Como lemmings en un precipicio

por | Oct 2, 2025 | Análisis, Ecologismo

Reseña del libro "El fin de nuestro mundo. La lenta irrupción de la catástrofe" de Emmanuel Rodríguez

Una frase de Fredric Jameson se ha popularizado para dar cuenta de la perseverancia del capitalismo contemporáneo y nuestra incapacidad para ver dónde empiezan sus límites: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Citada con insistencia en multitud de ensayos contemporáneos, la frase se ha utilizado casi como una herramienta para explicar por qué está tan arraigada la sensación de que no existe alternativa al capitalismo neoliberal. Está tan abigarrado, tan imbricado en nuestras vidas que ya no es tan solo una forma de organizar la producción o el mercado, sino que articula y atraviesa nuestra subjetividad, organiza nuestras formas de vida, las relaciones sociales y los espacios que habitamos. Es más fácil imaginar la implosión del planeta Tierra que un mundo en el que no estemos sometidos a una ley abstracta del valor o un mundo en el que podamos cooperar para garantizar una vida justa y plena para todas las personas.

Para el autor el fin del mundo no es un horizonte futuro, sino un presente que acontece frente a nuestros ojos

Emmanuel Rodríguez profundiza en esta idea y nos obliga a atender a otra dimensión: para él, el fin del mundo no es un horizonte futuro, sino un presente que acontece frente a nuestros ojos. El problema es que apenas contamos con imaginarios capaces de dar sentido a la catástrofe que presenciamos. Nuestros relatos de colapso siguen siendo superficiales y se quedan cortos frente a la magnitud del desastre al que nos enfrentamos. Es más, el problema de la máxima de Jameson es que separa el fin del mundo del fin del capitalismo. Para Rodríguez, estos dos fenómenos están densamente imbricados; por ello, en su libro El fin de nuestro mundo, nos enfrenta a la posibilidad de que la humanidad ya no pueda frenar el ingente proceso de destrucción de hábitats, formas de vida y especies que asola la Tierra. El fin del capitalismo es también el fin del mundo.

No hay mundo fuera del capitalismo, como tampoco hay capitalismo fuera del mundo

Sin andarse con rodeos el autor no duda en afirmar que “no hay, y no va a haber en un futuro inmediato, ni una solución a la crisis climática ni tampoco a la crisis de largo recorrido de la civilización capitalista, tal y como la hemos conocido”. Así, el libro insiste en que no hay mundo fuera del capitalismo, como tampoco hay capitalismo fuera del mundo. El agotamiento del sistema —su incapacidad para generar más valor, abrir nuevas fronteras extractivas o abaratar aún más la vida de ecosistemas y personas— lo ha lanzado a una espiral destructiva que amenaza con arrastrarlo todo. Y como el capitalismo produce mundo, ahora nos enfrentamos a las consecuencias de una época de crecimiento desmedido y explotación incontrolada de recursos, que empieza a exhibir su rostro más devastador. Tanto la reproducción social como la reproducción de la vida planetaria han entrado en caída libre. Y pese a las mejores intenciones, poco parece que podamos hacer para detenerlo.

Este doble ciclo de destrucción genera sus propios monstruos: magnates tecno-solucionistas que confían en la prolongación indefinida de la modernidad a través de la innovación tecnológica; reformistas de izquierdas que intentan paliar los peores efectos de la debacle mediante políticas públicas; negacionistas climáticos que se aferran a sus certezas para no enfrentarse a lo inevitable; neorreaccionarios que fantasean con pasados blancos idealizados en los que todavía se creía posible controlar la realidad; personas conscientes del problema que no están dispuestas a cambiar su vida, expertos en catástrofes y tertulianos que todo lo saben y, finalmente, multitudes de personas que se refugian en una suerte de “nihilismo dulce”, replegadas sobre su malestar personal y su sufrimiento frente a la devastación. En el libro también aparecen zombies, muchos zombies, lemmings y algunos supervivientes que merodean por una tierra devastada.

También hay quienes han comenzado a vislumbrar el problema: sujetos que, armados con la crítica, alcanzan a reconocer parte de lo que enfrentamos. Sin embargo, aun con las mejores intenciones, se trata de personas profundamente individualizadas, habituadas a desenvolverse en entornos académicos, artísticos o militantes, donde extraen capital simbólico de su capacidad para mantenerse despiertos y señalar a quienes aún no lo están. Dice Rodríguez que “su ecologismo, feminismo, antirracismo o incluso —en caso de declararse— su anticapitalismo, no deja de ser un estilo retórico o ideológico, que no llega a constituirse como una verdadera forma de vida, la cual requiere siempre de una condición colectiva”. Personas que posiblemente teman un cambio de sistema real que ponga en jaque sus estilos de vida, su visibilidad y su capacidad de juzgar la vida de los demás.

Tanto los negacionistas, los conscientes bienintencionados como los nihilistas dulces comparten una limitación: su incapacidad para comprender la verdadera extensión de la catástrofe

Lamentablemente tanto los negacionistas, los conscientes bienintencionados como los nihilistas dulces comparten una limitación: su incapacidad para comprender la verdadera extensión de la catástrofe. Unos y otros solo perciben signos aislados, imposibles de articular en una constelación mayor. Unos se concentran en la precariedad social y el agotamiento del sistema; otros observan patrones climáticos anómalos sin vincularlos a siglos de explotación extractiva; algunos miran con recelo las migraciones; otros temen la caída de la fertilidad; otros, en fin, se resisten a aceptar que la ciencia contemporánea ha perdido el control de un mundo que ya no puede comprender ni ordenar con sus herramientas. Para Rodríguez, todos estos elementos forman parte de una misma realidad: la desgraciada caída del mundo que habitamos y la inevitable extinción —o zombificación— de sus habitantes.

En un libro preciso y minucioso, sostenido por datos que avalan las tendencias analizadas, nuestro humanismo latente puede jugarnos una trampa: empujarnos a esperar una redención. Pero este libro no trata de soluciones; en sus páginas no hallaremos un faro que se alce entre las brumas de las danas ni una señal que atraviese el humo de los incendios que arrasan nuestros bosques. A medida que avanza la lectura, y que se complejiza la interrelación masiva entre capitalismo, vida y mundo, nuestro subconsciente reclama la aparición de un piloto dispuesto a estrellar un cohete contra un meteorito para salvar a la humanidad, o de un pensador de izquierdas con la fuerza suficiente para darle la vuelta al sistema-mundo heredado del capitalismo y ofrecernos alguna pista a seguir. En cambio, el mensaje que se configura frente a nuestros ojos es alto y claro: HUMANIDAD EPIC FAIL. No hay alternativa, al final del mundo. Pantalla final.

Rodríguez no es proclive a las concesiones. Con la misma contundencia con la que afirma que estamos ante el fin del mundo, aunque nos invita a combatirlo, nos recuerda que no hay nada que hacer para detenerlo. Esta es, quizá, la parte más amarga del libro: no promete salidas ni alivio, sino únicamente la destrucción del capitalismo y del sistema-mundo que lo acompaña, junto con los relatos de progreso y prosperidad que forjó la modernidad europea. En ese sentido, tanto la derecha recalcitrante que pide volver hacia atrás en el tiempo como la izquierda que sigue abonada a la noción de progreso, se resisten a aceptar que hace tiempo ya no son capitanes de un barco arrastrado a la deriva por fuerzas desatadas que no pueden ser gobernadas.

El autor nos insta a crear alianzas y “resistir las condiciones de vida impuestas”, y así empezar a inventar “otras formas de vida”

Precisamente, lo que señala el autor es que ahora mismo no es el momento de esperar a que surja una solución o arreglo técnico a un problema tan ingente, que acontece a tantos niveles y que nos va a afectar de formas tan dispares, pues escapa a las lógicas solucionistas que se nos han ofrecido. No es el momento de esperar respuestas unívocas ni recetas mágicas; en su lugar, el autor nos insta a crear alianzas y “resistir las condiciones de vida impuestas”, y así empezar a inventar “otras formas de vida”. Aun así, es consciente de que en la actualidad lo que nos queda poco con lo que trabajar. Disturbios sociales, estallidos y violencias incontroladas que no logran politizarse, malestares que desgarran a las comunidades, insurrecciones que oscilan de forma azarosa hacia la derecha o la izquierda y que apenas logran consumir, por un instante, la impotencia acumulada. Rencillas entre pares y una incapacidad para crear redes de resistencia desde abajo. Por ello, Rodríguez propone potenciar esas pequeñas explosiones sociales, abandonar la espera estratégica de una revolución improbable y reconocer que en esas formas de malestar aún hay espacio para acelerar la destrucción del sistema. Se trata de asumir pequeñas formas de agencia frente a la destrucción de formas de vida a la que nos enfrentamos, de crear alianzas desde abajo y diseñar modos inéditos de existencia. Formas de vida imaginativas e inauditas que potencien nuestras capacidades colectivas de pelear e intervenir.

En definitiva, El fin de nuestro mundo no es un manual de soluciones ni un consuelo frente a la catástrofe, sino una invitación a mirar de frente al abismo al que nos abocamos y a reconocer que, incluso en un horizonte sin redención, todavía podemos ensayar formas de vida colectivas capaces de resistir, reinventar y disputar el sentido de lo común.

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