de su contexto, hasta reducirse a los mismos mecanismos elementales de exclusión formal del discurso mayoritario. Estos mecanismos, que poco tienen que ver con la toma del poder, terminan asimilados por la dominación, únicos procesos capaces de coexistir en complicidad con un contexto de despolitización, vaciado de contenido y fragmentación política.

Podemos elaborar un primer esbozo provisional sobre algunos de los tokens que estructuran el funcionamiento discursivo en torno al mal llamado wokismo –preferiremos hablar sencillamente de socialdemocracia– cuya herencia en última instancia podemos sintetizar en lo que podemos llamar izquierdismo liberal yanqui. No es por tópico que nos remitimos al eje del mal: históricamente, la recepción psicoanalítica yanqui y su adaptación a los mandatos del self-made man y la cultura emprendedora del neoliberalismo han sido piedra angular en la formación de un discurso centrado en la construcción individualizada de la subjetividad política aquí diseccionada. Esta subjetividad se articula en torno a un modo de experiencia configurado por la acumulación de méritos y el trabajo personal que encuentra fácilmente su traducción en falacias de autoridad y en las lógicas propias del virtue signaling (es decir, la continua reafirmación de la buena moral política propia a través del señalamiento ajeno donde me excluyo del mal en tanto que señalador). Este proceso trasciende la utilidad y la visibilización, reduciéndose a una forma de ostentar capital simbólico o social.

Por otro lado, se observa también la validación automática de la proclama por una legitimación trascendental, basada en la pertenencia a la subalternidad: una pertenencia siempre propia, una experiencia siempre privada, un relato siempre personal, una identidad cerrada y excluyente del resto. Esta mención comúnmente opera como un arma arrojadiza para desautorizar el discurso ajeno o, como se ha señalado en varias ocasiones, un microcosmos perverso donde quien acumula más puntos de opresión lleva la razón, premio de consolación a la violencia estructural que encarna.

Evidentemente, esta lógica del discurso no pertenece solo a la izquierda progre, sino a la totalidad de la ideología neoliberal; pero la especificidad formal “woke”, su acervo, ha permeado de forma increíble en otros estratos políticos precisamente por eso: su contenido como discurso ya no se articula con una práctica política emancipadora, ni siquiera remite al sentido de un discurso originario… desprovisto del contexto material, alejado de la práctica revolucionaria, su contenido es una emulsión meramente formal, una moral abstracta, que aplica una serie de juicios como un conjunto de axiomas, a veces poco más que un código penal sin Estado que pretende arrastrar la complejidad de lo real a sus coordenadas y abandonar, precisamente, la particularidad concreta de cada contexto. Su efectismo puede usarse sin problema como arma arrojadiza contra las mismas políticas culturales minoritarias que enarbolaron esta forma discursiva en un primer momento: TERFs aludiendo a su incontestable experiencia de mujer para atacar a disidencias de género, sionistas acusando de antisemitismo, neoliberales señalando el clasismo de la izquierda, colectivos afrodescendientes realizando eventos con bancos y despachando toda crítica bajo el señalamiento al privilegio blanco a quienes las enuncian, y un larguísimo y penoso etcétera.

Minorizar la revolución, revolucionar la minoría

Urge la organización para un nuevo ciclo de luchas que madure las lecciones del anterior, y para ello apremia retomar el diálogo incómodo

El agotamiento político puede traducirse en algo más que mera reacción, un cómodo repliegue subjetivo parejo a un aspiracionismo clasemediano lacado de identidad disidente. Precisamente, la agitación woke nos ha obligado a un aprendizaje, al desarrollo de una sensibilidad que no se cierre sobre su propia identidad para no excluir a ninguna, una particularidad abierta a su universalidad. Pero hemos de abandonar la complicidad con nuestra impotencia. El debate estratégico está abierto y vivo, pero urge volver a un marco materialista que sea capaz de hilvanar e integrar la experiencia de todas en un marco común más allá de la llana inmediatez fragmentada: pasar realmente de una particularidad abstracta a una particularidad universal, una práctica constituyente de conjunto en la que nuestra estrategia contra la dominación, contra el capitalismo y sus opresiones, sea coordinada. Urge la organización para un nuevo ciclo de luchas que madure las lecciones del anterior, y para ello apremia retomar el diálogo incómodo, el debate racional: no esa Razón monolítica de una Ilustración totalitaria, sino esa razón como espacio desprivatizado para la argumentación de razones –precisamente, la herramienta que nos permite integrar sensibilidades en un marco más amplio, herramientas para despatriarcalizar y descolonizar La Razón como aparato del poder y hacerla múltiple, open source—. Desprivaticemos la razón como espacio común, no capitulemos de ella. Lo contrario es seguir firmando nuestra complicidad con la barbarie.

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