El sábado 23 de noviembre las calles de Barcelona vivieron una movilización histórica. Decenas de miles de personas, organizadas desde los barrios y respaldadas por más de 4.000 organizaciones, llenaron el centro de la ciudad para exigir el derecho a una vivienda digna. Las demandas del Sindicat de Llogateres son reducir los alquileres un 50%, implementar contratos indefinidos, recuperar viviendas para el uso residencial y frenar la especulación inmobiliaria. Estas exigencias se acumulan tras una década en la que los precios se han duplicado, alcanzando un promedio de 1.178 euros en Barcelona.
No se trata de un acto aislado, sino del inicio de una creciente ofensiva social provocada por la grave crisis de vivienda asequible que afecta a España y buena parte del mundo, especialmente en el mercado de alquiler, donde predominan viviendas caras, precarias y de mala calidad. Los sindicatos de inquilinas han dejado claro que, si las instituciones no pueden o no quieren proteger el derecho a la vivienda, los inquilinos están dispuestos a tomar las riendas. Al final de la manifestación, plantearon la posibilidad de una huelga de alquileres: “no nos dejan otra alternativa,” aseveró la portavoz Carme Arcarazo.
Tras la crisis financiera de 2008, los propietarios corporativos y fondos de inversión han adquirido un papel central en la estructura de propiedad residencial española
Los lobistas del sector inmobiliario argumentan que, además de provocar un apocalipsis económico, una acción de este tipo sería injusta, ya que afectaría a pequeños propietarios que dependen de estos ingresos. Sin embargo, las dinámicas del mercado de vivienda no están dominadas por pequeños caseros. Tras la crisis financiera de 2008, los propietarios corporativos y fondos de inversión han adquirido un papel central en la estructura de propiedad residencial española. Según los datos catastrales, entre el 2008 y el 2021, el 51% de las altas de bienes inmuebles de uso residencial en España han sido de personas jurídicas. En España, solo diez propietarios suman más de 200.000 inmuebles. En ciudades como Barcelona, el 37% del parque de vivienda en alquiler pertenece a rentistas con más de diez inmuebles. Esta concentración de la propiedad ha permitido a los grandes propietarios configurar las condiciones del mercado y torcer las políticas públicas a su favor durante una década como mínimo.
Algunas experiencias previas
Cualquier debate ético o estratégico sobre una hipotética huelga de alquileres debe considerar sus posibles impactos. No se trata de una acción inédita: existen varios precedentes históricos que sirven para valorar su potencial. En Glasgow durante la Primera Guerra Mundial, un aumento brusco en la demanda de mano de obra industrial desencadenó una crisis de vivienda. Los terratenientes urbanos habían aprovechado la llegada de trabajadores para subir los alquileres, mientras los precios de los alimentos también aumentaban de forma considerable. Buena parte de las viviendas estaban en mal estado, lo que afectaba a la salud de los inquilinos, a la vez que sus condiciones económicas.
La Asociación de Mujeres por la Vivienda de Glasgow lanzó una campaña que para mayo del 1915 había sumado a la huelga a 25.000 inquilinos
Como respuesta, la Asociación de Mujeres por la Vivienda de Glasgow lanzó una campaña bien coordinada, que para mayo del 1915 había sumado a la huelga a 25.000 inquilinos. Tal fue su apoyo entre las clases populares que inspiró una ola de huelgas en las fábricas, en las que se exigieron aumentos salariales, además de mejoras en las condiciones de vivienda. Esta presión obligó el gobierno británico a congelar los alquileres a niveles de 1914.
Otro ejemplo ocurrió en Nueva York. Tras la Segunda Guerra Mundial, las políticas federales que promovían la vivienda en propiedad y la suburbanización, en un contexto marcado por la segregación racial, desataron una grave desinversión en los barrios populares de Nueva York, dejando a los inquilinos en viviendas severamente deterioradas. Los caseros más negligentes explotaron estas condiciones para extraer rentas en los barrios de Harlem, Bedford-Stuyvesant y el Lower East Side sin reinvertir en mantenimiento ni en el cuidado más básico de sus edificios.
En el invierno del 1964, las condiciones se habían vuelto intolerables, provocando una huelga de alquileres masiva. Cientos de asociaciones inquilinas retuvieron el pago del alquiler y presentaron en los tribunales pruebas contundentes, como bolsas de ratas muertas, para exigir reparaciones inmediatas. Este movimiento catalizó la aprobación, de la Ley de Huelga de Alquiler del Estado de Nueva York, hoy conocida como el Artículo 7-A. Además de formalizar el derecho a huelga en el ámbito residencial, la ley permitía a los inquilinos asumir legalmente el control de sus propiedades en edificios mal administrados para gestionarlas de forma responsable.
Así que la eficacia histórica de la huelga de alquileres como herramienta de movilización popular y democrática queda demostrada. En el ámbito legal, su carácter garantista de los derechos y libertades civiles también es patente. No obstante, conviene pensar en la proporción de caseros realmente vulnerables a la disrupción económica provocada por una hipotética huelga de alquileres.
Para estos caseros, ¿qué implicaría una huelga de alquileres en España? Los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida 2022 muestran que el 16% de los hogares españoles obtienen ingresos por propiedades en alquiler, incluyendo viviendas, locales, solares y aparcamientos. Para simplificar, nos referiremos a estos hogares como minirentistas. Imaginemos el peor escenario posible para estos pequeños propietarios: una huelga salvaje de un año, que se extendiera a toda la propiedad en alquiler, en la que no ingresaran ni un euro bruto por arrendamientos. Aunque el impacto de esta huelga sería diverso, incluso en este escenario, la mayoría de los hogares minirentistas mantendría ingresos notablemente superiores al hogar medio español. De hecho, la mitad seguiría ganando más de 42.200 euros anuales, alrededor de 10.000 euros más que el hogar medio.
Una amplísima mayoría (82%) de estos hogares minirentistas más perjudicados ya tiene pagada la vivienda en la que residen.
En cambio, alrededor de un 14% de los hogares minirentistas caería por debajo del umbral de pobreza, situación que afecta ya a cerca del 35% de los hogares inquilinos. En este sentido, nuestra hipotética huelga salvaje expondría a cerca de un 3% más de los hogares españoles al riesgo de pobreza relativa –situación en la que se encuentran más del 20% del resto de hogares (sean o no propietarios de sus viviendas)–. Eso sí, con una diferencia clave: una amplísima mayoría (82%) de estos hogares minirentistas más perjudicados ya tiene pagada la vivienda en la que residen.
Por tanto, desde una perspectiva de justicia redistributiva, una huelga de alquileres serviría para equilibrar la necesidad de una vivienda digna con las necesidades económicas de los minirentistas. En términos absolutos, la mayor parte del impacto recaería en las grandes corporaciones y multipropietarios, que controlan una proporción significativa de la oferta de vivienda, además de hogares algo más humildes pero que ganan bastante más que la media española. Así que, aunque la huelga implicaría una carga temporal para algunos pequeños propietarios, los beneficios sociales y económicos de los cambios propuestos por los sindicatos de inquilinas beneficiarían a una proporción mayor de hogares sistemática explotados por el status quo.
La sociedad de propietarios es un sistema capilar, un régimen que refuerza una cultura de la propiedad privada
No obstante, el impacto de esta huelga iría más allá de las pérdidas económicas de los rentistas. Como han destacado otros autores, la sociedad de propietarios es un sistema capilar, un régimen que refuerza una cultura de la propiedad privada, arrastrando a una clase creciente de hogares a vincular sus fortunas –su «patrimonio» ilusorio– a dinámicas de mercado volátiles. Así, los minirentistas sirven como “escudos humanos” de actores mucho más grandes. Una huelga general de alquileres haría especialmente visible esta dinámica, al visibilizar esta estrategia depredadora de los grandes propietarios.
En todo caso, la capilaridad del rentismo en España implica que los objetivos de un movimiento para desmercantilizar la vivienda no se pueden limitarse a políticas concretas como reducir los alquileres. Se trata de socavar los cimientos ideológicos que tratan la vivienda como un activo financiero en lugar de un derecho humano. Para alcanzar los objetivos que plantean los sindicatos de inquilinas, la ofensiva inquilina requiere de una estrategia dual. Por una parte, las acciones directas, como las okupaciones o las huelgas de alquiler, sirven tanto para marcar un límite como para construir coaliciones y apuntar a cambios estructurales. Mas allá de establecer controles universales sobre los alquileres y expandir los sistemas de vivienda pública o cooperativa, estos cambios deben avanzar los derechos de negociación colectiva del sindicalismo social.
Por otra, pasar al ataque significaría abordar los terrenos desiguales del mercado de la vivienda tal y como se nos presentan. Reconociendo la diversidad dentro de las filas de los propietarios, los movimientos inquilinos pueden identificar y explotar las tensiones entre pequeños propietarios y actores institucionales, debilitando así las bases ideológicas y el poder estructural de los conglomerados inmobiliarios.
Los sindicatos continuarán confrontando la creciente securitización de la vivienda, un proceso que se materializa con cada desahucio, sea visible o invisible
Al mismo tiempo, los sindicatos continuarán confrontando la creciente securitización de la vivienda, un proceso que no se limita a la proliferación de instrumentos financieros bizantinos, sino que se materializa con cada desahucio, sea visible o invisible. Esto implica resistir no solo a los «mercenarios» de las empresas de seguridad privada, sino también a las fuerzas más insidiosas de la política institucional, que normalizan esos desahucios mediante el sello del Estado.
Finalmente, la lucha por una vivienda asequible es, ante todo, una lucha contra un sistema global que convierte nuestros hogares en vehículos de extracción de riqueza. Desmantelar las normas neoliberales que rigen la propiedad privada y reemplazarlas por normas y prácticas basadas en la propiedad comunitaria es la única vía para invertir la lógica de explotación que nos domina. Solo así podremos construir un sistema que priorice la dignidad, la estabilidad y los derechos de todos los residentes, y no solo los intereses de una élite inmobiliaria que ve nuestros hogares como un campo de saqueo inagotable.