Israelismo: la religión de las víctimas

por | Abr 8, 2025 | Análisis, Antipunitivismo

¿Qué forma de sentir y pensar ha predominado en los discursos y la intervención política de esta edad de la impotencia tanto en las derechas más o menos ultras como en el extremo centro y en eso que un día se llamó izquierda y hoy se autodenomina progresismo? Hoy reina una soberana paradójica: la víctima.

Todo lo que es recto miente. Toda verdad es una curva; el mismo tiempo es un círculo.

Friedrich Nietzsche

Este es un texto contra la estupidez. Al menos eso es lo que pretendo. No sé si conseguiré el objetivo, pero hay que intentarlo. Lo escribo por pura necesidad física. Lo escribo para aliviar la náusea que me provoca leer ciertas frases y proclamas solemnes proferidas con un tono lastimoso o compungido por gente con poder. Con mucho poder político y mediático. Interpretando el pensamiento de Nietzsche, Gilles Deleuze escribió unas palabras que siempre conviene tener presentes:

«Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Solo tiene este uso: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas. ¿Existe alguna disciplina, fuera de la filosofía, que se proponga la crítica de todas las mixtificaciones, sea cual sea su origen y su fin? Denunciar todas las ficciones sin las que las fuerzas reactivas no podrían prevalecer. Denunciar en la mixtificación esta mezcla de bajeza y estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las víctimas y de los autores. En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer humanos libres, es decir, humanos que no confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral o la religión. Combatir el resentimiento, la mala conciencia, que ocupan el lugar del pensamiento. Vencer lo negativo y sus falsos prestigios. ¿Quién, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto?»

Otro filósofo y escritor italiano, Franco Berardi (Bifo), hace ya algunos años que ha hecho la que, a mi entender, es la mejor caracterización de nuestra época: vivimos en la edad de la impotencia. Las posibilidades de autonomía y liberación política y social están en un punto muerto; las subjetividades políticas, en un sentido emancipatorio, se encuentran aplastadas por el pánico y la depresión: el pánico a no tener futuro debido al colapso climático (y energético) y la depresión causada por un presente marcado por la precariedad laboral (y existencial) y la desaparición de la solidaridad social.

¿Qué subjetividad ha sido la que ha marcado los últimos decenios de destrucción neoliberal de los mundos comunes?

¿Qué subjetividad ha sido la que ha marcado los últimos decenios de destrucción neoliberal de los mundos comunes? ¿Qué forma de sentir y pensar ha predominado en los discursos y la intervención política de esta edad de la impotencia tanto en las derechas más o menos ultras como en el extremo centro, pero también (¡ay!) en eso que un día se llamó izquierda y hoy se autodenomina progresismo? Hoy reina una soberana paradójica: la víctima. No hablo de las víctimas concretas, reales, circunstanciales, de carne y hueso, sino de una ubicación subjetiva convertida en identidad agresiva: la posición de víctima. La víctima orgullosa que exige reconocimiento urgente y reparación sin escrúpulos. La víctima imaginaria que no dudará en cobrarse nuevas víctimas con total impunidad.

Un profesor italiano, Daniele Giglioli, escribió hace ya una década un libro valiente y a contracorriente. Se titula Critica della vittima y aquí transcribo dos párrafos que sintetizan su contenido:

«La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige ser escuchado, promete y fomenta reconocimiento, activa un poderoso generador de identidad, derechos, autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza inocencia más allá de cualquier duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable o, más aún, responsable de algo? No ha actuado, le han hecho algo. No actúa, sufre. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y exigencia, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos sufrido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado. (…)

La prosopopeya de la víctima refuerza a los poderosos y debilita a los subalternos. Vacía la capacidad de actuar. Perpetúa el dolor. Cultiva el resentimiento. Corona el imaginario. Alimenta identidades rígidas y, a menudo, ficticias. Encadena al pasado e hipoteca el futuro. Desalienta la transformación. Privatiza la historia. Confunde libertad con irresponsabilidad. Enorgullece la impotencia o la envuelve con una potencia usurpada. Se alía con la muerte mientras aparenta compadecer a la vida. Cubre el vacío que subyace a toda ética universal. Elimina y, de hecho, rechaza el conflicto, clama escándalo ante la contradicción. Impide captar la verdadera carencia, que es una falta de praxis, de política, de acción común.»

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige ser escuchado, promete y fomenta reconocimiento, activa un poderoso generador de identidad, derechos, autoestima

Para ilustrar el prestigio de la condición de víctima en las últimas décadas, Giglioli se hace eco de una anécdota que tanto él como yo esperamos que sea falsa: Albert Camus habría dicho a Elie Wiesel, escritor supervivente de la Shoa, “le envidio por Auschwitz”. ¿Por qué alguien iba a envidiar una vivencia tan traumática y horrible como la de los supervivientes del genocidio más popular del siglo XX? Quizás tiene que ver el hecho de que lo que un día fue sentido como una vergüenza por el pueblo judío, en la década de los sesenta empezó a ser motivo de orgullo. Lo dijo el mismo Wiesel en una conferencia en Nueva York en 1967: si ese proceso de exterminio ha cambiado el mundo y el lenguaje con el que lo interpretamos “¿por qué tendríamos que pensar en el Holocausto con vergüenza? ¿Por qué no lo reivindicamos como un capítulo glorioso de nuestra historia ideal eterna?”.

Los años que pasaron desde el Proceso a Eichmann en 1961 a la Guerra de los Seis Días en 1967 fueron los años en los que la experiencia de la Shoah se convirtió en el modelo pionero de la nueva religión civil que pone a la víctima en el centro de la escena política, una fe que convierte a lo antipolítico ―el sufrimiento derivado de una contingencia histórica― en el fundamento de una potencia de acción que solo puede resultar perversa e irresponsable. La víctima ya no es tal por un accidente o por ser la parte lesionada de una agresión concreta, sino que se constituye como una identidad fuerte y orgullosa que, además de reconocimiento, exige impunidad hacia cualquiera de sus actos. La víctima ya no tiene historia, tiene memoria y contra la memoria, consustancialmente subjetiva, de nada sirve el trabajo paciente y riguroso de un historiador que pretenda establecer por qué y cómo sucedieron unos hechos determinados. Giglioli, en su libro, no da nombre a esta religión antipolítica, pero teniendo en cuenta el papel fundacional de ese Estado de cuyo nombre no quiero acordarme (porque me lo censuran las redes sociales), este discurso omnipresente en nuestros días bien merece llamarse Israelismo.

La víctima no nos pide que seamos buenos y le demos razón, sino que va un paso más allá: dame razón y serás bueno

La más perfecta profesión de fe de esta máquina mitológica que entroniza la posición de víctima como valor supremo del discurso contemporáneo fue proferida por una mujer que gobernó el país de las víctimas eternas, la primera ministra Golda Meir: “Con el tiempo podremos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos, pero jamás los perdonaremos por habernos obligado a matar a los suyos. La paz llegará el día en que los árabes amen a sus hijos más de los que nos odian a nosotros”. Esta declaración escalofriante nos sitúa en el corazón de la posición de víctima: no soy y no puedo ser culpable o responsable de ningún mal; cualquiera de mis actos, incluso el más cruel, es la respuesta legítima al agravio, la ofensa o el crimen que he sufrido. Y si no la he sufrido en mis carnes, soy el descendiente y el portavoz de los que la sufrieron y, por tanto, estoy inmunizado ante cualquier crítica o reprobación: me refugio en el espacio seguro de quien jamás deberá pedir perdón. Transformado así en el sueño de toda dominación, la palabra de la víctima adquiere el estatus de la incensurable e indudable, ante ella solo podemos proferir enunciados favorables; así, la víctima no nos pide que seamos buenos y le demos razón, sino que va un paso más allá: dame razón y serás bueno.

No debería, pues, extrañarnos que el isrealismo sea el instumentum regni más codiciado de nuestros días y, uno tras otro, todo líder político busque presentarse ante su audiencia como víctima de persecuciones y agravios que le dotan de un aura de mártir de una u otra causa. Las nuevas derechas radicales lo han comprendido perfectamente y actúan en consecuencia. Por el otro lado del espectro político, uno de los puntos álgidos de la estupidez del progresismo contemporáneo ha sido la multiplicación de discursos identitarios enzarzados en una competición patética para ganar el premio a la víctima más estigmatizada de la historia humana. No se tiene en cuenta si la reacción puede originar consecuencias letales o desastrosas en otras vidas concretas, la víctima siempre tiene razón y quien se la quite o la cuestione, estará “revictimizándola”, en un proceso potencialmente infinito pues, como apuntamos antes, la victimización ya no es una circunstancia indeseable, sino una identidad de la que alardear y sentir orgullo.

No paran de proliferar el negocio del victimismo en la orilla política que antes se dedicaba a la emancipación de los oprimidos

Ya lo ha dejado escrito Santiago López Petit en un artículo publicado en esta misma revista: “La ley de la selva se cumple a la perfección cuando las víctimas se disputan una migaja de reconocimiento”. Puesto que la condición humana ha sido reducida por el capitalismo terminal a la triste e impotente situación de víctimas a la espera de ver reconocida su desgracia, no para de proliferar el negocio del victimismo en la orilla política que antes se dedicaba a la emancipación de los oprimidos. Este negocio no sería posible sin el marco teórico y legal del humanitarismo, un estado mental que ha supuesto el triunfo de la idiotez en la filosofía política. Una idiotez muy peligrosa: en nombre de una declaración de intenciones (los derechos humanos), que supone el colmo de la abstracción idealista, se han bombardeado ciudades y pueblos provocando millones de muertes y mutilaciones concretas y reales en las últimas décadas. En los países occidentales, es decir, blancos y cristianos, surgen sin cesar asociaciones y organizaciones “no gubernamentales” ―aunque siempre en busca del apoyo financiero del Estado de turno― que se erigen en representantes de las víctimas de una u otra forma de violencia, ya no solo violencias directas, sino “estructurales”, “simbólicas”, “culturales” o “epistémicas”. Puesto que, al parecer, ya no hay opresión ni dominación ni, por supuesto, explotación, ahora existen las más diversas y sofisticadas violencias que, consiguientemente, producen víctimas. Estas, por defecto, resultan infantes, lo que, si atentemos a la etimología, quiere decir sin voz. Y, por ello, se hallan continuamente necesitadas de porta-voces dispuestos a conseguir visibilidad a base de chantajes morales y discursos lacrimógenos.

A propósito de esta incansable proliferación de violencias, me parece muy interesante lo que planteaba David Graeber en su ensayo «Zonas muertas de la imaginación: un ensayo sobre la estupidez estructural»: no se trataría, como nos enseñan en la universidad nuestros profesorxs progresistas, de que la estructura social sea injusta y dañina para grupos subalternos en función de clase, sexo o raza. Esa es la versión reformista que confía en que, con buenos gobernantes, el Estado irá eliminando esos obstáculos a la justicia social. Graeber sonríe desde el cielo de los ácratas ante tal ingenuidad. No, queridxs lectores, la violencia estructural consiste en que, si no obedeces y respetas las normas que mantienen la desigualdad, el Estado mandará a algún esbirro a golpearte, a encarcelarte o a asesinarte.

El feminismo hegemónico ha interiorizado esta religión de las víctimas hasta tal punto que ha convertido un movimiento radical de emancipación política en un proyecto de reforma moral

Lamentablemente, el feminismo hegemónico, el de las ministras y las influencers, ha interiorizado esta religión de las víctimas hasta tal punto que ha convertido un movimiento radical de emancipación política en un proyecto de reforma moral, con el apoyo entusiasta tanto de los gobiernos progresistas como de las grandes empresas mediáticas. Me imagino a Emma Goldman revolviéndose en la tumba ante las últimas derivas punitivistas de las justicieras de nuestras redes sociales. El paso de la opresión a la violencia es el paso de la política a la justicia penal. Dejemos hablar a la jurista y filósofa italiana Tamar Pitch sobre este asunto:

«Recurrir a la lógica y al lenguaje penal para reconocer las propias razones o incluso la propia subjetividad política, sin embargo, eleva precisamente la justicia penal nacional e internacional a la principal solución de todos los problemas, en detrimento de la política. Así interpreto el surgimiento de lo que he llamado “feminismo punitivo” y los riesgos de distorsión que corren aquellos actores colectivos, cuyo objetivo es la conquista de mayor libertad y la disminución de las desigualdades, cuando recurren a la cuestión penal o adoptan su lógica y lenguaje. Lo que está en riesgo no es solo que estemos ante un panpenalismo, sino también la repetición interminable del estatus de víctima, en contextos en los cuales el proceso penal solo puede producir decepción respecto a la expectativa de un resarcimiento narcisista absoluto.»

El sufrimiento de las víctimas mueve a la compasión y, de ahí, nos lleva a la perversión de una política erigida no desde la solidaridad, un afecto horizontal y activo, sino desde la piedad

No deberíamos olvidar que la categoría de víctima ha sido importada del discurso jurídico al discurso político. El sufrimiento de las víctimas mueve, como no podía ser de otro modo, a la compasión y, de ahí, nos lleva a la perversión de una política erigida no desde la solidaridad, un afecto horizontal y activo, sino desde la piedad, un afecto vertical y reactivo. Una teórica de la acción política como Hannah Arendt ya alertó hace décadas de los efectos potencialmente catastróficos de las leyes piadosas: “la piedad, en oposición a la solidaridad, no mira con los mismos ojos la fortuna y la desgracia, los poderosos y los débiles; sin la presencia de la desgracia, la piedad no existiría y, por tanto, tiene tanto interés en la existencia de los desgraciados como la sed de poder lo tiene en la existencia de los débiles. Además, por tratarse de un sentimiento, la piedad puede ser disfrutada en sí misma, lo que conducirá casi automáticamente a una glorificación de su causa que es el padecimiento del prójimo”. Lo resume en una frase lapidaria la escritora argentina Leonor Silvestri: “quien vive de contar muertas no te quiere viva”.

Que el israelismo es, como he tratado de argumentar, la religión civil de nuestra época, lo demuestra que una fiscal conocida por llenar de pobres racializados las cárceles de California, la señora Kamala Harris, se lamente de ser víctima del racismo y la misoginia. Hablamos de esa candidata que, en sus mítines durante la carrera presidencial estadounidense, mandaba callar a quienes le exigían que hiciese algo para detener el horror en Gaza.

Pero no quiero acabar este artículo sin proponer otra manera de sentir, de afectar y ser afectados. No nos regodeemos en la tristeza porque, al fin y al cabo, nadie sabe lo que puede un cuerpo, aún nadie sabe de qué somos capaces al desplegar unas potencias que nos liberen de quienes nos quieren fijados en la vulnerabilidad. Termino como empecé, el eterno retorno, con una cita de Deleuze, pero esta vez no en su faceta de escritor sino de profesor en Vincennes:

«¿Qué tienen en común, para Spinoza, un tirano que tiene el poder político, un sacerdote que tiene el poder espiritual y un esclavo? Es ese algo común lo que va a hacer decir a Spinoza: «son impotentes». Es que, de cierta manera, ellos necesitan entristecer la vida. Es vieja esa idea. Nietzsche también dirá cosas como esas. Tienen necesidad de hacer reinar la tristeza. Spinoza piensa así, lo siente, lo siente muy profundamente. Tienen necesidad de hacer reinar la tristeza porque el poder que tienen no puede estar fundado más que sobre la tristeza.»

Referencias bibliográficas:

Hannah Arendt, Sobre la revolución (1963), Alianza, Madrid, 2006.

Franco Berardi “Bifo”, Futurabilità, Nero, Roma, 2018.

Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía (1967), Anagrama, Barcelona, 1998.

Gilles Deleuze, En medio de Spinoza. Clases 1980-1981, Cactus, Buenos Aires, 2008.

Daniele Giglioli, Critica della vittima, Nottetempo, Roma, 2014.

David Graeber, La utopía de las normas: de la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia, Ariel, Barcelona, 2015.

Tamar Pitch, Il malinteso della vittima. Una lettura femminista della cultura punitiva, Edizioni Gruppo Abele, Turín, 2022.

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