Las políticas de identidad se remonta a las nuevas organizaciones de grupos revolucionarios de izquierdas proderechos civiles de los años 60 y 70. En un comienzo, este término buscaba visibilizar las opresiones y violencias específicas que distintos grupos —personas negras, mujeres, estudiantes, el antes denominado colectivo gay, etc.— sufrían bajo el capitalismo patriarcal imperialista. Según estas perspectivas, dichas violencias no se limitaban al ámbito nacional, sino que trascendían los límites del Estado-nación y permitían generar alianzas supranacionales. En los años 90, la académica y jurista Kimberlé Crenshaw acuñó el término “interseccionalidad” para describir cómo la mujer negra, al ser atravesada por las intersecciones del género y la raza/negritud, experimentaba una realidad social específica de la combinación de ambas estructuras opresivas. Este concepto dio visibilidad a las vivencias y violencias experimentadas por las mujeres negras tanto dentro del movimiento feminista como del movimiento por la liberación negra. A su vez, a finales de los 80, Peggy McIntosh introducía el concepto del privilegio blanco para referirse a cómo ciertas identidades experimentaban facilidades para obtener acceso a instituciones, sistemas y poder por el mero hecho de existir. Es decir, según McIntosh entender el privilegio nos permitiría localizar experiencias individuales dentro de sistemas y estructuras.
Actualmente, las políticas de identidad son una herramienta que favorece a los discursos hegemónicos dentro de los movimientos de liberación, estableciendo qué y quién puede opinar
Mi introducción al feminismo y a los discursos de justicia social en general fue a partir de dicha política de identidad interseccional, la cual defiende que la praxis liberatoria más efectiva se organiza a través de las identidades corporales y sociopolíticas del individuo y no a partir de teorías políticas o agendas partidistas. Es decir, para liberarnos, necesitamos organizarnos por identidades sistémicas, ya que estas son nuestro común denominador más robusto. Esta visión empezó a estructurar la organización de movimientos activistas de izquierdas anglófonos en la primera mitad de 2010, ganando mayor relevancia tras el movimiento #MeToo, especialmente después de 2018 y la pandemia. Sin embargo, el binarismo de oprimido/opresor implícita en cada intersección, que en su momento ayudó a concienciar sobre las dinámicas de poder derivadas de la socialización capitalista, hoy se utiliza como una forma de control. Actualmente, las políticas de identidad son una herramienta que favorece a los discursos hegemónicos dentro de los movimientos de liberación, estableciendo qué y quién puede opinar.
En el movimiento feminista hemos invertido mucho tiempo exacerbando esta visión binaria y esencialista de oprimido/opresor. Aunque discursos como “todo hombre es un violador en potencia” o “el miedo va a cambiar de bando” pretenden mostrar el carácter estructural de las violencias que sufren las mujeres, estos tienen una mirada esencialista que construye al sujeto hombre como emisor inherente de violencia. Este abordaje ignora que las violencias patriarcales, aunque perpetradas en su mayor medida por hombres, son dinámicas que se encuentran en todos los grupos identitarios, independientemente de su género.
Otro efecto de las políticas de identidad es la instrumentalización de la figura del aliado como altavoz de los discursos hegemónicos dentro del movimiento
Otro efecto de las políticas de identidad es la instrumentalización de la figura del aliado como altavoz de los discursos hegemónicos dentro del movimiento. Durante mucho tiempo, les hemos dicho a los hombres de nuestros círculos militantes que no tienen derecho a tener opinión sobre temas que interpelan al movimiento —hecho cognitivamente imposible, por cierto— ni tampoco a expresarla, ya que eso sería machista en sí mismo. Si eres X no puedes hablar de Y; como si un hombre no pudiese identificar conductas punitivas en un proceso feminista, como si un camarada no pudiese formarse una opinión válida y reflexiva sobre la vertiente del feminismo con la que coincide o sobre cuáles encuentra problemáticas. Esto ha implicado que muchos aliados no desarrollen opiniones propias ni interactúen de manera activa con el pensamiento feminista más allá del ser un mero espectador pasivo. Además, hay una tensión constante en la identidad aliada: apoya pero sé invisible; sé vocal, pero no destaques. Esta dinámica se refuerza por la amenaza de castigo dentro de nuestros movimientos hacia quienes no compartan las opiniones políticas de aquellas identidades consideradas más oprimidas. Sin embargo, resulta inviable, ya que las comunidades identitarias no son monolíticas, sino heterogéneas; la diversidad de opiniones dentro de ellas hace que estas lógicas sean insostenibles.
Por lo tanto, si la política de identidad impide al individuo privilegiado expresar una opinión que sea contraria a otra dentro de la comunidad oprimida, solo las opiniones que respaldan la posición mayoritaria serían válidas. Esta amenaza no busca proteger la agencia del colectivo oprimido frente a posibles invisibilizaciones, sino que sirve para que la voz hegemónica utilice al aliado como megáfono de sus propios discursos, dificultando un debate horizontal y democrático dentro del feminismo y demás movimientos.
La figura del aliado se ha convertido en un ente acrítico que por miedo a la cancelación actúa como vocero de las corrientes mayoritarias sin ser alentado a desarrollar un verdadero pensamiento crítico feminista
El problema no es que algunos hombres se alineen con posturas mayoritarias, sino que la censura punitiva que empapa a los movimientos feministas y de liberación, fomente que el aliado funcione como portavoz aborregado del discurso hegemónico. Esto sucede por dos motivos: salvaguardar su propia seguridad y credibilidad dentro del movimiento, y porque nunca ha sido alentado a desarrollar un verdadero pensamiento crítico con lente feminista. Como resultado, la figura del aliado se ha convertido en un ente acrítico que por miedo a la cancelación y a no ser considerado lo suficientemente puro o leal a la causa, actúa como vocero de las corrientes mayoritarias sin ser alentado a desarrollar un verdadero pensamiento crítico feminista.
No niego que el reimaginar el rol del aliado en los movimientos de liberación es un desafío en sí mismo. Pero puede que un abordaje postidentitario, en el que nos organicemos alrededor de problemas que nos atraviesen (aunque interseccionalmente) a todas, —como la falta de acceso a una vivienda digna, la construcción de una fábrica de celulosa contaminante en nuestras tierras, la disparidad entre el salario mínimo y el coste de vida en las ciudades, o la violencia policial en los barrios obreros— pueda ser un buen punto de partida para volver a repensar cómo crear movimientos sociales que trasciendan esta rigidez identitaria y encuentren comunalidades en un contexto global de catástrofe planetaria que, aunque de forma diferenciada, nos afecta a todxs.