¿Cómo afecta el encarcelamiento a las familias de las personas presas?

por | Dic 17, 2024 | Antipunitivismo, Feminismos/Disidencias

Los efectos extendidos del encarcelamiento recaen desproporcionadamente sobre las mujeres

Si el encarcelamiento ha sido planteado en nuestro contexto como una solución rápida y fácil a muchos de los problemas sociales generados por un sistema excluyente y depredador, la mayoría de nosotras sabemos que, por el contrario, el recurso constante a la penalidad y al encarcelamiento solo desplaza y profundiza los problemas sociales con consecuencias negativas y, a veces, dramáticas. En este sentido, el castigo forma parte de las múltiples formas a través de la cuales se canalizan las visiones neoliberales de exclusión de los pobres y la búsqueda de una responsabilización individual de los problemas estructurales. Pero lejos de afectar únicamente a los individuos encarcelados, los efectos sociales que se extienden sobre las clases populares y las poblaciones racializadas son dramáticos en términos económicos, de estigma y de reducción de oportunidades vitales.

El Estado español, pese ser uno de los países con menos delitos y, de forma aún más acentuada, con menos delitos violentos, tiene una tasa de encarcelamiento por encima de la media europea, por lo que podemos decir que se trata de uno de los estados más punitivos de Europa. Actualmente, 55.000 personas, esto es, 118 personas por cada 100.000 habitantes se encuentran privadas de libertad en nuestro país. Pero además se lleva a cabo un tipo de castigo muy selectivo que ataca de forma desproporcionada a los pobres. Y es que solo dos de los más de 500 delitos tipificados en el código penal engloban la gran mayoría de las condenas de prisión: los delitos contra la propiedad y la salud pública, esto es, los más marcados por trayectorias de pobreza y distintas formas de desventaja social.

Neutralización y responsabilización

De forma contraria a lo que indica la Ley (Art. 3.2 LOGP), el encarcelamiento implica una pérdida de derechos de ciudadanía que va mucho más allá de la privación de libertad. Las personas presas son un tipo particular de pobres a los que se ofrecen formas paralelas sustitutas, normalmente degradadas y correccionales, de provisión de derechos y servicios. Prácticamente todas las personas encarceladas cumplían roles positivos en las comunidades a las que pertenecían antes de su entrada en prisión. El encarcelamiento borra la mayoría de esos roles y prácticas, lo que tiene consecuencias negativas para quienes mantienen relaciones de interdependencia con los encarcelados. Por otro lado, la incapacitación de los reclusos impide que estos puedan hacerse cargo de sus propias necesidades, obligando a los seres queridos a movilizarse para reducir los daños del encarcelamiento y suplir las necesidades económicas, afectivas o burocráticas no satisfechas por la administración.

Como principales proveedoras de apoyo a la población reclusa las mujeres son quienes más sufren las consecuencias del castigo fuera de la prisión

Como principales proveedoras de apoyo a la población reclusa y responsables de sacar adelante las economías de los hogares ahora fragilizados por el encarcelamiento, las mujeres son quienes más sufren las consecuencias del castigo fuera de la prisión. Ellas son quienes han de hacer frente a situaciones sociales dramáticas: a la criminalización cotidiana que implican las visitas, los costes materiales y simbólicos del encarcelamiento, las emociones negativas de temor e incertidumbre producidas por la prisión, la limitación y el control de las relaciones con sus seres queridos y también a la retradicionalización de los roles de cuidados que el encarcelamiento a menudo impone sobre sus vidas.

Las familias de las personas presas ya padecían situaciones de privación antes del encarcelamiento. En efecto, las reclusas proceden, en su mayoría, de orígenes humildes y han sido afectadas por trayectorias de monomarentalidad empobrecida, falta de apoyos en la crianza y/o precariedad de los servicios públicos de atención a las toxicomanías, factores que reflejan la responsabilidad del Estado en la reproducción de las desigualdades y la reducción sistemática de oportunidades.

El fenómeno del encarcelamiento está presente, por lo tanto, en muchos más hogares de lo que pensamos.

Instituciones Penitenciarias señala —según respuesta del portal de Transparencia— que en 2022, alrededor de 190.000 personas acudieron a visitar a personas presas en las cárceles dependientes de la Secretaría General —sin tener en cuenta Euskadi y Cataluña—, por lo que alrededor de 250.000 personas se encuentran directamente afectadas por el encarcelamiento de un ser querido. El fenómeno del encarcelamiento está presente, por lo tanto, en muchos más hogares de lo que pensamos. No obstante, los efectos extendidos de esta situación de encierro han sido completamente descuidados tanto por la academia como por la militancia. Este descuido refleja la capacidad estatal para despolitizar este tipo de cuestiones, pero también nuestra propia impotencia política a la hora tanto de criticar el punitivismo del Estado sobre las clases populares, como de producir relatos y prácticas sobre formas alternativas de justicia.

Formas de expolio y de relegación social

Las familias se ven relegadas y expoliadas por la administración de diferentes formas. En primer lugar, la falta de trabajo o de derechos laborales en prisión han coincidido con un creciente acceso formal al consumo de diferentes bienes y servicios. Este es sufragado en buena medida por las familias de los presos. A ello se suma que la institución crea monopolios u oligopolios abusivos como una forma de financiarse. Las llamadas que se hacen desde prisión son el ejemplo más flagrante de este tipo de políticas. Telio, una multinacional holandesa que explota el monopolio de las llamadas para la Secretaría General carece de personal asalariado en el país y obtuvo ingresos por estas llamadas de casi 11 millones de euros. Así, un preso que hiciera todas las llamadas a las que tiene derecho podría gastar unos 150 euros mensuales. Según datos del Síndic de Greuges de Barcelona, las familias ingresan entre 120 y 140 euros al mes a las cuentas de sus seres queridos.

En segundo lugar, las familias y personas allegadas a las y los reclusos sufren en sus propias carnes la criminalización penitenciaria. Ellas son el principal objetivo de criminalización de los funcionarios de seguridad —perros, raquetas, arcos metálicos, empleo disuasivo y ejemplarizante del cacheo con desnudo integral—, que imponen reglas y visiones de la cárcel a personas que no pertenecen a ella. La institución fomenta los intercambios con el exterior a fin de construir cierto orden correccional en el adentro, pero para ello somete a las familias y, en especial, a las mujeres, a un conjunto de medidas de seguridad y arbitrariedad que extienden el control penitenciario sobre ellas.

Por otro lado, la creación de macrocárceles en terrenos alejados de las grandes ciudades perseguía la seguridad y el bajo coste. Pero las familias son una de las principales damnificadas por este tipo de políticas, ya que tienen que recorrer muchos kilómetros, a veces cientos de ellos, para poder ver a sus seres queridos, muchas veces con un transporte público deficiente o directamente, sin poder recurrir a este. Un documento del Consejo Social Penitenciario afirma esto mismo, e incluso que en otras solo se puede usar entre semana y no hay servicio ni sábados, ni festivos, o que para ir a la cárcel de Soto entre semana es preciso atravesar caminando “1,5 kms de descampado”. Este tipo de situaciones, extendidas por toda la geografía nacional, ha producido diferentes movilizaciones en los últimos tiempos, como la llevada a cabo por Salhaketa en Navarra, con resultados exitosos, o la organizada en Logroño desde diferentes organizaciones sociales. Así, en esta última cárcel hay que “caminar kilómetros hasta la parada de autobús más cercana por una calle sin asfaltar, sin acera ni iluminación. Y otros tantos kilómetros de regreso”.

Las funciones del trabajo social en las prisiones incluyen recabar información sobre las familias a fin de conocer en qué medida estas pueden ser un medio de apoyo y de control a los penados

Por último, los servicios sociales penitenciarios, que podrían servir como una forma de apoyar a las familias y de evitarles los efectos más penosos del encarcelamiento, se encuentran enmarcados en la Administración Penitenciaria. Ello tiene como consecuencia una falta de coordinación con el resto de la red de servicios sociales, escasez de recursos económicos, físicos y humanos, supeditación a los aspectos del reglamento penitenciario, predominio de las funciones de control y poca eficacia profesional. En este sentido, las funciones del trabajo social en las prisiones incluyen recabar información sobre las familias a fin de conocer en qué medida estas pueden ser un medio de apoyo y de control a los penados. Se trata de una práctica que genera mucha desconfianza entre las personas allegadas. Por el contrario, este trabajo suele carecer de información, de poder institucional o de recursos para mediar o negociar cuando las familiares les plantean dudas o demandas relativas a situaciones de violencia o problemas de salud de sus allegados presos.

La degradación simbólica

La criminología feminista ha señalado cómo el encarcelamiento femenino reproduce diferentes desigualdades de género

Las familiares mujeres enfrentan determinadas sanciones por su particular posición en las relaciones de género. Una de estas sanciones informales es el estigma que las etiqueta como “malas mujeres” debido a la desviación de sus seres queridos. Este estigma regula sus comportamientos y refuerza los roles tradicionales, empujándolas a intensificar las tareas de cuidado como una estrategia para evitar la sanción social. Así, si la criminología feminista ha señalado cómo el encarcelamiento femenino reproduce diferentes desigualdades de género también en el afuera, el estigma y la falta de recursos refuerzan las dinámicas de control sobre las mujeres.

El encarcelamiento tensa, además, las relaciones de solidaridad entre las familias y su entorno social más cercano, fomentando la desconfianza y la ruptura de relaciones. El conflicto de las familias se produce cuando tienen que negociar a partir de la posición simbólica del recluso, lo cual se dramatiza o bien apoyándoles, o bien escenificando un alejamiento. En los entornos populares, las relaciones familiares se encuentran así fragilizadas puesto que las personas se ven obligadas a elegir entre cumplir con los deberes asociados a la solidaridad familiar o posicionarse, por el contrario, del lado de los ciudadanos honrados que evitan la vinculación con “criminales”.

Además, el estigma que sufren las familiares se manifiesta en su incapacidad para controlar la información que circula sobre ellas y sus seres queridos dentro de su propio círculo. Las mujeres señalan que sufren cierto rechazo social y que algunos amigos les dejan de llamar o de invitar a eventos sociales. También han de soportar comentarios y habladurías, u otras reacciones sociales del entorno de la víctima del delito. El encarcelamiento también implica mucho retraimiento de estas personas por las emociones de vergüenza y aflicción que desata. Los eventos sociales y familiares son vividos como un examen en el que se refuerza la diferencia de género con respecto a la norma social, incumplida por la ausencia del recluso castigado. Ante el estigma, la estrategia generalizada de estas mujeres es la ocultación. Pero ese silencio incrementa su aislamiento, la falta de apoyos, la responsabilización femenina y los problemas emocionales de vergüenza y de ansiedad social.

La visita es un proceso que suele generar mucho malestar en las mujeres

Los efectos simbólicos y emocionales del encarcelamiento se expresan de forma particular en la visita. La visita es un proceso que suele generar mucho malestar en las mujeres, no solo por lo que implica en términos de esfuerzo por el desplazamiento, las esperas y el maltrato institucional, sino también por lo doloroso de dejar allí a sus seres queridos y por los efectos emocionales duraderos que la visita tiene sobre su vida cotidiana. La cárcel es un tipo de institución muy particular, que genera mucho temor a su alrededor. Los familiares tienen mucho miedo a que sus seres queridos puedan convertirse en víctimas de peleas, malos tratos o negligencias médicas. También temen que puedan fallecer de sobredosis. Así, la cárcel extiende una cultura del terror particular más allá de sus muros y genera muchos sentimientos de miedo e indefensión. De forma paradójica, políticas que conceden más derechos de visita o de llamadas pueden resultar perniciosas si no se tiene en cuenta el impacto en términos de costes temporales, económicos o emocionales para las mujeres.

La degradación económica

Las políticas punitivas desencadenan procesos de feminización de la pobreza, penuria infantil y aumento de la carga de cuidados

El encarcelamiento también desata una crisis de reproducción en el hogar. Las políticas punitivas desencadenan procesos de feminización de la pobreza, penuria infantil y aumento de la carga de cuidados. Obligan, además, a las mujeres a llevar a cabo diversas estrategias de obtención de recursos, ya sea a través de formas de empleo feminizadas y precarizadas, tirando de redes de solidaridad familiar o recurriendo a la asistencia social. Estas mujeres, por lo general empobrecidas y a menudo racializadas, que trabajan de forma desproporcionada en los sectores de limpieza y cuidados se enfrentan a una fragilización de sus hogares a causa de la gestión punitiva de los problemas sociales. Se ven así obligadas a una triple jornada de trabajo feminizado (invisible y no reconocido), de hogares monomarentales y de apoyo al preso, con todos los costes asociados.

A su vez, el encarcelamiento produce inseguridad habitacional. Las mujeres no solo tienen que hacer frente a la ausencia de sus hijos o parejas, con lo que ello supone de reducción de los ingresos, sino también cuidar en soledad de los menores, ya sean hijos o nietos. Muchas mujeres jóvenes se ven obligadas a cambiar de domicilio porque solas no pueden hacer frente a las nuevas cargas económicas y de cuidados. También intentan evitar la activación de las instituciones de tutela de menores. Además, tienen que hacerse cargo de las nuevas formas de neutralización: del pago de abogados penales y de extranjería, de las multas y de la responsabilidad civil del penado. Ellas suelen identificar la justicia como un mero negocio debido, en primer lugar, a una forma de funcionamiento progresivamente managerial y difícil de comprender —basada en pactos y en acuerdos con fiscalía—; a los altos precios de los economatos, a los bajos salarios de los presos que trabajan, a los problemas de alimentación y, por último, a la precariedad de los servicios públicos penitenciarios.

Un problema político

¿Cómo entender que procesos que afectan de forma dramática a tantas personas no sean capaces de producir una reacción política organizada?

¿Cómo entender que procesos que afectan de forma dramática a tantas personas no sean capaces de producir una reacción política organizada? Para empezar, la posición social de las familias no es atractiva para los representantes políticos. Por otro lado, la falta de transparencia y la obstaculización de la investigación crítica fomentan la invisibilización del problema. Desde el punto de vista hegemónico neoliberal que mantiene la institución, el papel de las familias debe encajar en los términos correccionales clásicos, esto es, ceñirse a apoyar los procesos de reinserción y a fomentar conductas de esfuerzo y de responsabilidad. Estas visiones normativas criminológicas reproducen las desigualdades de género puesto que privatizan los cuidados, contribuyen a seguir responsabilizando a las mujeres del comportamiento desviado masculino y dan poder a las instituciones sobre sus vidas. La individualización penal y penitenciaria, acrecentada por un sistema flexible de premios y castigos que empuja a cada preso a atravesar lo más rápidamente posible su itinerario penal y dificulta la solidaridad desde afuera. El sistema está construido para que cada uno luche por lo suyo y deje de lado cualquier forma de solidaridad política que le pudiera acarrear problemas a la hora de sacar de prisión a sus seres queridos.

Durante los últimos años, distintas voces de la sociedad civil han comenzado a señalar las problemáticas de las familias con un miembro en prisión y, gracias a sus actuaciones, se han dado algunos pasos hacia la búsqueda de soluciones políticas al problema. Así, organizaciones como Famílies de Presos a Catalunya, Familias contra la Crueldad Carcelaria o el mismo Síndic de Greuges de Barcelona están consiguiendo visibilizar las dificultades que sufren las familias de personas presas abogando por medidas que buscan reducir sus cargas económicas y de transporte; asegurar el bienestar físico y psicológico de los reclusos; transferir las competencias de sanidad o servicios sociales de la institución penitenciaria a instituciones civiles; poner límites a la arbitrariedad y opacidad institucional, o fomentar la creación de instituciones independientes de acompañamiento, asesoramiento y organización de las familias. Estas demandas son elementos susceptibles de reducir y de politizar el sufrimiento generado por la cárcel.

Construir una mirada política de los efectos extendidos del encarcelamiento nos permite alejarnos de visiones tradicionales e individualistas de la justicia

Construir una mirada política de los efectos extendidos del encarcelamiento nos permite entender de forma encarnada los problemas sociales que este acarrea, alejarnos de visiones tradicionales e individualistas de la justicia y acercarnos a modelos más relacionales de abordar y gestionar los conflictos. Las familiares de personas encarceladas han sido tan importantes para el sistema penal como sistemáticamente invisibilizadas por este. En su calidad de afectadas por el sistema penal, y desde una politización de los cuidados, su posición puede resultar controvertida ya que tiende a la crítica y a la resistencia a la institución. Así, una mejor comprensión de los perjuicios padecidos por las familias —y, de forma específica, por las mujeres— y un conocimiento de su crítica situada a la prisión fortalecen los argumentos del antipunitivismo en un contexto de neoliberalismo penal.

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